Al leer Ruido de fondo de Don De Lillo me viene a la memoria uno de los temas programáticos de los Stones: It's Only Rock 'n' Roll (But I Like It).
Me gusta porque se trata de un realismo granujiento, encanallado, cínico, descreído de todo lo que no sea el culto al dinero. Entre el naturalismo y el arte popular, De Lillo recoge del best seller quiosquero, como Auster y Tarantino, los dicharachos tronchantes, las expresiones gruesas, el culto a la extravagancia y una visión tolerante de los siete pecados capitales. Un genero donde no faltan las referencias explícitas a la homosexualidad, los tipos duros del bar, el macho dominante, los judíos, los negros, las putas o el fascismo que inunda el medio ambiente (algo que se inició con Manhattan Transfer).
Dentro de este mapa tras la lectura, mi primera impresión es la incomprensión etnocéntrica de la totalidad. Cuando al lector europeo le ponen delante de los sabrosos entresijos de la cultura norteamericana entiende menos que si estuviera en Tanzania.
El enigma: al hojear un manual de sociología sobre EEUU (o sea, la mayoría de los manuales especializados), en general entendemos qué son los grupos y las clases, los usos, leyes y costumbres… pero en cuanto nos traducen los mismos hechos (¿son los mismos?) a una sustancia literaria nos hundimos en una ignorancia curiosa, repleta de morbo, el mismo que sintieron los escritores y pintores románticos -por ejemplo, Ingres o Delacroix- por ciertos países exóticos. Sin embargo, tiene sus ventajas. En el caso de Ruido de fondo, nuestra mirada se parece a la de un niño que descubre lo nuevo porque lo vemos por primera vez.
Enumero algunos ejemplos:
La existencia inverosímil de una cátedra dedicada al estudio de la figura de Hitler en una universidad de provincias (College-on-the-Hill). Por cierto, la elección de Hitler o San Ignacio de Loyola hubiera dado igual. No hay en ella ningún componente simbólico o significativo que impregne la novela excepto el choque de lo extravagante.
Las inefables mujeres del profesor universitario, Jack Gladney, divorciado tres veces (si me esfuerzo lo entiendo) y la relación exasperante que mantiene con sus lazos rotos. Algo tan inaudito como la afinidad fraternal que mantiene su actual mujer, Babette, con las tres divorciadas, lo que confirma la teoría física de los universos paralelos (en alguno nos tiene que tocar ser idiotas).
Más aun: comprendo que la familia latina es más absorbente, protectora y cariñosa que la anglosajona, pero los afectos filiales en la novela, por llamarlos de algún modo, resultan fríos y llenos de malos presagios. En casa de los Gladney viven revueltos los hermanastros nacidos de las cuatro mujeres; sus pautas de interacción resultan distantes e inextricables. El pequeño, Wilder, el hijo menor, sufre un episodio de llanto de siete horas seguidas sin causa aparente.
Asimismo, los amigos del profesor son bichos raros, peligrosos, en ocasiones perversos, surgidos de un magma interpersonal no hollado por pie humano: la amistad entre adultos, por ejemplo, es una causa perdida, de acuerdo, pero no con tales aristas. Se podría aplicar a los personajes de De Lillo la observación de Goethe de que “todo hombre, el mejor y el más miserable, lleva consigo un misterio que, de ser conocido, le haría odioso a los demás”.
El núcleo de la trama surge de improviso: nos topamos con el pavor de Jack y Babette, cada uno a su manera, a la Muerte; similar en ambos al miedo teatral de Woody Allen pero en serio y al cubo; una fobia existencial que se da por hecha pero no se explica. Lo único que parece preocuparles es cuál se irá antes de este mundo. Hablan y hablan sobre el tema y concluyen que lo mejor es no sobrevivir a la ausencia del otro (¡con tres divorcios! O no lo entiendo o no estoy de acuerdo o ambas cosas).
Por momentos parece una historia sacada de un tratado de psicopatología de la vida cotidiana todavía no escrito. Toda la trama está envuelta en un peculiar sentido del humor; pero el humor de De Lillo no alza al mundo en risas, sino que entre risas lo arruina. Ruedas con regocijo por el suelo, pero te levantas con la mirada perdida. Las fuerzas que mueven el relato tienen una lógica interna que no se muestra, o no existe, o acaso sea una causalidad por libertad inexplorada.
