Se hace saber que Maquiavelo ha
muerto. Hace tiempo que se acabó la autonomía del lenguaje político. La
política está supeditada a la economía. El cambio comenzó el 11 de
septiembre de 2001 con el ataque a las Torres Gemelas, tras la peligrosa convulsión
de las bolsas y las inversiones masivas en seguridad, y se agudizó a partir de
la crisis de 2008, cuando, esta vez sin tapujos, los poderes económicos (las
entidades bancarias, el capital financiero, la industria armamentística, las
multinacionales, las tecnológicas) dejaron claro quiénes eran los reguladores
del poder político y sus propios desreguladores. Tras el caos neoliberal y sus
consecuencias ruinosas, el Banco Central europeo y la Reserva Federal
norteamericana inyectaron cuantiosos fondos a las maltrechas economías
nacionales, pero a cambio de dictar a quién, cómo, dónde y cuándo… así como las
condiciones de la devolución. La Acrópolis y el Museo del Prado estuvieron a
punto de acabar en Alemania.
En el siglo XXI, el contrato
social se ha invertido. Excepto en nuestro país, donde no se ha superado la
división entre las dos Españas y el arquetipo del franquismo sobrevuela la
conciencia colectiva, la mayoría de los ciudadanos europeos o norteamericanos
votan por motivos económicos y el resto del programa electoral es secundario
(aunque motivo de broncas colaterales). Pasado el trámite de las elecciones
(que sólo sirven para divertirnos la noche de los resultados) las promesas
(bajar los impuestos, subir las prestaciones) son meros trampantojos tras los
cuales hay un sofisticado ejercicio de ingeniería financiera que, como mal
menor, te deja como estabas; o permanecen en coma hasta el día del juicio
final.
El Estado del bienestar ha sufrido
un vuelco irreversible. La Unión Europea se ha reflejado en el espejo cóncavo
del otro lado del Atlántico. Hasta los más aguerridos defensores de la
democracia representativa han acabado por asumir que los derechos humanos son
el andamiaje y el aceite lubricante del liberalismo puro y duro, es decir, la
superestructura de los mercados. La socialdemocracia se ha quedado en los
huesos. El universalismo ético, con sus proclamas periódicas en beneficio de la
humanidad y la protección del planeta, se ha convertido en la caja de
resonancias de la ONU, mientras se ha impuesto la globalización económica, es
decir, la expansión planetaria del sistema de producción capitalista. El ocaso
de las ideologías no ha procedido de la ciencia, como anunciaron los
tecnócratas, sino del modelo mercantilista poscrisis. Al revés, el imparable progreso
de la ciencia, de las tecnologías de la comunicación ha sido el instrumento que
ha hecho posible un sistema único que funciona en tiempo real a escala
planetaria. Este es el significado del término “libertad” para los liberales actuales.
El lema es: O esto (el mal) o la libertad.
El concepto de libertad, por
tanto, se ha distanciado definitivamente de los valores ético-políticos del
genuino pensamiento liberal (estoy pensando en Stuart Mill)
que además de defender las libertades civiles primarias (de pensamiento,
conciencia y expresión), sostiene la autonomía crítica del individuo como
sujeto constituyente, la creatividad como iniciativa personal en todos los
ámbitos vitales y la supeditación del legítimo interés individual a la utilidad
general (la mejor acción es la que produce la mayor felicidad para el mayor
número). La función social de estos valores, según Mill, es impedir la
masificación de la opinión pública como factor nivelador y un espacio propicio
a la falsedad, la intolerancia ideológica, la tiranía de las mayorías, la
mediocridad cultural, el despotismo de las costumbres y la falta de conciencia
cívica… En otras palabras, los liberales actuales son muy poco
liberales.
El paradigma neoliberal, deteriorado, exacerbado en tiempos de pandemia, ha mutado de nuevo. En realidad, se han cumplido las predicciones de Stuart Mill. Ahora la política, además de economicista, se ha desentendido abiertamente, sin complejos, de la ética, de la ciencia y de la lógica. La mayoría de los relatos del liberalismo puro y duro son discursos y recursos falaces: pueden ser puntuales, tener un período limitado de vigencia (por ejemplo, ser útiles para una sola intervención parlamentaria); se cierran sobre sí mismos sin ningún vínculo objetivo con la realidad: solo buscan consolidar el beneficio electoral y no la solución de un problema; no es la necesidad sino la opinión del partido lo que hay satisfacer. El que lo lanza puede ser consciente del dislate, construido por aviesos asesores, pero la mentira forma parte del juego; su función es crear un estado emocional directo, impactante y duradero. El mecanismo del relato no es la información sino la interiorización. Con frecuencia se rebusca algún aspecto positivo pero marginal de un asunto en sí mismo perverso (por ejemplo, el cambio climático) para después exagerarlo hasta oscurecer o desvirtuar su contenido objetivo. Una vez puesto en circulación el relato debe ser respaldado sin fisuras, aunque esté probado que es falso, malintencionado o contradictorio. Un mínimo rastreo de sus fuentes hace que se derrumbe como un castillo de naipes. Sus propuestas son generalistas, infundadas, vida líquida que no puede cristalizar. También son descalificaciones generales que, inversamente, exigen soluciones firmes en 24 horas. Su especialidad es la atribución de falsas causas o falsos efectos. En ocasiones, recurren al victimismo (incluso a la provocación o al insulto) para eludir los propios desmanes. A veces, se trata de validar ad hominem un planteamiento dudoso cuyo punto de partida es la soberbia o el narcisismo. O se confunde apariencia y realidad al magnificar la figura de un político mediante la conversión de la superficialidad en seriedad campechana. El relato es demagógico, populista y su finalidad última es engañar, crispar y vender humo. Pongan ustedes mismos los ejemplos más evidentes de algunos de los relatos que nos envuelven. Extenuante.
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