Telépolis

domingo, 29 de mayo de 2016

Los Stradivarius del Palacio Real


Todo en los Stradivarius es leyenda. Su estampa esbelta, su finísimo acabado, la madera tornasolada, la etiqueta con la firma, el año y el lugar donde fueron construidos… Más de tres siglos de historia los contemplan. Simbolizan el arquetipo jungiano de LA PERFECCIÓN. De los mil doscientos que fabricó Antonio Stradivarius (1644-1737), el gran luthier de Cremona, quedan seiscientos cincuenta conocidos. Se supone que algunos no catalogados pertenecen a coleccionistas privados que por distintos motivos no los sacan a la luz. Otros aparecen en los lugares más inesperados, como el que se encontró en buen estado por los años setenta en un prostíbulo español. En 2006 saltó la noticia de que un campesino colombiano era el propietario desde hacía medio siglo de un Stradivarius fabricado en 1713 y valorado en 1,5 millones de dólares. Lo consiguió a cambio de tres sacos de café y a pesar de su condición social no quiso venderlo por "motivos sentimentales". Son muy sonados los robos. La página del FBI incluye entre los objetos de arte más buscados el Davidoff-Morini Stradivarius, tasado en tres millones de dólares, que desapareció en 2005 del apartamento de Erica Morini en Nueva York. Nunca más se supo. Los precios que alcanzan en las subastas son mareantes.
El llamado Lady Blunt (debe su nombre a Anne Blunt, nieta de Lord Byron y propietaria del violín durante 30 años) pertenecía en 2011 a la Nippon Music Foundation hasta que fue subastado en la Casa Tarisio. Alcanzó el precio más alto hasta ahora: 16 millones de dólares. Hay teorías sobre las causas de su excepcional sonido: su barniz único, el lavado y secado de las maderas de arce y abeto, las conjeturas románticas del tronco de árbol sacado del río o la utilización de las cuadernas de barcos hundidos. Otras todavía son más extravagantes. Circulan por la red con una solvencia pasmosa. Según parece, la explicación más sensata es la presencia de partículas metálicas en la madera, lo que sugiere que Stradivarius utilizó en su taller disoluciones de sales minerales para conferir a sus instrumentos la intensidad sonora que los caracteriza.

Aceptamos, por tanto, que cuando escuchamos un Stradivarius lo hacemos desde un marco de creencias y supuestos. Prejuicios (en el sentido más neutral del término). Son los ídolos del foro del filósofo Francis Bacon o los constructos de la psicología cognitiva que anticipan el significado de la percepción. De acuerdo; pero es imposible renunciar al mito. Un punto de magia resulta irresistible. Los mitos nos rodean. La sabiduría consiste en atender a los que nos devuelven a la edad de oro, al paraíso perdido, a la región de la inocencia y la felicidad. Et in Arcadia Ego: renunciemos por una vez a la losa del sentido común (un buen aficionado a la música no tiene competencia para distinguir un Stradivarius de otro violín) o a la eficiencia de la tecnología (la fabricación de violines de gama alta es tan depurada que ni los profesionales los diferencian con rigor). Ignoremos a los luthiers aguafiestas partidarios de que los violines actuales superan a los Stradivarius o Guarnerius, que han sido retocados, restaurados, barnizados muchas veces o con desperfectos imposibles de reparar. Huyamos de los científicos de la Universidad de Minnesota que han recurrido a escáneres de tomografía axial (sic) y otros artilugios para violar las intimidades de un Stradivarius. El misterio permanece. Mucha jerga físico-química y pocas conclusiones fiables. Los datos de tan prosaicos manejos han permitido a los de la bata blanca construir una copia exacta del violín… pero no sonaba igual. En realidad, ningún Stradivarius suena igual a otro. Las leyes científicas no valen. El artesano italiano representa la antítesis de cualquier proceso de reproducción en serie. Fabricaba sus instrumentos ad hominem, pensando en el intérprete. Se adaptaba a las virtudes y exigencias del personaje. Se trata de piezas únicas con unas características especiales. Cada violín tiene unos rasgos tímbricos irrepetibles.
Grandes violinistas del siglo XX como Yehudi Menuhin, David Oistrakh o Jascha Heifetz estaban de acuerdo en que no era fácil entenderse con un Stradivarius. Era preciso ganárselo a pulso. Se requería paciencia, ensayos y versatilidad para que el instrumento entregara sus tesoros sin condiciones. Parecía que sentía nostalgia por su primer dueño, que rechazaba al intruso que se atrevía a suplantarlo. El proceso recuerda los fragmentos de un discurso amoroso.

