Telépolis

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Baudelaire, À une passante



París a principios del siglo XIX. Son los tiempos del folletón, de las fisiologías urbanas y de los vastos panoramas sociales. Dumas, Balzac, Hugo... Y del flâneur: el azotacalles, el paseante ocioso cuyo hogar son los pasajes, los bulevares o las terrazas entoldadas de los cafés. Ojeador de los periódicos en los quioscos, asiduo a los conciertos en los parques públicos, su mirada recorre las luces y las sombras de los escaparates. Sus semejantes son la multitud.

Nace con el flâneur una nueva visión de las relaciones personales, más próximas cuanto más anónimas, más ciertas cuanto más fugaces: es el fisgón, el adivino, el coleccionista de hábitos, el detective mundano que descubre la trama oscura de la vida. Para el flâneur, al contrario que para el pensador, las apariencias son infalibles: la intuición de los detalles (un resto de maquillaje en el cuello), el análisis del conjunto (los guantes de seda, el pintalabios, el bolso de piel), la deducción necesaria (la doble vida de la modistilla) o la triste verdad (las insidias de la gente del barrio). 

También la multitud cumple una función erótica. La mirada rápida y el deseo vulgar son los ensueños amorosos de la foule bigarrée; o la pasión prohibida del flâneur… que cobra vida en el soneto À une passante, una de las “flores del mal” más bellas que Baudelaire cultivó en su jardín. Lo incluyo junto con la traducción que he preparado.

À une passante

La rue assourdissante autour de moi hurlait.
Longue, mince, en gran deuil, douleur majestueuse,
une femme passa, d’une main fastueuse
soulevant, balançant le feston et l’ourlet;

agile et noble, avec sa jambe de statue.
Moi, je buvais, crispé comme un extravagant,
dans son œil, ciel livide où germe l’ouragan,
la douceur qui fascine et le plaisir qui tue.

Un éclair… puis la nuit! Fugitive beauté
dont le regard m’a fait soudainement renaître,
ne te verrais-je plus que dans l’eternité?

Ailleurs, bien loin d’ici! trop tard! jamais peut-être!
Car j’ignore où tu fuis, tu ne sais où je vais,
ô toi que j’eusse aimée, ô toi qui le savais.

 Les fleurs du mal


A una mujer que pasa

La calle ensordecedora aullaba a mi alrededor.
Alta, esbelta, enlutada, solemne en su dolor,
pasó una mujer, con su mano fastuosa
elevando, meciendo el festón y el dobladillo,

ligera y noble, con su pierna de estatua.
Yo bebía, exasperado como un extravagante,
en su mirada, cielo pálido donde brota el huracán,
la ternura que fascina y el placer que mata.

¡Un relámpago… después la noche! Belleza fugitiva
cuya mirada me ha hecho renacer súbitamente,
¿Acaso ya no te veré sino en la eternidad?

¡En otra parte muy lejos de aquí! ¡Cuando sea demasiado tarde! ¡O tal vez nunca!
Pues ignoro a donde huyes, y no sabes dónde me dirijo,
¡Oh, tú a quien habría amado; oh, tú que lo sabías!

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