Telépolis

domingo, 9 de febrero de 2014

El correo de las siete


A mi tía Mercedes

Recuerdo un viaje de Cuenca a Madrid para visitar a mis abuelos con los que pasaba las vacaciones de Semana Santa. Tenía quince años y aun me reconozco en aquellas impresiones. Algo muy raro y valioso. Mis padres se quedaron en casa con mis hermanos y me acompañó la tía Mercedes, hermana de mi padre, que iba a una revisión en la Fundación Jiménez Díaz. Mi tía prefería el tren correo al autobús de línea aunque tardara el doble por razones que sólo ella entendía.

El correo venía de Valencia y en teoría llegaba a la estación a las siete de la mañana. Allí estábamos con tiempo la señora mayor y el joven sonámbulo (titulo para un cuadro de Delvaux). La idea era llegar a Madrid a la hora de comer. El madrugón marcaba para el resto del día. Con más de media hora de retraso el tren asomó silbando. Salí del duermevela y subimos. Atravesamos un vagón de tercera con asientos de tabla; en la penumbra se adivinaban los rostros de Sorolla y de Daumier. Dos pasillos más allá encontramos el compartimento. Sólo quedaban libres nuestras plazas. Mi tía saludó en voz baja, colocamos el equipaje en la red del maletero, nos quitamos los abrigos y nos sentamos. El asiento, en ángulo casi recto, era rígido pero soportable. Una sensación de mareo me subía cuando miraba los ceniceros y los paisajes de la pared. La gente que venía de Valencia parecía en coma. Al vernos, unos levantaron la cabeza hundida, otros abrieron los ojos, todos se quedaron quietos como bustos. Resuellos sordos respondieron al saludo. Aunque nos tocaba ventanilla, mi tía no reclamó. Pasados diez minutos, el tren arrancó perezosamente; olía a tiznes y carbonilla; resonaron los goznes del mundo.

Primera parada en Chillarón, a siete quilómetros de Cuenca. Nada más misterioso que un tren lanzado en plena noche. Nada más confortable que la cabina de un coche cama. La imagen de Nabokov se refiere a los grandes expresos europeos, no al correo de las siete. Trasiego de viajeros. Órdenes, toses y portazos. Prohibido mirar las fotos de la pared. Hablamos en voz baja para no molestar: enfrente, (lo supimos después) un matrimonio que viene de visitar a su hija en Valencia. Boina y pañoleta, una caja de galletas atada con bramante, bolsa de anillas y maleta de madera. A su lado, dos soldados que vuelven al redil con los petates. A nuestro lado, una joven de Requena que va a Madrid a servir en casa de un notario. En el borde, un tipo trajeado sin afeitar, sombrío, sombrero en mano, que a veces abre las puertas correderas para ventilar. Se suceden las paradas, interminables. Reparto de las sacas del correo en cada estación.  

A las nueve entra el revisor acompañado de la pareja de civiles con mosquetones al hombro. Salimos de nuestra existencia latente. A las diez el matrimonio almuerza. Sacan de la red dos tarteras y una bota. Tortilla de patatas, filetes empanados y pimientos verdes. Quizás en el campo. Nos ofrecen amables pero rehusamos. La joven saca un termo de la bolsa y dos emparedados. Los soldados la petaca. El hombre acepta un taponcillo de coñac, enciende un purito  y sale al pasillo.
Mi tía, lenguaraz, aprovecha la ocasión. Quiénes somos, de dónde venimos a dónde vamos. El hombre es un animal social: lo prueba el lenguaje. La señora del pueblo se empeña en contarnos la boda de su hija. Fotos incluidas. Los soldados pegan la hebra con la muchacha que se muestra educada y distante. El caballero sonríe y calla.

Llegamos a Tarancón a las once. Pasa por el pasillo una señora con una gallina que pierde plumas atada por las patas. Parada de veinte minutos. Mucha gente baja al andén y entra en la cantina. Anís del mono, carajillo y tortas del pueblo. Son pringosas y contundentes. Mi tía compra por la ventanilla una docena  para los abuelos.

Reanudamos la marcha. El caballero se ha quedado en Tarancón. Salgo al pasillo y miro por la ventana. Prohibido abrirla. Se atasca. El paisaje hasta Madrid es de los más feos que conozco. Páramos grises, colinas yermas, cielos bajos y tierras en barbecho. Campos de Castilla. Oímos los reclamos de una rifa. Aparece un hombre cargado con ristras de caramelos y tiras de papel. Mi tía dice que compra los números por mí y los demás me miran. Sabe de sobra que no me gustan. Al cabo de un rato, el feriante anuncia que ha tocado en el tercer vagón y agradece la colaboración de todos, nos desea un buen viaje y se va. Su eco se pierde a lo lejos.

En la siguiente parada entra un cura en el compartimento. Dios bendiga a los presentes. Sotana ancha y capa negra en el brazo. Saca de su cartera un libro de oraciones que lee moviendo los labios. Mi tía le pregunta si va a Madrid. No, soy de Villarejo de Salvanés, contesta, voy a comprar en las tiendas de objetos sacros de la calle Mayor un folio de cuero rojo para encuadernar el misal de la parroquia que se ha roto con el uso. ¿Vas a misa los domingos?, me pregunta de sopetón. Todos, contesta mi tía; a la iglesia de San Francisco con sus padres. Sólo es verdad lo de mis padres. Me intimida. El año pasado me operaron de apendicitis en el sanatorio de San Julián. Antes de bajarme al quirófano entró un cura a confesarme. ¿Creía que era apendicitis? le dije. Se rió: lo hacemos siempre. No tengo pecados, le dije sinceramente. Al día siguiente, en los ejercicios espirituales del instituto (a los que no asistía) el mismo cura me puso como ejemplo de fe, esperanza y caridad. Mis amigos no daban crédito. Me costó años convencerlos. Me dio un caramelo envuelto en un papel de celofán que me guardé en el bolsillo. Al día siguiente lo encontré al sacar el pañuelo y se lo di a mi tía.

Antes de llegar a Madrid, voy al retrete a desaguar. Salgo, me estiro, miro las vías en la curva y avanzo pidiendo permiso. En el baño hay que sortear los charcos y evitar mojarte a ti mismo; resuenan las traviesas. El cha, cha, cha del tren. Huele a orines. Presiento una arcada y salgo deprisa.  
Entramos en la estación de Atocha a la una. Despedidas breves. El cura nos bendice a la carrera. Estoy aterido, entumecidos los remos, las defensas bajas, acechan las anginas. Bajamos. Rumores entrelazados, saludos, abrazos, palmadas en los hombros, mozos de carga y ofertas de pensión… Mis abuelos nos esperan con el taxi en la puerta. Rumbo a la vieja casa de Tutor. Con suerte este fin de semana me llevará al Calderón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario