Telépolis

sábado, 15 de octubre de 2016

Las ferias de provincias. Primera parte


Ya no hay ferias de provincias como las de antes. Al ser atracciones itinerantes los feriantes las desmontaban en cuanto se tiraba el último cohete y se desplazaban a los fastos del patrón de otra ciudad. Estoy de acuerdo con Levy-Strauss: con una experiencia bien hecha es posible conocer la generalidad o dicho de otro modo, las ferias a las ferias son iguales.
Diez días antes de la fecha de la inauguración oficial comenzaban a llegar los primeros camiones y roulottes a la explanada del recinto ferial, normalmente una explanada enorme y polvorienta.
Las primeras eran las barcas columpio pintadas de azul y blanco sujetas con barras multicolores al techo de la atracción. Solía haber cuatro. Deporte de riesgo. Cada barca con dos personas una enfrente de la otra. El hijo del dueño te daba el primer empujón (las chicas se anudaban una rebeca a las faldas como en un cuadro de Fragonard) y el resto dependía de piernas y manos para mover el invento. Cuando te pasabas de la raya, o sea, superabas el paralelo, el chico te llamaba la atención, ¡la tres abajo! Al toque de campana se agotaba la ficha. La variante dura de las barcas eran las voladoras y el pulpo.
Los siguientes en llegar eran las churrerías y los chiringuitos. Olor a fritanga y brasas. En las churrerías, además de los buñuelos nadando en aceite espeso con más de una feria a cuestas, una máquina cortaba la masa de churros que sacaban con una espumadera y los envolvían en papel de estraza con un toque de azúcar. Muy buenos. Manejaban la principal dos hermanas, mozas aguerridas como en las zarzuelas (“las churreras”), que tenían fama de apalabrar a altas horas de la madrugada ciertos tratos, aunque no dejaba de ser una leyenda urbana. Corrían coplas obscenas como la que decía: si quieres comerte churros pregúntale a la churrera y estarás toda la noche churro dentro y churro fuera. El portero de mi casa presumía de contarse entre los afortunados. Lo único cierto es que era un mentiroso crónico. La especialidad de los chiringuitos, rectangulares y sabrosamente presentados, adornados con jarritas de cristal, paletillas y centros de flores, eran los pinchos morunos, los chorizos, las chuletas de cordero y las sardinas a la brasa todo regado con una jarra de tinto o un quinto de cerveza. Sin olvidar los medios pollos jibarizados nadando en salsas especiosas. Ambientazo de bareto.
Para los golosos quedaban las manzanas glaseadas, los martillos de fresa, delicia de los pequeños, los algodones de azúcar hilada apta para todos los públicos o los barreños de merengue de diversos sabores y texturas. Recuerdo que cuatro amigos de toda la vida, ya mayorcitos, nos jugábamos al mus en la taberna Aparicio quienes eran los paganos (los ganadores) y quienes se metían al cuerpo una buena ración de merengue verde (los palmones). No, no hay error en los paréntesis.
Merece capítulo aparte el mítico teatro, en realidad una revista al viejo uso, de Manolita Cheng. Según corría la voz, allí se decían cosas que harían sonrojar a un estibador con bigote, los chistes estaban tan pasados de rosca que algunas señoras hipocritonas se tapaban los oídos indignadas, los comentarios del presentador a cada número eran tan ordinarios (y gastados) que durante la función las risotadas se oían por todo el ferial; una oleada de envidia corroía a los que se habían quedado fuera con tres palmos de narices. Extra muros nulla salus. Por fin, las vedettes y bellezas en escena más que verse se trasparentaban. Se decía que las más esculturales eran negras. El obispado desde el púlpito desaconsejaba moralmente la asistencia, lo cual era la mejor propaganda que podía hacer. Conocía a colegas del Preu que se disfrazaron con los trajes y sombreros paternos para intentar entrar (sin éxito). Aparte de los porteros del teatro, viejos conocedores del oficio, había dos policías de paisano que controlaban al milímetro a los que entraban. ¡Hombre Javi, tú por aquí, no creo que a tu padre le haga mucha gracia que te pongas sus corbatas! Su padre era el director del Banco Hispano-Americano; si el listillo era un don nadie podía acabar en la comisaría y llevarse un par de mojicones y multa. En provincias se conoce todo el mundo. Algunos intentaron colarse por debajo de la lona del teatro pero era más difícil, visto al revés, que fugarse de Alcatraz. Una sólida muralla de madera tras la tela impedía el paso incluso a una salamanquesa.  
Los reyes del mambo, después de cenar, eran las tómbolas. Recuerdo la de los hermanos Cachichi. Todo un clásico. Los altavoces atronaban los premios a los cuatro vientos: La chochona, una muñeca de peluche de dimensiones ciclópeas y el perrito piloto, lo mismo solo que con gafas y gorra de aviador. Siempre me pregunté cómo los Cachichi calculaban la proporción exacta entre premios y beneficios. Un complejo análisis de balance de mercado. Lo cierto es que las chochonas y los pilotos fluían con generosidad entre el gentío agolpado ante el mostrador de la tómbola. A saber cuánto les costaban los peluches a granel. O si había infiltrados que actuaban de gancho y entraban con los premios por la puerta trasera. Resultaba curioso que a las tres de la madrugada los decibelios no bajaban, el mismo fervor, sólo que ahora había veinte personas y los premios eran vasos de plástico o patitos con pito que cabían en un puño. En cuanto acababa la feria los Cachichi eran los primeros en largarse en dos enormes remolques blancos...

1 comentario:

  1. Me ha encantado. A mi pueblo, El Escorial, también venía la tómbola de los Hnos. Cachichi y tú artículo me ha traído gratos recuerdos de un tiempo pasado entrañable y feliz.

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