Telépolis

jueves, 15 de octubre de 2020

Sobre la pandemia

 

En sentido etimológico pandemia significa “el pueblo entero o toda la comunidad”. También me gusta el término la contagión, compartido con la lengua francesa, como la denomina mi admirado escritor, maestro del blog, Antonio Castellote. La primera gran pandemia data del año 541, cuando el Imperio bizantino fue masacrado por la peste y perdió una cuarta parte de sus habitantes. Las pandemias son incontables en duración y gravedad a lo largo de la historia. Probablemente la más famosa es la pandemia del siglo XIV (imposible mejorar a Wikipedia):

La peste negra o muerte negra se refiere a la pandemia de peste más devastadora en la historia de la humanidad que afectó a Eurasia en el siglo XIV y que alcanzó un punto máximo entre 1347 y 1353. Es difícil conocer el número de fallecidos, pero modelos contemporáneos los calculan entre 75 a 200 millones, equivalente al 30-60% de la población de Europa, siendo un tercio una estimación muy optimista.

Todas las pandemias  siempre han ido acompañadas de la religión o la filosofía de la religión (o sea, la teología) bien para anunciarlas, justificarlas o extinguirlas. En la que nos arrasa se ha producido una descompensación total en las relaciones seculares entre razón y fe. Se acabaron las rogativas públicas, las procesiones a la virgen del lugar, los oratorios consagrados a San Roque, los triduos y novenas o los exvotos masivos (sustituidos ahora por el sembrado de banderas en prados y playas). Desconozco el meollo de las homilías parroquiales en misa de una; apuesto por las obras de misericordia, especialmente dar de comer al hambriento, consolar al afligido y enterrar a los muertos; también pedir la iluminación divina para nuestros gobernantes, sobre todo si se sientan a la derecha del Padre. Más arriba, excepto las declaraciones de ciertos prelados tramontanos sobre la intervención del demonio en las vacunas, las altas instancias vaticanas no se han pronunciado sobre la pandemia; ni siquiera las ineludibles consideraciones morales sobre el tema (nos hará mejores, más solidarios, más conscientes, aprenderemos por fin de la pesadilla...). En abstracto, ignoramos el significado de tales consideraciones (de qué c… estamos hablando); en concreto, todos sabemos la respuesta (nosotros somos quién somos, basta de historia y de cuentos). Lo cierto es que nos hubiera gustado conocer el punto de vista del papado sobre la mayor paradoja que ha martirizado al cristianismo desde los Padres de la Iglesia: el problema del mal. Así se las ponían a Felipe II. Pero la teodicea no está de moda. El único que le prestó atención literaria fue Borges a quien le cautivaron esas imposibles racionalizaciones, esas conclusiones inasequibles al desaliento, que tratan de hacer compatible la existencia de Dios con el mal en el mundo, o al menos ponerlo al margen de sus devastadores efectos, puesto que si se acepta la existencia del mal, es preciso aceptar que Dios lo ha creado, lo cual contradice su bondad infinita. Sirvan de ejemplo un par de filigranas. San Agustín niega la realidad del mal que es definido como ausencia de bien: es decir, el mal es una carencia de ser, un no ser. El mal, por tanto, no existe como entidad positiva. Lo que llamamos mal es la mera falta de ser en las cosas. En consecuencia, dado que el mal es carencia de ser no podemos hacer responsable a Dios de su existencia ya que Dios es responsable del ser y no ha creado el no ser. ¡Qué argumento tan exquisito para los negacionistas!

Leibniz, en un alarde retórico que iguala cualquier versión del optimismo metafísico, sostenía que Dios, siguiendo el principio de omnisciencia, creó, entre los infinitos mundos posibles, el más perfecto; un mundo en el que si bien Dios no desea el mal, lo tolera como parte inevitable del equilibrio de la variedad y del orden gradual de los seres, pues la cantidad de bien existente lo supera ampliamente en cantidad y calidad. El terremoto de Lisboa de 1755 o la pandemia actual parecen equilibrar la balanza. En realidad es absurdo (como mínimo) contraponer el descubrimiento de la penicilina con la muerte de un niño por falta de medios. O las óperas de Mozart con las broncas parlamentarias. Bien mirado, el neoliberalismo y el neomarxismo son teodiceas laicas. La mayor cantidad de bien sin mezcla de mal alguno. El mercado y el Estado, aunque al final se invierte la pirámide y ocurre lo contrario de lo que proponen. Y la tendencia es irrefrenable. Los ejemplos patrios en ambas direcciones resultan, a fuerza del wasapeo, incluso cómicos. La tragedia es que los políticos, estragados de convicciones, se miran al ombligo en vez de a las cosas mismas. El sentido común es sustituido por la impredecible tropelía: cada día dos o tres. A veces tenemos la tentación de pensar que su misión no es solucionar problemas, sino crearlos donde no existen. Las tertulias mediáticas revientan de refutaciones contrarias y cuestiones cuodlibetales para amenizar el desayuno. Por cierto, estoy releyendo (y no debería por razones de salud mental) La peste de Albert Camus. Una prueba de la teoría nietzscheana del eterno retorno y una visión lúcida del problema del mal en el mundo. 

La ausencia de referencias religiosas durante la pandemia se ha visto desplazada en los medios y redes (incluso en las series) por un aumento significativo de programas, documentales, artículos y comentarios dedicados a la física cuántica, los agujeros negros, el macro y el microcosmos, los orígenes del universo, la materia negra o la vida en otros planetas… Se ha producido un desplazamiento de la teología a la cosmología. Ha sido el primer paso para poner en cuestión la ideología central, la madre de todas las ideologías, que comparten todas las naciones del planeta: el antropocentrismo. De entrada, se cuestiona el puesto del hombre en el cosmos. Somos los insignificantes pobladores de un planeta perdido que gira en torno a una estrella todavía más perdida en una galaxia muy muy lejana. Mientras que los virus han evolucionado prácticamente desde los orígenes de la vida en la Tierra, el hombre apenas tiene una edad de cuarenta mil años. Es una lucha biológica desigual por más que la razón se enfrente a un organismo microscópico que ni siquiera tiene vida propia pero que puede acabar con la nuestra (como individuos y como especie): toda una cura de humildad contra la vanitas, de reconocimiento de la fragilidad de la vida humana, un revés al narcisismo de los poderosos (aunque la muerte sigue sin ser la gran posibilidad democrática), una prueba de las limitaciones del cerebro humano.

La contraposición entre razón y fe ha basculado del lado de la ciencia; o mejor aún, de la fe en la ciencia. Ahora rezamos en silencio por los muertos y por el descubrimiento de una vacuna que nos permita no vislumbrar la parca detrás de las ventanas. Pero no es el único desafío de la ciencia avanzar en la excavación de unos hechos que van saliendo a la superficie con cuentagotas: el covid 19 se ha convertido en el desconocido conocido, el que no debe ser nombrado por su poder maléfico (como lord Voldemort en la saga de Harry Potter); mientras, descubrimos aterrados que la gente se contagia, enferma y muere. Que despedimos a un padre con fiebre y nos devuelven un reloj y una urna con cenizas. El otro gran reto es hacer compatible ciencia y política o cómo no arruinar un país sin morir en el intento. En ambos casos, los científicos y los políticos, acordes con el principio de la lógica medieval (de una contradicción se sigue cualquier cosa), nos han instalado en el desconcierto cuando no en el disparate. Y en esas estamos. 

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