Resulta como mínimo curioso el libro del gran arquitecto Le Corbusier, La casa del hombre (La maison des hommes, con François de Pierrefeu, París, 1942). Son excelentes los diagramas e ilustraciones al hilo de la exposición. La lectura, animada por un estilo seductor (más valioso que lo meramente convincente), es una invitación a compartir una reflexión original.
Se trata de una utopía urbanística, anterior al final de la Segunda Guerra Mundial, surgida de la necesidad de reconstruir las devastadas ciudades europeas. Asombra que Le Corbusier evite otros factores condicionantes del proyecto (¡ni siquiera los menciona!) y se centre exclusivamente (y con infinita fe) en los principios arquitectónicos: ¡El motor de la historia la arquitectura, eh ahí la verdadera tesis del libro!
¡Nuestra vida es atroz, vivimos en las fauces, entre el jadeo de una bestia salvaje! Es precisa la demolición del urbanismo actual. (…)
La causa profunda de los trastornos sociales y personales en la actualidad es que los hombres están mal alojados. Hay que alcanzar un acuerdo que nos permita aprovechar los recursos del paisaje y la conquista de los placeres esenciales.
(…)
¡Por fin ha sonado la hora de construir desde una nueva visión a la medida del hombre!
Se trata de una utopía antropológica cuya principal referencia es la naturaleza (en medio de la gran confrontación bélica). Una teoría que no dudamos en calificar de protoecologista. Su propósito es la aproximación entre la arquitectura del futuro y las exigencias biológicas de la especie, las únicas consistentes.
Las nuevas casas deben ser máquinas de habitar, no de fabricar la desdicha. Deben proporcionar los tres placeres esenciales de la casa del hombre: luz, espacio, vegetación. (…)
¡Es preciso sellar un pacto con la naturaleza! La conformidad con el terreno y los nuevos materiales del edificio debe convertirse en biología pura. El provenir de la raza humana depende de este pacto. (…)
¡Volvamos a las ciudades concebidas como un inmenso organismo vivo!
Antes de entrar en materia
constructiva, el autor se dedica a demoler tres versiones del urbanismo:
La asfixiante línea del cielo neoyorquina.
El nuevo
urbanismo debe contar completa con la jornada de 24 horas. Algo ajeno a la vida
en Nueva York: vivir entre cañones y gargantas, haces de hormigueros humanos y
tráfico ensordecedor. Es preciso aprender a caminar por la ciudad. Lo que la
ciudad nos entrega son distancias quilométricas, gases venenosos y tumulto
asesino. (…)
Las
viviendas norteamericanas en la gran ciudad de los rascacielos: apartamentos
banales de un inmueble colectivo. En los materiales, en el perfil de las
formas, la precisión de las líneas, hay algo que recuerda el acabado impersonal
de una carrocería o el fuselaje de un avión. (…)
En América,
donde todo está absorbido por el interés de un juego ciego, se advirtió que se
había plantado el árbol cabeza abajo, con las raíces arriba, en la línea del
cielo de los grandes rascacielos.
Las deprimentes ciudades-dormitorio
europeas.
La lepra actual
es la fatal desarticulación del fenómeno urbano. Por ejemplo, el efecto
centrífugo de las ciudades dormitorio: el infierno de la circulación, gastos,
despilfarro… las ciudades dormitorio prosperan y París en consecuencia se vacía. París, un agujero lleno de casas guaridas de truhanes. Desmoronamiento
de las casas abandonadas. (…)
Uno de los errores más peligrosos de la humanidad, por cuya causa esta corre el riesgo de morir un día cercano, sería considerar el movimiento como la esencia de la vida: más bien sería su espuma y su residuo. (…)
Uno de los errores más peligrosos de la humanidad, por cuya causa esta corre el riesgo de morir un día cercano, sería considerar el movimiento como la esencia de la vida: más bien sería su espuma y su residuo. (…)
La
industria debe ser un gran espacio interior, no inmensamente lejano. No hay que
debilitar el cuerpo de la ciudad con la amputación de una parte de su sustancia
y no precisamente la menos noble: la vida obrera.
Las pretenciosas urbanizaciones de
pisos adosados.
