Telépolis

domingo, 15 de mayo de 2016

Casinos de provincias


Me encanta el relativismo cultural porque permite descubrir el discreto encanto de otros países. Por ejemplo, los clubes ingleses, a los que dedicaré una entrada. Lo más parecido a un club inglés en esta España nuestra son los antiguos casinos de provincias cuya mejor versión literaria es el de Vetusta en La Regenta donde se reunían las fuerzas vivas para despellejar a los ausentes, deshacer entuertos, hablar de mujeres y, si se terciaba, perder a la hermosa Ana Ozores. Por la ley de asociación de ideas de Hume me viene a la cabeza la canción del conquense José Luis Perales, Cosas de Doña Asunción, en la que con pocas palabras se retrata la lengua viperina de la España profunda:


Son las cinco de la tarde
comienza la reunión
la partida de canasta
la charla de religión,
la maestra, el boticario
el cura y Doña Asunción
el café de media tarde
y algo de conversación


Tras la legalización del juego con la democracia, los casinos de las grandes ciudades, como el madrileño de Torrelodones, se han convertido en máquinas tragaperras, en lugares de ocio y crujir de dientes (o ambas cosas). Flotan en el aire las bajas pasiones. ¡Algunos ludópatas compulsivos firman un papel para que no les dejen entrar! También acude a mi mente la película Casino de Scorsese situada en Las Vegas de la edad de oro, cuando jugarse las pestañas en la ruleta o al black jack era todavía una ocupación decente. ¡Cuántas veces la he visto, con su comienzo irreverente a los compases del coro final de La Pasión según San Mateo!
Mi padre era socio de El Círculo de la Constancia, el Casino de Cuenca. Tampoco estaba mal. El nombre requiere una explicación. Los fundadores decían que la virtud principal del casinero era perseverar. Solo para hombres: todas las tardes de lunes a viernes, después de la oficina y comer a marchas forzadas se imponía huir del hogar, salir a la calle con el plátano en la boca y pasar la sobremesa en los sillones del casino: podías echarte la siesta en un rincón solitario tras hojear El Caso o jugarte el café, copa y puro sobre el tapete. Nada de política excepto el NODO, decir las mismas cosas a la misma hora, volver a casa a las siete para sacar a la señora a dar el paseíto por la calle principal, saludar a los mismos y cerrar el círculo para alcanzar el secreto de la intemporalidad.
La Constancia era un sólido edificio de tres plantas que hacía chaflán frente al Parque de San Julián. En los años setenta lo compró para sede la Caja de Ahorros de Cuenca y Ciudad Real y aunque se refundó en los bajos del Hotel Torremangana no fue lo mismo. Se entraba por una puerta giratoria alfombrada. Accedías a un gran hall circular que repartía las estancias y una escalera barroca que subía al primer piso. A la derecha estaba el conserje al que saludabas por su nombre y el guardarropa atendido por una señora con cofia y delantal. Después, a medio camino, una puerta doble con cristales emplomados normalmente cerrada llevaba a una amplia estancia que servía de salón de actos en las juntas generales y de comedor en las bodas. Allí se celebraba el cotillón de Nochevieja, mi recuerdo favorito: las luces brillantes de las arañas, el blanco dominante, la corriente de las conversaciones y los trajes de fiesta que nos calzaban; y, sobre todo, el caso que hacían a los niños. El resto del año los padres estaban en modo década de los cincuenta y pasaban de nosotros. Antes de la cena había una función con payasos que al acabar repartían mesa por mesa las fruslerías que los padres nos habían comprado. Cuando el presentador anunciaba el nuevo año empezaban los abrazos, las narizotas y quevedos, los matasuegras y las cortinas de confetis. La orquesta de ocho músicos, como la del Titanic, se arrancaba a los acordes vibrantes de El gato montés para abrir el baile de gala. No paraba de tocar hasta al amanecer. La fiesta terminaba con el clásico chocolate con churros para resucitar los cuerpos gloriosos. Después de tomar las uvas y el champán (los niños un sorbito de sidra El gaitero) y probar el turrón de yema o coco, los padres nos llevaban a casa y volvían. La abuela o una tía solterona nos quitaba el traje y nos metía radiantes en la cama. Nunca supe si mis padres se quedaban hasta el final del cotillón.
A ambos lados de la escalera del hall se abrían unas puertas gemelas. La de la izquierda daba a un corto pasillo con el servicio de caballeros (me falla la memoria con el de señoras), una estancia más y, en ocasiones, el centro de la reunión. Me llamaba la atención, las veces que coincidimos, el ritual inverso del padre de uno de mis colegas: entraba silbando, se lavaba las manos, vaciaba la cisterna, hacía pis y se iba tan contento. Al salir compraba un paquete de Ducados a la cerillera que se interesaba: ¿Cómo está la señora, Don Ángel? Mejor que nunca -respondía-, es longeva como su madre, soy el primero de sus tres maridos. El pasillo acababa en una escalera de servicio que bajaba al sótano donde nunca estuve. Cuento por boca ajena que allí se acumulaban periódicos y revistas del siglo pasado, muebles cubiertos con sábanas, archivadores de metal, ¡disfraces!, bustos de insignes locales y marcos polvorientos. Por la puerta