Telépolis

domingo, 25 de octubre de 2020

Pandemia y tecnocracia

 

Nadie pone en duda que en una democracia representativa la decisión final sobre la cosa pública corresponde a los políticos y no a los científicos. Por cierto, cuando pregunto por las diferencias entre democracia representativa y democracia participativa a algún aguerrido defensor de esta última, ninguno (y van unos cuántos)  me ha sabido dar una respuesta convincente. Si fuera al revés, todo el poder para los expertos, estaríamos ante una tecnocracia. Hay que recordar la moda de los años setenta del siglo pasado en que se suscitó el debate (con epicentro en Francia, como siempre) en torno al “ocaso de las ideologías”, es decir, al declive de las ideas políticas y de los partidos como el mejor sistema para resolver los problemas sociales y su sustitución por el gobierno de los expertos. El sociólogo Jean Meynaud definió la tecnocracia como la sustitución de los fines por los medios. En la España franquista, Gonzalo Fernández de la Mora escribía “El crepúsculo de las ideologías” en defensa de una tecnocracia antidemocrática en sintonía con el conocido consejo de Franco al director del periódico falangista Arriba que trataba de sonsacar al general su opinión sobre el contenido y peso de las heterogéneas ideologías que convergían en el Movimiento Nacional (tratando de barrer para casa): Haga usted como yo, no se meta en política. Una ironía y una amenaza. Pero volvamos al tema: el principio fundamental de la tecnocracia es que el análisis rigurosamente racional, científico, de un problema conduce necesariamente a la solución más eficaz y universalmente aceptada. Por tanto, solo los ignorantes pierden el tiempo en debates estériles sobre lo que nos conviene hacer.

La idea original, la contraposición entre democracia y tecnocracia, proviene, como todas, de la antigua Grecia. La democracia representativa es heredera del relativismo y del convencionalismo ético-político de los sofistas. La tecnocracia procede del intelectualismo ético de Sócrates y la utopía totalitaria platónica, un Estado dirigido por los filósofos gobernantes, elegidos entre los que predomina el alma racional y cuya virtud es la sabiduría.

El debate sobre el gobierno de los más preparados en las distintas áreas de la vida social (es decir, la prioridad de la tecnocracia o gobierno de la comunidad científica sobre la democracia o gobierno de la mayoría) recobra una inusitada actualidad, como es de sobra sabido, a propósito de la pandemia que nos devora. Ante la extrema gravedad del momento histórico, parece razonable asumir que sean los científicos los que tomen el mando de las decisiones cívicas y que los políticos se limiten a refrendarlas con sus nombramientos, recursos y firmas. Con carácter excepcional, por tanto, la democracia debería dar un paso transitorio -pero riguroso- a la tecnocracia. En sentido literal, la tecnocracia puede ser entendida como una dictadura ilustrada (al estilo de La República platónica) en la que los científicos dictan las normas que regirán la comunidad. Dicho de otro modo, los políticos deben limitarse a dar soporte legal a los dictámenes de los expertos. El objetivo de este proyecto tecnocrático temporal es, por tanto, evitar que los políticos en el poder hagan interpretaciones sesgadas de las conclusiones de la comunidad científica. Lo cierto es que aparejar una tecnocracia neutral, objetiva y fundada no resulta ni fácil ni transparente. Analizamos a continuación algunos de los problemas que surgen (han surgido) de aplicar un proyecto tecnocrático a la pandemia.

Para empezar, qué científicos deberían incluirse en ese comité de expertos a la cabeza del Estado; pongamos por caso: epidemiólogos, virólogos, médicos, biólogos… pero también sociólogos, psicólogos y, sobre todo, economistas.

El problema de los especialistas en ciencias naturales es que avanzan en sus descubrimientos sobre un agente infeccioso desconocido de manera lenta y, en ocasiones insegura. La ciencia experimental se basa en hechos, pero los hechos por el momento no están contrastados; a veces resultan incompletos e incluso falsos: la hipótesis inicial de una gripe benigna y localizada, pronto se convirtió en una grave neumonía de origen desconocido que se expandía sin fronteras y a gran escala; cada mes se descubren nuevas formas de contagio; crecen las patologías asociadas o compatibles (no solo ataca a los pulmones, sino que también puede afectar al corazón, al cerebro, a los riñones y al hígado, se trata de una enfermedad multisistémica); por no hablar de los efectos diferidos o secuelas de la enfermedad. No menos oscura es la controvertida “inmunidad de grupo” o los patrones de recurrencia del virus, las terroríficas olas. Más preguntas sin responder: cuánta carga viral es precisa para contagiarse, cuánto dura la inmunidad en los contagiados que han conseguido superar la enfermedad (¿se supera la enfermedad o permanece latente?). Algunos sectores minoritarios de la comunidad científica sostienen que es un virus artificial, una bomba biológica elaborada en un laboratorio con fines inconfesables. Los más niegan la teoría de la conspiración e incluso afirman que hubiera sido preferible pues es más letal un producto de la evolución natural que otro artificial que perdería su virulencia mucho antes. Sobre diversas cuestiones: por qué hay personas inmunes, otras asintomáticas y unas terceras propensas a contraer la enfermedad; otro misterio: cuál es el papel de los niños en la propagación de la enfermedad? Por no hablar de la variedad de tratamientos propuestos o la posibilidad de conseguir vacunas (hablamos en plural) eficaces y seguras…

Volvemos a la tecnocracia. ¿Podemos hablar realmente de una comunidad científica coherente y estable o más bien de unos equipos interdisciplinares que no se ponen de acuerdo sobre el cómo, dónde, cuándo y por qué? Los problemas se multiplican si al frente de los que toman decisiones incluimos a los especialistas en ciencias sociales. Las medidas estrictamente médicas pueden verse afectadas, contaminadas, por planteamientos de alcance. Psicológicos: deterioro de la salud emocional de amplios sectores de la población (especialmente personas mayores y niños). Sociológicos: deterioro de las instituciones básicas (desconexión de los lazos familiares, paralización de las manifestaciones culturales, desprestigio de la política, crispación social, agotamiento de la sanidad, descontextualización del deporte, anomia, sobre todo en los jóvenes…). Económicos: deterioro o caída del producto interior bruto, incremento incontrolado de la deuda pública, paro impredecible, empleo cada vez más precario, desigualdad, hambre y calamidades. “La bolsa o la vida”. O sea, el quinto jinete del apocalipsis. Y en esas seguimos.

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