Más de medio
siglo nos contempla. Desde la pandemia de la polio hasta la del coronavirus. He
sido testigo de las dos. Philip Roth escribió un relato sobrecogedor sobre la
primera: Némesis. Sobre la segunda, esperamos. Antes habrá una serie en
Netflix, seguro.
Recuerdos de la
pandemia de la polio: mi examen de ingreso para adquirir la condición a
bachiller a la edad de diez años. Estábamos convocados en el aula magna del
IES Alfonso VIII de Cuenca a las nueve de la mañana. Uno de los días más
importantes de mi vida, según mi madre. Estrené pantaloncito gris y chaqueta
azul, símbolos de seriedad, corbata burdeos con elástico, zapatos negros, pelo
repeinado con laca y dos plumas estilográficas por si acaso… Nada nuevo bajo el
sol. Los nervios a flor de piel, ¿Tendría suerte con las preguntas? ¿Me habrían
preparado bien en la Escuela Aneja Masculina? Los palmetazos de Don Alfonso y
las broncas de Don Francisco eran signos de buen agüero. El conserje mayor con
uniforme de gala, carpeta en mano, pasó lista en la puerta revisando el
certificado escolar de cada cual, y una vez juntos pero revueltos, por
apellidos nos asignó las aulas correspondientes. Treinta alumnos en cada una,
sentados en los bancos por orden alfabético: un alumno, un sitio vacío, un
alumno, un sitio vacío… Enfrente un reluciente encerado con el soporte dotado
de un paquete de tizas a estrenar y un borrador precintado. Encima un crucifijo
de los de entonces, copia del barroco español, a su derecha un cuadro de Franco
y a su izquierda otro de José Antonio. Debajo una mesa alargada sobre una
tarima de madera con dos escalones laterales. En sus sillas, el tribunal: La
secretaria, una señora mayor con peinado en ondas rematado en moño. El
presidente, en el centro, con traje a rayas grises en dos tonos y chaleco a
juego; a su lado, un señor algo más joven, encorbatado en un conjunto marrón
con bigote francés y gafas oscuras. Miradas silentes. El presidente, tras un
breve saludo con trato de usted, nos leyó las normas del examen. Nos advirtió
con voz sombría que no podíamos hablar ni comunicarnos bajo ningún concepto.
Teníamos hora y media. A un gesto suyo, se levantó la secretaria y repartió los
folios con membrete donde debíamos redactar las respuestas. Recé mi oración de
combate: Dios mío ayúdame, te lo suplico de todo corazón, ahora más que
nunca, Señor, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.
Después, el joven del bigote abrió el paquete
de tizas, sacó una con gesto profesoral y escribió en la pizarra la primera
prueba, geografía e historia: enumerar los afluentes del Ebro y señalar los que
pertenecen a la margen derecha. Los Reyes Católicos (escribe todo lo que
sepas). (Tiempo). Segunda prueba, matemáticas: una división con dividendo,
divisor de tres cifras, cociente, resto y prueba del nueve. (Tiempo). Tercera
prueba: lengua y literatura. Un dictado sacado de El Buscón que leyó con
parsimonia el presidente, concretamente el fragmento que se refiere a una
batalla nabal (o sea, de nabos; sólo acertaron los que se equivocaron). Citar
autores del Siglo de Oro. En punto, uno tras otro, certificado en mano de
nuevo, entregamos el examen a la secretaria y fuimos saliendo del aula. Se me
dio bastante bien. Apto (sólo había dos notas). Mis padres me regalaron un reloj
de pulsera Duward y una cartera de cuero para el material escolar
(todavía no estaban de moda las mochilas). Después de aquello nunca fui el
mismo. No se regalaba nada.
Ahora se regala
casi todo. Para empezar, no hay un cribado de acceso; al revés, hasta los
catorce años la enseñanza es obligatoria. He dado clases en el primer ciclo de
secundaria. Conozco de primera mano la instrucción famélica de los alumnos de
once años (Primero de la ESO). ¿Cuántos de los que han pasado por mi centro hubieran
contestado correctamente las preguntas del examen de ingreso? Un año impartí en
Primero de la ESO la asignatura de Historia de las Civilizaciones para huir de
la Ética de Cuarto, cuyos alumnos eran ingobernables (también los de Primero,
pero de forma más benigna). Cuando explicaba la civilización egipcia metí un
gazapo enorme (si prefieren no creerme, háganlo): ni siquiera el faraón ni
la casta sacerdotal tenían internet de alta velocidad en sus casas… Nadie
dijo nada. Admito que un ochenta por ciento de los alumnos había desconectado
desde el minuto cero. ¿Pero y el resto? Cuando les comenté el disparate, los
más aplicados me dijeron que les pareció una broma.
