El
concepto de finitud es el más relevante de la teología medieval. Del
latín, finitus, finis significa final y límite. Fue utilizado por maestros
y doctores para comparar la realidad terminal y limitada de las criaturas con
la plenitud absoluta de Dios. Un Dios omnipotente, omnisciente e infinitamente
bueno. Cada uno de sus atributos suscita paradojas insalvables (por ejemplo, la predestinación), pero especialmente
el último: el problema del mal en el mundo. Delirantes teodiceas de todos los
tiempos (incluidas las negacionistas) han intentado desatar este nudo gordiano.
Lo cierto es que solo hay tres soluciones: que Dios no existe, que Dios es la
infinitud del universo (la más convincente) o que entre las potencias de Dios no
está ocuparse de una especie menor que habita en un planeta errante, perdido en
el Cosmos. Elije la que prefieras. Cualquiera es compatible con la pandemia que
nos diezma; que nos hace sentir la fragilidad de la vida humana, la presencia inmediata,
cotidiana, de la muerte, ajena a cualquier tratamiento metafísico o narrativo. La simplicidad de la muerte, del libro “El corazón es un cazador
solitario”, de la escritora Carson McCullers. Decía Gabriel García Márquez: Morir es más sencillo de lo que parece.
Ya no se cumple el arquetipo de que la
única muerte natural es la de los otros. Nos hemos acostumbrado a vislumbrar
tras los cristales las alas del Ángel Oscuro, a imaginar por calles y recintos
las sombras siniestras de la Parca; a comprender como un no vivo, invisible, tan
antiguo como la Tierra, tiene la capacidad de poner en peligro la supervivencia
de la especie humana. Pura teoría de la evolución. De las mutaciones surgidas al
azar la naturaleza selecciona las más aptas. El que no debe ser nombrado se
extiende imparable hasta los confines más inhóspitos del planeta. Schopenhauer reafirmaría
el cumplimiento de la voluntad como la cosa en sí, el sentido último del mundo
fenoménico (no el azar), la única fuerza universal que rige la naturaleza desde
los seres inanimados hasta el hombre, una voluntad inconsciente pero inexorable
(una de cuyas manifestaciones es la razón). Así, el no vivo cumple su implacable
voluntad de existir.
Hemos
recurrido a los poderes de la ciencia para poner freno al apocalipsis de la
selección natural (o de la voluntad en la naturaleza): una lucha desigual entre
las edades de la Tierra y los descubrimientos más recientes, entre la ciega voluntad
de existir y la razón científica (en el fondo voluntad de poder), una lucha contra unos demonios letales que nosotros
mismos hemos convocado.
Los virus se cuentan entre los primeros pobladores de la Tierra, nuestra única patria y morada, y serán los últimos en abandonarla. Aunque es posible imaginar un final optimista: el verdadero triunfo sobre la finitud es haber nacido, haber robado al no ser una inapreciable, aunque fugaz existencia entre dos eternidades. El mundo de las sombras no es el de los muertos sino el de los infinitos no nacidos.
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