Es conocida -y afortunada- la exclamación del crítico y autor Jules Lemaître ante una adaptación teatral "a la altura de nuestro tiempo": Dios mío, que exasperantes son las ideas modernas cuando alguien forma parte de los clásicos… Es lo que le ocurre a la obra de Anton Chéjov La gaviota, representada en el Teatro Galileo de Madrid bajo la dirección de Rubén Ochandiano.
El texto de Chéjov ha envejecido como el vino en la barrica: tres ejemplos, hoy nadie se suicida por amor, solloza en los brazos de su madre ni rumia las penas a orillas de un lago solitario. Eso sin contar con que los personajes rusos nos parecen habitantes de otro planeta. Uno de los lemas de la crítica, que aparece en el cartel, anuncia: Una obra real como la vida misma. Me parece un dislate. Sólo las turbias relaciones que se desgranan en escena, donde todos aman (no digo desean) a la mujer del prójimo y se reconocen en la imagen fantástica del otro (porque no se aman a sí mismos)... conectan con la parte menos sustantiva de los tiempos que corren.
Comprendo también que el estreno de La Gaviota en 1896 fuera un sonoro fracaso y Chéjov tuviera que salir por la puerta trasera. Al público de finales del XIX tampoco le importaba el ámbito espeso de los autores, actores y adictos. A muchos escritores les sucede lo que a los periodistas, esa variedad menor del oficio: siempre están mirándose al ombligo, hablando de sí mismos y de su papel crucial en el sistema del mundo. La gente normal (ahora le doy brillo al adjetivo), entre la que nos gusta incluirnos bastantes veces, va al teatro para disfrutar del ingenio épico o lírico de la obra… no a atufarse con las plastas solipsistas del autor (la mayoría de las cuales son indecentes y mezquinas). ¡Vaya tropa!
Por ambas razones, el tiempo y el tema, la actualización de la obra de Chéjov nació condenada al fracaso. Además el marco material del Galileo no resulta adecuado. Se trata de un “teatro taller” con un escenario radial, en contacto directo con el público. El invento no funciona. En mi opinión, al revés, habría que llevar la obra a su lugar natural y alejar al público de la escena del drama: por ejemplo al teatro María Guerrero; por supuesto, con vestuario de época y un texto sin alteraciones ni símbolismos. No es de extrañar que la “comunión espiritual” con el espectador, la síntesis de los elementos en juego, la sangre del teatro, brotara en contadas ocasiones; en las demás, parecía el trabajo de un grupo muy bueno de aficionados. Las idas y venidas de los actores por el patio de butacas, un recurso del taller para tapar las carencias del montaje, sólo empeoraron las cosas. No critico por criticar: es que la entrada es muy cara.
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