Mientras que las demás artes son asequibles al consumo genuino ya que sus lenguajes técnicos son, en mayor o menor grado, traducibles al lenguaje común (libros, conferencias, programas, vídeos) la música comporta un mundo aparte de significados estéticos. Me refiero al amante de la música culta que no posee conocimientos especializados. Es evidente que la traducción del lenguaje musical al natural por medios similares a los descritos resulta incompleta, funciona a medias y obtiene resultados dudosos. Hay distintos tipos de aficionados a la música: el crítico de prensa que sin haber pasado por el conservatorio “oye de oídas” con fundamento un estreno, el melómano informado en revistas y blogs que sigue de forma permanente eventos y ediciones discográficas que aprecia con criterio, el aficionado informal al que le gustan determinado géneros, obras, intérpretes o instrumentos y, por último, el oyente fiel que pone un disco en su cadena como complemento de la lectura de una novela o del trabajo en el ordenador. Su emisora favorita suele ser Radio Clásica de RNE. Este último, tan frecuente (y en absoluto criticable) es un auténtico experto en el hábito del “escuchar desatento”, algo que, por lo demás, también les sucede con frecuencia al resto de los mortales… excepto a los que son capaces de seguir con rigor los matices de una partitura tras haber concluido (y perfeccionado) su formación en los Conservatorios Superiores de Música.
Las personas de las que más he aprendido a disfrutar de la música clásica han sido tres amigos de juventud. José Ignacio Sabau, que me invitaba a su casa muchas tardes de verano a la hora de la siesta a comparar versiones de obras muy conocidas, El Mesías, La Novena, La Misa en si menor de Bach, la Cuarta de Malher, etc. Ángel Carrascosa, que dirigía de forma arrebatadora en la sala de música de la Residencia Universitaria Augustinus con una batuta que le había regalado en su camerino Rafael Frühbeck de Burgos el último disco que se había comprado. También organizaba audiciones con críticos, musicólogos e incluso solistas de orquestas; y, por último, Alfredo Santervás que me incluyó en el grupo de estudiantes de la residencia que asistían regularmente desde las butacas de paraíso a las matinées dominicales del Real.
El género preferido de la mayoría de aficionados a la música clásica es la ópera. En general, todos tenemos un oído normalito tirando a regular aunque a fuerza de insistir hemos conseguido domarlo un poco. La razón de esta elección es que la ópera incorpora un componente argumental o libreto y una puesta en escena que nos permite comprender mejor los elementos musicales. Lo cual no impide que incluso en las óperas de repertorio los aficionados de cualquier pelaje nos enfrentemos a largas travesías del desierto en las que nos dedicamos a contar las bombillas de la araña central de la sala.
- Ciento diecinueve le dije a mi mujer un día en el Teatro del Liceu tras padecer un largo pasaje del Pélleas et Mélisande.
- Ciento veinte si cuentas la fundida, me contestó…
O a desviar el sentido melódico de ciertos motivos orquestales hacia estilos o fragmentos con los que nada tienen que ver, a disfrutar parcialmente de la belleza de un aria o quinteto cuya recóndita armonía nos perdemos; o a falsear el pathos de ciertas situaciones líricas o dramáticas con extrapolaciones personales o literarias. Es normal. Pero en fin, aceptemos nuestras limitaciones y cada uno a su modo se reconozca en la hermosa frase de Nietzsche de que sin música la vida sería un error.
Incluyo como pequeño homenaje un bello fragmento escrito por una alumna mía que al finalizar los estudios de Bachillerato eligió (y terminó) la carrera de música en el Conservatorio de Madrid.
EL TRIÁNGULO
Aquel día después de la última clase, salí con mis compañeros a dar un paseo como de costumbre para desconectar del trabajo. Las calles y las tiendas estaban a esa hora repletas de gente. Era un día de mayo soleado que invitaba a pasear aunque hacía calor y eso fue lo que nos animó a entrar en un bar junto a la Plaza de Oriente para tomar una cerveza y charlar. El escenario no podía ser más espectacular, a la izquierda se percibía la grandeza del Palacio Real que por su blancura unida a la luz del sol adquiría un tono plateado. Enfrente, el teatro de la ópera. En sus laterales se podía ver grandes carteles que caían desde lo más alto anunciando el Barbero de Sevilla.
