Telépolis

viernes, 29 de julio de 2016

Richard Ford, minima moralia


Un pesimismo antropológico moderado, dicho con resignación optimista, con sentido del humor y sin blasfemar de la vida, es la principal conclusión de las novelas de Richard Ford: que en este perro mundo no podemos dejar de hacer el idiota, que no existe una dirección conveniente pero sí muchas inconvenientes, que es imposible transitar por el camino de la felicidad más allá de un instante (que tiene marcha atrás y recorrido) y aun así es preferible intentarlo. Que tenemos una tendencia imparable a decir lo que no queremos, a darnos cuenta mientras lo decimos y a sentirnos culpables durante meses; que la mayor parte del tiempo entregado a los demás es tiempo perdido. Pero no cejes, pues estos son los márgenes del mundo como voluntad. Que la torpeza es un hábito insalvable, congénito, y que sólo un ciego de nacimiento justo, fuerte y templado, a salvo de condiciones externas, puede ser impecable a tiempo parcial.
Normalmente (el gran valor), la vida consiste en plegarnos a los contornos de lo real, ser modelados por las circunstancias. Puro empirismo: los problemas se resuelven por sí mismos y la pasividad suele ser virtud. El hombre no es la medida de todas las cosas, al revés, su fin es más bien no estar en el centro de nada. Su condición natural es centrífuga. Solo cabe prestar atención a las ofertas que ofrece la realidad como un inmenso escaparate. Pensar es ocuparse de lo que hacemos en los lugares donde estamos, lo cual evita, además, que nos miremos el ombligo. Pues las cosas son como son. Explicarlas profusamente no soluciona los problemas sino que crea otros que no había. Podemos, si nos gusta, levantar mundos imaginarios (por ejemplo, literarios)... siempre que tengamos claro que nada tienen que ver con la vida misma. Como recuerda Ford: La gloria de Dios consiste en mantener las cosas ocultas
Sólo duermen a pierna suelta los que son tolerantes con sus desmanes; también los que pasan página dispuestos a no analizar lo que no hicieron o lo que hicieron, ignoran el punto donde se produjo el error, huyen del pasado por inservible. Vale la sentencia del Mr. Natural de Robert Crumb, Hagas lo que hagas, al final lo haces. Lo que llamamos el sentido de la vida consiste en afinar el instinto para hacer el menor daño posible a los otros y no tomarte demasiado en serio. En fin, la existencia transcurre mediante paquetes de energía discontinuos pues la identidad personal es una leyenda, un arquetipo que sirve de justificación y consuelo. Nada más pretencioso que defender un devenir que solo afecta a las cosas (y a los demás). Pues sólo Dios puede decir Yo soy el que soy todo el tiempo, mientras que los mortales nunca son lo que han sido ni serán. Y cuanta más sabiduría peor porque no sabrás qué hacer con ella, ni para ti, ni para los otros y menos aún para la comunidad. 
La vida individual gira en primer lugar en torno a la casa que habitas. Una parte magra de la felicidad depende de la adecuación de tu hogar, del entorno urbano y de los grupos sociales unidos a ese ámbito geo­gráfico. Depende de si te sientes dentro de tu propio entorno, en tu propia ciudad, entre tu propia gente. Consiste en adaptarse, sobreponerse a la naturaleza cíclica de las circunstancias. No podemos transformar el mundo, no podemos cambiar el curso de nada. Simplemente las cosas deben continuar su recorrido irregular. Hay que dar tiempo al tiempo, lo cual no significa que las cosas mejoren o empeoren. Las cosas se mueven por sí mismas y la inteligencia consiste en advertir esos trazados sinuosos.
Lo que antes era admisible ahora es absurdo, lo que antes era válido ahora no interesa. Es decir, significa otra cosa. Por eso el pasado debería contar muy poco o nada. Empleamos una cantidad de tiempo desmesurada dándole vueltas a un pasado que ya no existe. La vida es tan solo el modo en que se nos escapa la existencia sin pena ni gloria. Decisivo: no quedarse atascado con lo que se hizo o se dejó de hacer. Para empezar, es imposible reinterpretarlo. Su significado está perdido definitivamente. Cuando uno es joven el adversario es el futuro. Cuando se es maduro, el pasado. Es absurdo vivir enredado en la reconstrucción del pasado. La sabiduría práctica consiste ante todo en librarse del pasado. La vida es la eternidad del presente. No existe un sentido de la vida, en todo caso es tener objetivos, incluso contradictorios. Por cierto, no es lo mismo vida privada que intimidad. Lo segundo es un don precioso. Más allá de las sagradas rutinas, de