Es preciso
desmitificar el más que discutible encanto y la autonomía imaginaria del piso
adosado con su pequeño jardín familiar. El vecino se encuentra a siete metros
de cada lado. La carretera pasa por delante de la casa. Son productos más
nocivos todavía que la distancia quilométrica de la ciudad dormitorio: esta
última, una vez recorrida, al menos se desvanece después de dejar detrás un
vacío no realizado y una estela de cansancio. (…)
Frente al
engaño de las ciudades jardín, bloques de apartamentos adosados, garitos
sembrados de tresbolillo o apretadas cuadrículas de madrigueras de conejo, hay
que reivindicar los bloques racionales de inmuebles, con su ubicación exacta y
las instalaciones que prolongan el alberge y constituyen el marco material del
equipo de salud de la ciudad.
Reivindiquemos la casa del hombre, que no es cárcel ni espejismo. El
espacio deben ser concebido como un organismo vivo, como una unidad integral
del hombre con el paisaje, la flora y la fauna, los cultivos, geografía,
demografía, cielo, historia, cultura, luz
solar… Necesitamos comprender el papel
real de la luz solar en la vida humana, como sucede con los animales o las
plantas. La auténtica partícula de Dios es el radiante fotón.
El ser vivo
no es otra cosa desde el punto de vista material, físico, que “un transformador
de energía solar”, según la fórmula feliz del doctor Pierre Winter. (…)
El hombre
es un producto de la energía solar. Son precisos estudios rigurosos sobre la
planificación de una jornada solar armoniosa como consecuencia de las reformas
urbanísticas: vivir todos los días en un equilibrio placentero. Lo contrario es
un despertar para el sufrimiento. (…)
El cuerpo
humano absorbe directamente la luz solar a través de la piel, a través de los
millones de papilas adaptadas a las vibraciones luminosas como pequeños
resonadores de precisión. La absorbe indirectamente a través de los alimentos
vegetales o cárnicos, que constituyen auténticas reservas de luz. (…)
Conquistemos
la luz solar frente a la oscuridad de la luz enferma de las ciudades, morada
del raquitismo, la tuberculosis, la neurastenia potencial.
La vida, un gran ciclo compuesto de
jornadas solares. Descubramos la nueva casa del hombre a partir de sus funciones esenciales:
producir, cultivarse, descansar.
Seamos
fieles a la regla del sol: el ciclo de las 24 horas y la radiación solar pueden
enseñarnos como construir nuestras casas. (…)
Restituyamos
el valor del ciclo solar, la melodía de la vida: trabajo, esparcimiento,
reposo. El trabajo es la energía consumida en un amplio flujo ininterrumpido en
beneficio del mundo exterior. El esparcimiento es la energía consumida según un
régimen ordinario más débil y regulable a voluntad en beneficio de la familia,
la amistad, la sociedad, el civismo y de uno mismo. El reposo: recuperación de
la energía consumida durante los otros tiempos.
Hay que
reivindicar los poblados primitivos, su imitación arquitectónica de los ciclos
naturales. La naturaleza ilumina las horas dedicadas a trabajar.
¡El hombre, supremo arquitecto del
universo, ordenador de las causas finales! La cultura, prolongación de la naturaleza a imagen y semejanza de sus leyes.
Hacer una
biología de la arquitectura, lo único que importa son las funciones biológicas
de la vivienda. Todo organismo muere cuando se arranca de su medio natural.
Hacer series de cosas a la medida de las series del cuerpo. Todo debe ser
planificado conforme a su finalidad. (…)
Buscar los puntos
de articulación de la morada y la calle. La ampliación del espacio vital, la
reconquista de la calle como el gran río de la vida. Convirtamos la calle una
gran red de venas y capilares por las que fluya la vida del organismo. (…)
¡Los
complejos de la administración pública y privada son el cerebro de la ciudad! Deben condensarse en un número reducido de edificios muy altos que forman una pequeña ciudad por sí mismos, un espacio que no sea proporcionalmente superior al que utiliza la naturaleza al reunir todas las células encargadas del mando en el reducido espacio del cerebro. (…)
La sociedad
se parece al hombre: la edificación de la nación al cuerpo humano.
El carácter mágico de los textos radica en que sabemos que son afirmaciones imposibles, pero su fuerza espiritual nos sobrepasa. No concebimos la refutación. Su verdad se salva por la finura y el carisma del autor.
El carácter mágico de los textos radica en que sabemos que son afirmaciones imposibles, pero su fuerza espiritual nos sobrepasa. No concebimos la refutación. Su verdad se salva por la finura y el carisma del autor.
[Le Corbusier y François de Pierrefeu, La casa del hombre. Barcelona, Poseidón, 1979]
No hay comentarios:
Publicar un comentario