La “calidad” de
la enseñanza consiste, a partir de la LOGSE, en evitar el fracaso escolar y
esto, a su vez, en que el porcentaje de alumnos suspensos sea lo más bajo
posible. El profesor exigente (o sea, ecuánime) no llegará a la segunda
evaluación sin que suenen las alarmas del delegado, del tutor, del jefe de
estudios, de la Inspección, de la Asociación de Padres y de la opinión pública
en general. Obviamente, la mayoría de los profesores no son dechados de virtud ni
mártires de la causa, sino personas normales que procuran no complicarse la
vida. Ahora con virus y antes sin virus demasiado hacen y demasiado poco se lo agradecen.
La pandemia ha
introducido la teleenseñanza: total (durante el confinamiento), parcial (durante
las restricciones). Hace años que estoy retirado de la docencia por lo que no
puedo hablar de su práctica de primera mano. Sin embargo, resulta evidente, de
segunda mano, que esta modalidad tiene por desgracia serias limitaciones.
La primera es
que cualquier enseñanza a distancia requiere un profesorado formado en unos
métodos y procedimientos especiales. He sido profesor tutor del antiguo INBAD
(Instituto Nacional del Bachillerato a Distancia), autor de libros de texto
del CIDEAD (Centro para la Innovación y Desarrollo de la Educación a Distancia)
y profesor asociado de la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia).
Puedo afirmar modestamente que conozco el tema. No funciona una clase magistral
a través de videoconferencia. Incluso con cuidados paliativos, aburre
letalmente. Ni enviar toneladas de adjuntos temáticos y decirle al alumno que
consulte las dudas: requiere un esfuerzo insuperable por ambas partes…
que acaban por mirar a otro lado. Tampoco sirve dictar apuntes y aclararlos
sobre la marcha (es como si dictaras la guía telefónica con molestas interrupciones)
o subrayar el libro de texto a través de la pantalla (debería ir contra los
derechos humanos). Ni enviar las soluciones de los ejercicios, problemas, test,
textos y, en general, de las actividades de análisis de aplicación. Al tercer
día el alumno, abrumado por tanta información no sabe cómo manejarla, se pierde
como perro sin amo y se rinde. Tampoco son eficaces los trabajos sobre algún
apartado de la Unidad porque el alumno los copia y pega sin recato de internet
o los fusila de algún colega. Eso sin entrar en los procedimientos de
evaluación, misión imposible, aunque, dadas las circunstancias, sería un mal
menor.
La segunda limitación
es que tampoco el alumno presencial está preparado para recibir este tipo de teleenseñanza:
son niños, adolescentes, jóvenes que necesitan estar en contacto vivo con
amigos y enemigos. Con la pandilla, con los conocidos de otros grupos y cursos.
Los chicos con las chicas tienen que estar: es evidente que detrás de la
pantalla esto no es posible por muchos mensajes y fotos picantes que se envíen a
través de las redes sociales. Antes de dos semanas echan de menos las clases de
toda la vida. La necesidad de verse, saludarse, tocarse, empujarse, abrazarse,
magrearse… vence la monotonía machadiana de tiza y pizarra, de lluvia tras los
cristales.
La tercera se refiere a los medios. Las consejerías de educación autonómicas no disponen de los recursos didácticos de las potentes plataformas digitales que precisa la enseñanza a distancia (CIDEAD, UNED). Además, no todos los alumnos tienen un soporte informático apropiado: un ordenador con procesador rápido de datos e imágenes y memoria suficiente; ni disponen de una conexión a internet por cable o, como mínimo, ADSL. En esas condiciones, las videoconferencias no son posibles, la imagen se detiene, la voz suena con retardo o se corta. Al final se cuelga. Eso sin contar con los alumnos más vulnerables que no tienen ninguna de las dos cosas.
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