Por mucho que los filósofos franceses à la mode insistan en que la vida es diferencia, azar y singularidad (incluso en sentido cuántico), ocurre lo contrario: el principio que rige la naturaleza y la cultura es el orden.
El orden son las estaciones, las leyes físicas, los placeres y los días, las tres edades del hombre (del cuadro de Giorgione), el trabajo, las tardes a las tardes son iguales, la sucesión indefinida de intervalos regulares... También la identidad personal y los hábitos. La vida en su máxima generalidad es el triunfo del orden sobre el caos.
Propiamente no pensamos el orden, sino que somos pensados por él. El orden de los conceptos, la ciencia, es la treta sutil de la materia para pensarse a sí misma. La materia se hace consciencia para saberse un orden regular de relaciones: para reconocerse como sistema. El orden cósmico (una repetición de los términos) es el desarrollo del espíritu que retorna para sí pleno de sabiduría. Incluso los maestros de la diferencia, Heráclito y Nietzsche, se doblegaron al orden subyacente. Detrás de la apariencia y los fenómenos cambiantes dominan los ciclos cósmicos. Heráclito inventó el Lógos, la razón universal del cambio. Nietzsche creó la tremenda idea del eterno retorno: todo está condenado a repetirse a causa del devenir, volveremos a ser los que fuimos, repetiremos una y otra vez las mismas frases.
Sólo nos alejamos del orden universal en los sueños, la locura, la memoria y el arte. Freud desveló las reglas de los dos primeros: el simbolismo onírico puede ser interpretado, los rituales neuróticos son compulsiones con sentido. Bergson y Proust descubrieron los recursos del recuerdo en la duración y la memoria involuntaria.
En cuanto al arte, su fundamento es la construcción de mundos paralelos, autónomos, exclusivos. Lo que convierte al arte en un enigma ajeno al orden es su carácter de realidad aparte, autosuficiente, refractaria a cualquier encajamiento en la necesidad de los hechos. El arte sólo existe en el arte, en el cuadro, en la partitura o en las hojas de un libro. En el arte, la pregunta por el mundo permanece intacta; la obediencia al orden, la certeza de pisar terreno firme, traiciona su sentido. Sólo en la permanente suspensión del juicio salva su momento de verdad; lo que ofrece no es el símbolo fiel o la sentencia firme, sino las huellas, veladas de grises, de una parábola sin clave.
La fabulación es la única forma de oponerse al orden establecido, de ponerse al otro lado de las cosas. Carroll inventa para Alicia un mundo sin orden, carente de reglas o con reglas que cambian continuamente. Un espacio mágico donde los efectos preceden a las causas, las dimensiones del tiempo se alteran y Alicia nunca es lo que fue o habrá de ser.
El reino de la libertad, la negación del orden, es Finnegans Wake de Joyce. Que sea una novela ilegible, imposible de traducir, significa que no hay ningún hilo conductor entre el orden real y la creación de mundos posibles; un mundo impensable donde el lenguaje, la sintaxis, el último soporte de cualquier orden, se desvanece. También Ulysses. Al revés: ¡Se imaginan un relato en el que se cuenta la vida ordenada, plana, de un pequeño burgués de provincias a lo largo de un día, un relato en el que no sucede nada fuera de lo común desde la mañana a la noche! Lo razonable, la sacralización de las rutinas, es la categoría de un orden social irracional.
O la novela de Beckett El innombrable (el irlandés con cara de pájaro), final de la célebre trilogía. El título es un anuncio contra el orden: un personaje inclasificable, sin reglas de identidad, que se adentra en un mundo nuevo de límites desconocidos, por construir. Un sujeto fragmentario, sin permanencia en el tiempo, a solas con un lenguaje sin gramática, sin función comunicativa dentro del relato y apenas con el lector. Así comienza la odisea interior del innombrable: ¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntármelo, Decir yo. Sin pensarlo. Llamar a esto preguntas, hipótesis. Ir adelante, llamar a esto adelante...
P.D. La filosofía no interpreta objetivamente el mundo y mucho menos lo transforma, tan sólo se interpreta y se transforma a sí misma. Su método: la varianza, errar por la dispersión. Por eso es un género literario.
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