Cuando el maestro de Cremona desapareció a los noventa y tres años, sus seguidores continuaron la tradición pero no alcanzaron su excelencia. Además han circulado numerosas falsificaciones con suerte desigual. Pues bien, la colección de Stradivarius más valiosa que existe en el mundo es el conjunto de cuatro instrumentos (dos violines, una viola y un violonchelo) llamados españoles, palatinos o de la Colección Real. Están fechados por este orden en 1709, 1709, 1696 y 1697, se conservan en el Palacio Real de Madrid y pertenecen a Patrimonio Nacional desde que Carlos III los adquirió en 1772. Se estima a la baja que el valor de cada pieza oscila entre veinticinco y cuarenta millones de dólares (el violonchelo es la pieza más valiosa). Están expuestos en una sala del Palacio Real donde se pueden admirar en todo su esplendor. Copio de la publicación de Patrimonio Nacional:


El propio Stradivari decoró algunos de sus violines primorosamente, fileteando el contorno de las tapas superior e inferior con incrustaciones de marfil y cubriendo de arabescos y figuras de animales y de cupidos los aros y clavijeros. De estas maravillas han llegado a nuestros días únicamente once. No hay más. De ahí su incalculable valor. Lo verdaderamente importante desde el punto de vista musical es que el cuarteto de la colección Real de Madrid es, propiamente dicho, el único conjunto de instrumentos de cuerdas, ornamentado o no, creado por Stradivari como conjunto, con el propósito de que sonaran a la vez. No son cuatro instrumentos reunidos por coleccionistas, sino un cuarteto, un conjunto, y nació para serlo. Lo que significa que en este caso –y solo en este- la consecución de un color sonoro común, que es una de las tareas más difíciles que afrontan los cuartetistas, no es solo cometido de ellos, sino también, a trescientos años de distancia, del constructor de los instrumentos.


Por cierto, en 2012, durante una sesión fotográfica, el violonchelo se cayó al suelo y se partió el mástil. ¡Como lo cuento! Por suerte era la única parte no original del instrumento que fue cambiada un siglo después de su construcción a causa de las tendencias musicales del momento. El violonchelo ha sido restaurado por el mejor luthier italiano actual, incluso mejorado, según fuentes de Palacio. Entre todos hemos pagado con gusto la factura.

El día 18 de mayo asistí al último concierto del cuarteto palatino que Patrimonio Nacional programa periódicamente en el Salón de Columnas del Palacio Real de Madrid. Como subraya el encargado de la colección: es imprescindible tocarlos, mejoran con el uso y al contrario si no se ejercitan les pasa lo que un pura sangre: pierden la forma. Estar allí es un privilegio. La mayoría de las entradas se distribuyen por invitación y solo una cuantas pueden adquirirse por internet. ¡Imagínense lo que duran! El concierto estaba a cargo del Cuarteto Gewandhaus, uno de los más antiguos y prestigiosos de Europa. Interpretó un cuarteto de Mozart, otro de Franz Schubert, un movimiento de otro cuarteto también de Schubert y, del mismo autor, un bis. Estas son mis impresiones, en realidad opiniones profanas, influenciado por los idola fori de la leyenda.

Lo primero que sientes en ese marco incomparable es la amplitud sonora del conjunto, su potencia increíble, su fuerza viva. En los pasajes “más sinfónicos” del cuarteto de Schubert parece que toca la sección de cuerda de una orquesta. El Salón de Columnas, el Palacio Real, se llena de una paleta sonora inabarcable. Es conmovedora la expresividad exquisita de cada instrumento, especialmente del violín solista. Los fraseos y variaciones ponen al público en vilo y las intervenciones del violonchelo son un capítulo aparte: surge dominante un sonido profundo, aterciopelado que parece venir de otra época. A su vez, la viola, con un timbre intermedio, se libera en menos ocasiones de las que nos gustaría de la compañía dominante de los violines para mostrar en soledad sonora sus acentos suaves, recogidos y algo melancólicos. Finalmente, hay que señalar la exquisita armonía y conjunción del ensemble cuando encadena una melodía concertante. Uno para todos y todos para uno. Dicho de otro modo: una auténtica gozada.

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