de la derecha, lo primero que te encontrabas era un espacio abierto con diez filas de asientos y un televisor en blanco y negro. Muy pocos tenían tele en su casa, era un lujo. Allí se reunían los socios para ver los concursos, las series, los partidos del Madrid o las noticias. Mi jugador favorito era Ramallets, el portero del Club de Fútbol Barcelona (nada de Barça). A continuación la cafetería con una barra de quince metros de largo (lo que se llevaba entonces) y tres filas de baldas con espejo detrás llenas de botellas de todas las marcas. Al fondo, había un espacio central acristalado que daba a un pequeño jardín con árbol digno de un cuadro. Atendía la barra un experto barman y su pinche. Nada de camareras. A mediodía, algunos socios se escapaban del trabajo (en Cuenca todo queda a mano) para tomarse un vermut blanco con ginebra y aceituna rellena, la especialidad de la casa. La cafetería era el sitio donde las señoras se sentían a sus anchas. Tampoco es que tuvieran prohibido el acceso a otras dependencias pero por razones seculares era muy raro verlas. Los sábados por la noche podías alternar con los famosos de Cuenca. Allí mi tío Tavo, más adelante, me presentó a Coll, amigo suyo, que era exactamente igual que cuando actuaba con Tip, los mismos chistes, retruécanos y boutades. También te podías encontrar a Mari Carmen la de los muñecos con un coctel en la mano rodeada de buscadores de oro, y a Luis Ocaña, el ciclista de Priego ganador del Tour, muy alto y moreno que bebía agua mineral y hablaba con acento francés…
En la primera planta estaban los despachos de gestión con puertas macizas de roble, las mesas de billar con luz directa de pantalla y humareda de puro (prohibido entrar a menores de cuarenta) y la sala de juego privada: decía la leyenda que en ciertas épocas del año, sobre todo en la ferias y fiestas de San Julián en Septiembre, se daban cita jugadores venidos de muy lejos para apostar sumas fabulosas. El juego estaba prohibido. Se cuenta que varias veces entró la policía a parar la timba. Según parece, un sistema de timbres avisaba con tiempo y cuando llegaba solo se jugaba a las damas y al parchís. Conocíamos a A.R. un joven profesional del naipe que había estudiado con nosotros en el Instituto Alfonso VIII. Lo invitábamos a un gin tonic -el conserje lo miraba sin mover un párpado- y después jugábamos al póquer tapado (se dejaba hacer amablemente). Los viejos sabían quién era y evitaban saludarlo. Era un artista. Barajaba, repartía y nos cantaba las cartas que llevábamos. Se partía de risa con nuestras caras de asombro. ¡Lo vuestro son las matemáticas y lo mío la magia. Es muy fácil, sólo es cuestión de fe, decía! Otro rumor se refería a los tratos de ciertos socios muy señalados con damas de dudosa reputación. Aquello rozaba la epopeya. Los devaneos cortesanos coincidían con la liquidación anual de las cosechas de trigo y girasol en la provincia; se acabaron (o se corrió un tupido velo) cuando Don Inocencio, obispo de la diócesis, se enteró de que un sobrino suyo, cacique de la Alcarria, estaba en la lista de ovejas descarriadas. Uno de sus seis hijos, concejal de derechas y urbanita de adopción, fue el autor muchos años después, en un pleno del consistorio conquense donde se criticaba el paso del tren de alta velocidad por la región de su padre, de la frase lapidaria que tanto escoció a sus paisanos: No entiendo de qué se quejan los ecologistas, si el AVE es lo más bonito que tiene la Alcarria... Detrás de estas sabrosas tramas (nadie lo dudaba) estaba el factótum del casino, Simón, bajito, panzudo y con cara de sabueso, al que trataban con respeto hasta los miembros de la junta directiva. Iba y venía, llevaba y traía, hacía y deshacía. A nosotros nos ignoraba y si alguno con patente le hacía señas, algo serio se cocía entre bambalinas. Simón era quien organizaba, con el visto bueno de la superioridad, las reuniones secretas que se celebraban en los despachos del segundo piso para tratar los repartos de cargos en la Diputación, nombrar al hermano mayor de la Junta de Cofradías o elegir al presidente de la Unión Balompédica Conquense. Esos sí que eran la casta.

En la planta baja, a la izquierda, estaba la sala de juegos inocentes, sobre todo el mus, en la que recalábamos mis amigos y yo después de comer para echar unas manos y sobre todo para ver a los maestros, Barrasa, Caraballo, Auñón, Medina y otros. Todo lo que hacían (¡envido, envido y a los pares cinco envido!) nos parecía magistral. Lo cierto es que llevaban treinta años haciendo las mismas genialidades por lo que al final todo consistía en una rutina de dichos para pegar con la maza. Dejé muy pronto el mus porque no me gustan los juegos de cartas, soy nulo, no presto atención, pierdo siempre y me aburren mortalmente. Además solo se hablaba de mus; si alguien cambiaba el guión, un silencio gélido lo hacía desistir. Aquellas tardes fueron la mayor pérdida de tiempo de mi vida. Finalmente, mis padres se cansaron de mis hábitos itinerantes y me prohibieron ir al casino durante el curso. Una bajada imprevista de notas fue la excusa. Se acabó la vagancia. Cabezada y a estudiar. Tampoco me importó mucho, al contrario.

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