Telépolis

lunes, 25 de junio de 2012

Hooper en la Thyssen


No se pierdan por nada del mundo la exposición antológica sobre Edward Hopper (1882-1967) en el Museo Thyssen-Bornemisza. Copio de la web:

La exposición reúne la más amplia y ambiciosa selección de la obra del artista estadounidense que se haya mostrado hasta ahora en Europa, con préstamos procedentes de grandes museos e instituciones como el MoMA y el Metropolitan Museum de Nueva York, el Museum of Fine Arts de Boston, la Addison Gallery of American Art de Andover o la Pennsylvania Academy of Fine Arts de Filadelfia, además de algunos coleccionistas privados, y con mención especial al Whitney Museum of American Art de Nueva York, que ha cedido 14 obras del legado de Josephine N. Hopper, esposa del pintor.

Para mí, Edward Hooper es el gran pintor norteamericano, superior a  Georgia O'Keeffe, Andy Warhol o Roy Lichtenstein.
La primera impresión que producen sus cuadros es la imposibilidad de reproducirlos por medios técnicos. La conocida tesis de Benjamin admite matices para la pintura y la música. Es abismal la distancia entre los originales y las imágenes digitales, incluso que las ilustraciones del catálogo. Comprobamos también que las obras se encuentran en admirable estado de restauración.

Su fondo es el silencio. Es indiferente que sean cuadros de exteriores o interiores, de paisajes o personas. Me recuerdan a las pinturas metafísicas de Chirico, alojadas en un espacio hermético en el que no se trasmiten las ondas sonoras, los trenes no silban, las plazas no emiten radiación de fondo, no se oyen los ruidos domésticos, las imágenes no hablan.
La sensación opresiva de soledad e incomunicación es la consecuencia del silencio. Los personajes de Hooper son mónadas sombrías, seres sin puertas ni ventanas, figuras que nos invitan a penetrar su sentido sin traspasar los umbrales. Un ámbito inhóspito que se intuye en los detalles: un piso con una mujer que parece el último habitante de la tierra, una ventana por la que entra un sol que no calienta, la terraza que mira al páramo abstracto o la trasera de una fábrica en la mañana vacía del domingo. Nada es reconocible, tampoco hostil, acaso intolerable.

Nos encontramos ante situaciones anteriores a lo que consideramos hechos. ¿Recuerdan el atardecer en una estación de ferrocarril en la que se siente la emergencia de poderes que se filtran por los resquicios del mundo? Hooper utiliza la vida cotidiana como premisa de lo insólito. Se sirve del realismo para mostrar su contrario. Emplea la escena social para forjar la pesadilla. Fíjense en la existencia crepuscular, resignada, incluso satisfecha del empleado de una estación de servicio en una carretera perdida al borde del bosque por la que circula un coche al mes, con una curva que oculta el misterio de los espacios sagrados, no hollados todavía por el hombre. O la oficina de la gran ciudad tras cuyos cristales (un cuadro en el cuadro) se vislumbra el ritual de una secretaria, parodia urbana de la jornada laboral. Espanta en ambos casos la sensación de normalidad corrompida que surge del relato.

O las casas-arquetipo, antropomorfas, construidas en los grandes espacios rurales del medio oeste americano, despobladas o con unos moradores que nada añaden a la consistencia del inmueble; casas sin el sendero que llega a la puerta, con unos habitantes que parecen no haber salido jamás de allí. Que llevan vidas aisladas, divergentes, incluidos los niños y los perros, una trasgresión insoportable de la inocencia.
Edificios llenos de influencias animistas que sugieren el enigma en un lenguaje que ignoramos, que haría peligrar nuestra cordura. Los hoteles y las cafeterías son aparte. Descontextualizados, no sabemos dónde estamos, sus huéspedes son símbolos del tedio y el desaliento. La potencia vital asociada a los viajes, a los lugares confortables, se transforma en apatía depravada, en mal presentimiento.   

O el agregado de individuos, ni siquiera un grupo, que toman el sol en un rincón perturbador. Máscaras impenetrables que tras una mirada atenta son imposibles de comparar con nuestros semejantes. Al mirarlos, fallan las categorías de la vida: quiénes son, dónde están, qué hacen, qué dicen, qué sienten, qué esperan… Sugieren la existencia de universos paralelos, de limbos peores que el nuestro. Lugares donde las flores susurran la palabra prohibida o los pájaros guiñan un ojo desde su jaula.

1 comentario:

  1. Una de las pruebas de que la exposición es impresionante es que da lugar a entradas como esta. En todo estoy de acuerdo, y sin embargo...

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