En Cuenca al tirachinas lo llaman gomero. El gomero de Victoriano es el único objeto de mi infancia que me gustaría encontrar en la buhardilla de mis padres. No hablo de un artefacto fabricado en serie, con una horquilla de aluminio, unos elásticos amarillos y un soporte de plástico, sino de un auténtico gomero artesanal, hecho a medida en madera de pino, con gomas de caucho vulcanizado y badana de cuero curtido.
Esta es su historia.
Cuando tenía nueve años pasé las vacaciones de verano en casa de mi tío Gustavo en Valverde del Júcar, un pueblo de la provincia de Cuenca. Mi tío llevaba una fábrica de aceite propiedad de los hermanos. Allí conocí a Victoriano, el hijo del dueño del almacén de coloniales. Teníamos la misma edad y había vivido siempre en Valverde. Sentados en el patio de la almazara, escuchaba hipnotizado: el colegio, los vestidos, las comidas, las calles, los escaparates de Madrid. Nunca preguntaba nada. Victoriano me enseñó los secretos de la vida en el campo: pescar con caña en el río Gritos, montar en la trilla para separar el grano de la paja, encontrar nidos de pájaros, coger arzollas, hacer jaulas de junco para los grillos, encender una hoguera, tirar con el gomero… Tenía una puntería increíble. No había botella ni lata que se le resistiera. ¡Tiraba a los gorriones al vuelo!
Mi iniciación con el gomero fue muy parecida a esas escenas de las películas del oeste en las que el pistolero le enseña al novato cómo coger el revólver, apuntar y disparar. Se asombraba de mis modos de paleto madrileño. Tras dos semanas de paciencia hice algunos progresos. Conseguí darle al tronco de una morera a unos quince metros. Victoriano acertaba a las hojas de la copa. Donde ponía el ojo ponía la piedra. Un artista.
Nos hicimos amigos inseparables. Al terminar el desayuno me esperaba cerca de mi casa. Le dije a mi tía que le invitara a pasar pero prefería quedarse fuera, en un banco de la calle. Siempre tenía algún plan. Un día me probé el traje blanco con turbante que se ponía en las fiestas de moros y cristianos. Salimos a la plaza con trabuco y estandarte musulmán, en olor de multitud, hasta que los guindillas avisaron a su madre. Mi tío se partía de risa cuando se lo contó el alcalde, pero a Victoriano le zurraron. Para congraciarnos con sus padres subimos al palomar de mi familia, sacamos dos pichones de los nichos y se los llevamos. Por la noche los pájaros volvieron al nido. Esta vez me zurraron a mí.
A veces nos acompañaban sus primas Alba y Consuelo, más pequeñas que nosotros. Presumían de haber hecho la primera comunión. Nos convencieron para que comulgáramos sin decir nada a nadie. "Solo lo sabrá Jesús", cantaron a coro. Ante mis dudas, Alba me dijo que si quería ponerme un traje de marinero y hacer un convite también podía con la segunda comunión. Consuelo añadió que el padre de Victoriano no pisaba la iglesia y no tenía por qué enfadarse. Lo intentamos en la misa del domingo pero el cura nos reconoció y pasó de largo. Al salir, las primas se rieron de nosotros. Siempre nos sacaban dos cuerpos. Don Augusto, el párroco, se lo contó a mi tío y me advirtieron que no volvería a ver a Victoriano si se repetían las gracias.
¡Nunca olvidaré aquel mes de Julio! Aire, agua, tierra y fuego en proporciones mágicas. A lo largo de mi vida he conocido la felicidad con mayúsculas diez veces. La segunda es esta. Cuando se acabaron las vacaciones, la víspera de mi partida, Victoriano me hizo un regalo muy especial: su gomero. No me atrevía a cogerlo. Hasta que me lo metió en el bolsillo y se marchó. Mi tío frunció el entrecejo pero no dijo nada.
Durante aquel invierno el gomero desapareció tras una queja del profesor de mates a mis padres. Por más que estudié y supliqué no pude recobrarlo. Creo que lo perdieron y no sabían qué decir. Desde entonces las matemáticas han sido para mí un drama. Lo busco por todos los rincones, por las tiendas de antigüedades, por el rastro y por los pueblos de la provincia de Cuenca cuando voy en verano. Tengo una pequeña colección, aunque ninguno es igual. Nunca he vuelto a ver a Victoriano, pero no pasa una semana sin que me acuerde de mi amigo.
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