La obra de Kafka surge del mito hebreo del pecado original y es la metáfora de una culpabilidad universal sin objeto ni redención. Una culpa tan antigua que se mide en eras y tan ancestral que los hombres han olvidado sus huellas (si es que alguna vez las siguieron); por eso sus libros parecen inmensas parábolas sin clave.
Cada frase invita a revelar su sentido… pero no nos atrevemos a hacerlo. Lo que se ofrece no es la solución de una fábula sino la suspensión permanente del juicio. La tesis de Kafka es la oscuridad de la existencia. En una celebrada ocasión, su amigo Max Brod le preguntó:
- ¿Existe, entonces, esperanza fuera de esta manifestación del mundo que conocemos?
- Kafka sonrió más allá de la insulsa cuestión: Sí, bastante esperanza, infinita esperanza, pero no para nosotros.
Sus escritos apuntan al sentimiento de la infinita distancia que nos separa de cualquier orilla, incluso de la más inhóspita. Los intentos de interpretar su obra –dice Adorno- la han rebajado a la condición de oficina de información sobre la condición del hombre (eterna o actual según los casos) y que, satisfecha o sabihonda, elimina precisamente el escándalo deseado.
¿Qué representan el castillo y la aldea, los funcionarios y los habitantes, el descenso de ciertos funcionarios a la aldea y viceversa? Sugieren significados que proceden del inconsciente colectivo, familiares, atávicos, pero cuanto más los pensamos más impenetrables se vuelven. Lo mismo ocurre en El proceso con el mundo de las causas judiciales, los expedientes, las densas estancias de los tribunales, la existencia crepuscular de los acusados y las catervas de abogados inútiles. Pero el enigma más famoso es el insecto en que se convierte Gregorio Samsa al despertar una mañana, tras un sueño intranquilo, en La Metamorfosis. Se ha interpretado como un alegato contra la crueldad de la familia burguesa. Pero en cuanto aceptamos cualquier versión, el aura se desvanece. La traslación del simbolismo a la vida social sólo sirve para cubrirla de grises. La verdad de la narración en Kafka sólo acontece en una lectura que acepta un misterio que permanece para siempre. En su obra se cumple más que en otras la máxima de que nada resulta evidente en el arte.
Walter Benjamin comienza su ensayo Kafka, en el décimo aniversario de su muerte con una anécdota.
Se cuenta que Potemkin sufría de depresiones recurrentes durante las cuales nadie se le podía acercar y la entrada a su estancia estaba severamente prohibida. En la corte no se hablaba nunca de esta enfermedad, porque se sabía que cualquier comentario desagradaba sobremanera a la emperatriz Catalina (amante del gran estadista).
Una de las depresiones del canciller fue particularmente larga. Provocó serios inconvenientes. En los despachos se acumulaban documentos oficiales que no podían seguir su curso sin la firma de Potemkin y sobre los cuales la zarina exigía decisiones inmediatas. Los altos funcionarios no sabían qué hacer. En estas circunstancias, el pequeño e insignificante copista Shuvalkin llegó por azar a las antecámaras ministeriales donde los consejeros se hallaban reunidos como de costumbre para protestar y quejarse. “¿Qué ocurre, excelencias? ¿En qué puedo servir a vuestras excelencias?”, preguntó el solícito Shuvalkin. Le explicaron la situación, lamentándose de no poder utilizar sus servicios. “Si es sólo eso, mis señores –respondió Shuvalkin- les ruego que me den los documentos". Los consejeros, que no tenían nada que perder, accedieron y Shuvalkin con el fajo de papeles bajo el brazo se dirigió a través de las galerías y corredores hasta el dormitorio de Potemkin. Sin llamar a la puerta ni detenerse en el umbral, puso la mano en el picaporte. El cuarto no estaba cerrado. En la penumbra, Potemkin se hallaba sentado en la cama, desaseado, envuelto en una bata grande, royéndose las uñas; Shuvalkin se acercó al escritorio, mojó la pluma en el tintero y, sin decir palabras, tomó un documento al azar, lo colocó sobre las rodillas de Potemkin y le puso la pluma en la mano. Tras echar una mirada ausente al intruso, Potemkin firmó como en un sueño; luego, firmó otro documento y otro y luego todos. Cuando tuvo en la mano el último, Shuvalkin se alejó sin ceremonias, tal como había llegado, con su dossier bajo el brazo. Con los documentos en alto, en un gesto de triunfo, Shuvalkin entró en la antecámara. Los consejeros se precipitaron a su encuentro, quitándole los papeles de las manos. Con la respiración contenida se inclinaron sobre los documentos; ninguno dijo una palabra; permanecieron como petrificados. Nuevamente Shuvalkin se acercó a ellos y nuevamente se informo de la causa de su consternación. Entonces sus ojos también vieron la firma, Un documento tras otro estaban firmados: Shuvalkin, Shuvalkin, Shuvalkin…
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