Me sentía feliz porque el profesor valoraba mis progresos. Mi nombre es Nerea. Me matriculé en el conservatorio hace años y curso la especialidad de percusión. A esta tarea dedico muchas horas del día y este es mi último año de carrera.
Al mediodía, nos despedimos, regresé a casa y al llegar al portal recogí, como de costumbre, la correspondencia del buzón. Hacía tiempo que no lo abría así que me encontré con un lío de cartas del banco, otras de publicidad y algunas postales, pero había una que me dejó atónita. En el encabezado del sobre se podía ver el membrete de la orquesta de la RTVE.
Abrí la carta y cuál no sería mi sorpresa cuando supe que era personal. Leí la introducción explicándome los motivos: me invitaban a formar parte de una orquesta que reuniría a jóvenes músicos de toda España bajo la dirección del titular de la Orquesta de la RTVE para intervenir en el concierto Vive Wagner junto con el Orfeón Donostiarra y otro conjunto de coros el día 12 de octubre. Me metí en mi cuarto y me puse a contemplar y a tocar mi instrumento, una pequeña pieza de metal brillante, de aspecto peculiar pero que destacaba en cualquier lugar. La cabeza me daba vueltas ya que me esperaban muchos días de trabajo; lo dejé de momento a un lado y me puse a rebuscar en mi cajón de partituras. A pesar del desorden, en el fondo de un cajón apareció Gesegnet soll sie schreiten de Lohengrin, la obra que el director me había encomendado para la ocasión. Empecé a leer la partitura con mucha atención hasta encontrar el punto donde tenía que entrar y el tiempo que duraba mi actuación. Respondí sin dilación a la carta para aceptar y agradecer la invitación.
Durante varios días, nuestro profesor del Conservatorio nos preparó a conciencia para los ensayos que tendrían lugar en el Auditorio Nacional de Música de Madrid. Al poco tiempo comenzaron y para calmar los nervios solía ir caminando con mi instrumento bajo el brazo. Fueron días de mucho estrés ya que nunca había tocado con tantas personas aunque acabé por acostumbrarme. Veía al director en el atril desde un lateral; tenía un aspecto imponente. Era de carácter reservado, bastante exigente y a veces se enfadaba sobre todo cuando algún violinista entraba a destiempo; y si algún ensemble no le complacía, paraba la obra y nos hacía repetir una y otra vez: sin embargo, cuando le gustaba sonreía, bromeaba y además nos animaba con bromas. Vuestro profesor de composición me ha dicho que lo habíais ensayado hasta quedaros sin dedos. Y llevaba razón…
Por fin se celebró la gran noche del concierto. Todos los participantes entramos al escenario despacio, vestidos de negro de uno en uno y yo me dirigí al lugar asignado, casi en una esquina junto a la batería y detrás del segundo grupo de violines. Era difícil describir lo que se podía sentir al ver a media luz toda la orquesta engalanada con los instrumentos en reposo, los coros alrededor y el orfeón en la parte central vestidos de blanco. El público nos dirigía sus miradas complacido y expectante. El concierto transcurrió con gran éxito. Más de la mitad del aforo eran familiares y amigos. La orquesta y los coros se llevaron los aplausos y bravos del público al final de cada pieza. Pero fue ese instante antes del final de la segunda parte, cuando el director me señaló con su batuta, esos cinco segundos que me ofreció la orquesta para mostrar mi trabajo aunque a mí me parecieron siglos. La emoción me hizo sentirme única en el escenario, tenía a todo el mundo pendiente de mí y no podía fallar. En ese punto solo sonó el tono agudo, tintineante, de mi triangulo que sobresalía de los demás instrumentos para hacer de ese momento el más vibrante de la noche.
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