Llega un punto en que la lectura no suscita sobresaltos sino antinomias. Por ejemplo: la finalidad última de uno de los tramos principales de la novela, el escape tóxico que obliga al desalojo en masa de la ciudad, es el cumplimiento en primera persona del destino del profesor; el de su mujer, aunque la causa próxima sea la misma (el miedo compulsivo a desaparecer, si esto es el miedo a la muerte en la novela), toma otros rumbos delirantes. Todavía no doy crédito a la historia completa de Babette: el proyecto secreto de oscuras instancias del Estado para fabricar unas pastillas llamadas Dylar contra el pavor a la muerte (¿no existe ya eso?), la suspensión del proyecto por inviable (los efectos secundarios, físicos y mentales, hacen peor el remedio que a la enfermedad), el científico contumaz que sigue por su cuenta pariendo fórmulas, la entrega de Babette en cuerpo y alma al doctor Chivete para conseguir el fármaco…
El desenlace del nudo gordiano es digno del mejor Tarantino: el ajuste de cuentas de Jack al aprendiz de brujo es una secuencia larga, enloquecida, ambivalente, escatológica. No voy a pisar a nadie el final. Sólo puedo decir que no he leído algo parecido en todos los días de mi vida.
No sé si ciertas partes del relato son licencias poéticas, experimentos literarios o tanteos teologales. El texto prescinde de la reflexión externa. Su sintaxis es refractaria a las razones del lector. Por principio, su consistencia se pone a salvo de preguntas impertinentes. El autor no respondería y, por obligación, diría que las palabras significan lo que quiere y no hay explicaciones al acto puro de narrar; después de todo, las obras de arte son respuestas a las propias preguntas. El relato es un una especie mayor de lenguaje privado que nos transforma. A medida que pasan las páginas crece el placer intelectual (el más elevado según Epicuro) de leer una historia original, densa y sorprendente.
De Lillo utiliza la inversión de los personajes-arquetipo que, en cierta tradición literaria, encarnan ideas o visiones del mundo. La mayoría de los protagonistas son gente non nata, inexistentes en el cosmos, una constelación de seres creados desde la nada sin puntos de referencia ni signos visibles. Parecen sacados de un tratado medieval de seres imaginarios.
Circulan por sus páginas los ejemplares más raros: el profesor mismo, su mujer, sus ex, sus hijos, especialmente Heinrich, un ejemplar vulcaniano tristemente lúcido, su mejor amigo, Orest, cuya máxima aspiración es permanecer encerrado en una jaula de cristal rodeado de serpientes venenosas para batir un record Guiness; Winnie Richards, la investigadora de pies ligeros, fugitiva incansable de sus semejantes, sin que sepamos por qué; o Howard Dunlop, el morboso profesor de alemán de Jack, de vida solitaria, pasado hermético y costumbres innombrables. También Vernon, padre de Babette, quien solemnemente hace a su yerno heredero en vida de un tesoro: su pistola automática con el cargador lleno. A veces sospechamos que sólo tenemos en común con ellos la pertenencia a la misma especie. Pero encajan. Ruido de fondo consigue que “veamos de una manera nueva”, el primer objetivo de la experiencia estética. Pero esta mirada no llega a mostrarnos la creación de un mundo posible, acabado, completo, el sello inconfundible de la obra maestra (cuando acabe de leer su libro más ambicioso, Submundo, quizás cambie de opinión)
No hay en De Lillo una profecía negativa del nuevo mundo, aun menos, apocalipsis, sino una fantasmagoría del “modo de existencia liberal”. De ahí el interés por las rutinas, lo trivial, las clases de zapatos, los motores de los coches, las marcas de desayuno, la ropa, los útiles o la tecnología de consumo. No es casual la omnipresencia en la novela de la casa burguesa, un espacio interior donde se construye en exclusiva la noción de mundo. Otro ejemplo de esta mirada de clase son los supermercados, símbolo por excelencia de la prosperidad americana, con las luces blancas y los anaqueles repletos de mercancías convertidas en fetiche… (Exploto) mientras la vieja Europa muestra con orgullo los escaparates de los pasajes de París, surgidos a mitad del siglo XIX: “el gran poema de los escaparates” cantado por Balzac en la Comedia humana, un tratado de historia y ciencia social.
De Lillo ha escrito la metáfora de un mundo débil, de un ocaso donde las situaciones cruciales se resuelven en “nadificación”, en ruido de fondo entendido como grietas del sistema y murmullo con sordina. En la novela captamos la respiración entrecortada de la sociedad americana, una civilización decadente, nihilista, en el sentido que Nietzsche diera al término.
No hay comentarios:
Publicar un comentario