la imprescindible normalidad de la vida, está lo complejo: lo que parece interesante, el misterio. Por ejemplo, por qué un veterano de la guerra del Golfo recién llegado al hogar al lado de su mujer y dos hijos pequeños, se esfuma a la semana de volver sin dejar el menor rastro. La primera consecuencia del misterio es el reseteo del sujeto como totalidad, la puerta a la existencia auténtica. Por lo demás, la única muerte natural es la de los demás y tu muerte es tuya, exclusiva, y su vivencia –impensable- está reservada sólo para ti. Los que te acompañen hasta el final, hasta el último y más difícil adiós, tus seres queridos, se quedarán fuera del umbral con palabras que no sabrán interpretar porque no tienen la clave; porque ante la muerte cercana, el cuerpo y la mente circulan a una distancia inalcanzable. Y no hay más: eres un ser limitado y finito; te cuentas entre los que aceptan con amable lucidez que existe, en efecto, una infinita esperanza, pero no para nosotros y que aun así "la vida puede ser maravillosa".
Como decía Samuel Beckett, solo yo soy hombre y todo lo demás es divino.
Sobre la vida interpersonal: la amistad es una entelequia porque el hombre no tiene tiempo de querer a más de cinco personas a la vez. Estamos dotados genéticamente para tener conocidos. Uno puede penetrar en la vida de otro pero jamás comprenderla (ni conviene intentarlo). El error: entender por amistad el intercambio permanente de intimidades. La auténtica cercanía al conocido de primera se basa en la independencia, la distancia emocional y la intensidad del hallazgo. La sal de las relaciones personales, incluso las más próximas, no es la confidencia sino el misterio. ¿El origen del misterio? La gente se cansa de hacer cosas normales. La prudencia no consiste en controlar los efectos beneficiosos sino en dejar que las cosas ocurran. Y el amor conyugal: un proyecto a medio plazo que se plantea como una agotadora lucha de las autoconciencias para imponer una representación del mundo a la voluntad del otro. Existe una diferencia radical entre estar o no casado en las relaciones de pareja. Tienen reglas distintas, fines distintos, distintos compromisos, diferentes misterios. Tratar con inteligencia a los demás es lo que cuenta. Llamarlos por su nombre, halagarlos, buscar con astucia su lado positivo y mostrárselo. Dejar que hablen. A la gente le gusta hablar de sí misma. Se importan ellos mismos, no conocer al otro, algo inalcanzable. La regla de las conductas verbales es una calculada ambigüedad para permitir que la conversación tome el rumbo que quiera, libre de prejuicios y rencores. En la mayoría de los casos, lo que le gusta a los hablantes es impartir lecciones sobre lo que debemos saber. Es crucial no cuestionar los principios del otro. Intentar que lo que bien empieza no se vaya al traste. Aun así, la mayoría de los encuentros son un viaje a ninguna parte.
También hay que temer a los demás, porque en cualquier momento surge el malentendido o el sobrentendido, el preludio del ciclo error-respuesta-agresión. Nuestros esquemas cognitivos son la ocasión de demostrar al otro que siempre nos molesta. La voluntad de dominio nos envuelve como una bruma invisible. En cualquier momento los demonios personales salen de la cueva.
La vida social es de carácter ético, no político. Lo único que debemos apreciar de la política es vivir en una democracia representativa estable y mínimamente depurada; ir a votar periódicamente y establecer ciertos valores cívicos encaminados a la comodidad, la eficacia de las instituciones de primer, segundo y tercer orden y la cohesión social de los grupos. El único absoluto de la sociedad civil es el respeto a las reglas de la economía de mercado. La economía de mercado es natural, no política. Forma parte de la condición humana desde el Paleolítico superior. Ni siquiera las crisis periódicas del capitalismo han podido remover un milímetro los cimientos de esta verdad atemporal. En un país que respeta este principio, un país de oportunidades, puede ocurrir cualquier cosa. La primera función de una sociedad totalitaria es erradicar el misterio. La actividad comercial, el intercambio de bienes y servicios, es una variante esencial de las relaciones sociales y el fundamento positivo del trabajo. Sólo cuando la política real es un obstáculo colectivo insalvable o un atentado contra el progreso moral empieza a ser interesante, digna de atención, susceptible de una mínima reflexión. Lo demás es historia con minúsculas.

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