Telépolis

jueves, 28 de enero de 2021

Finitud

El concepto de finitud es el más relevante de la teología medieval. Del latín, finitus, finis significa final y límite. Fue utilizado por maestros y doctores para comparar la realidad terminal y limitada de las criaturas con la plenitud absoluta de Dios. Un Dios omnipotente, omnisciente e infinitamente bueno. Cada uno de sus atributos suscita paradojas insalvables (por ejemplo, la predestinación), pero especialmente el último: el problema del mal en el mundo. Delirantes teodiceas de todos los tiempos (incluidas las negacionistas) han intentado desatar este nudo gordiano. Lo cierto es que solo hay tres soluciones: que Dios no existe, que Dios es la infinitud del universo (la más convincente) o que entre las potencias de Dios no está ocuparse de una especie menor que habita en un planeta errante, perdido en el Cosmos. Elije la que prefieras. Cualquiera es compatible con la pandemia que nos diezma; que nos hace sentir la fragilidad de la vida humana, la presencia inmediata, cotidiana, de la muerte, ajena a cualquier tratamiento metafísico o narrativo. La simplicidad de la muerte, del libro “El corazón es un cazador solitario”, de la escritora Carson McCullers. Decía Gabriel García Márquez: Morir es más sencillo de lo que parece.

Ya no se cumple el arquetipo de que la única muerte natural es la de los otros. Nos hemos acostumbrado a vislumbrar tras los cristales las alas del Ángel Oscuro, a imaginar por calles y recintos las sombras siniestras de la Parca; a comprender como un no vivo, invisible, tan antiguo como la Tierra, tiene la capacidad de poner en peligro la supervivencia de la especie humana. Pura teoría de la evolución. De las mutaciones surgidas al azar la naturaleza selecciona las más aptas. El que no debe ser nombrado se extiende imparable hasta los confines más inhóspitos del planeta. Schopenhauer reafirmaría el cumplimiento de la voluntad como la cosa en sí, el sentido último del mundo fenoménico (no el azar), la única fuerza universal que rige la naturaleza desde los seres inanimados hasta el hombre, una voluntad inconsciente pero inexorable (una de cuyas manifestaciones es la razón). Así, el no vivo cumple su implacable voluntad de existir.

Hemos recurrido a los poderes de la ciencia para poner freno al apocalipsis de la selección natural (o de la voluntad en la naturaleza): una lucha desigual entre las edades de la Tierra y los descubrimientos más recientes, entre la ciega voluntad de existir y la razón científica (en el fondo voluntad de poder), una lucha contra unos demonios letales que nosotros mismos hemos convocado.     

Los virus se cuentan entre los primeros pobladores de la Tierra, nuestra única patria y morada, y serán los últimos en abandonarla. Aunque es posible imaginar un final optimista: el verdadero triunfo sobre la finitud es haber nacido, haber robado al no ser una inapreciable, aunque fugaz existencia entre dos eternidades. El mundo de las sombras no es el de los muertos sino el de los infinitos no nacidos.

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