Telépolis

martes, 4 de mayo de 2021

El fútbol en tiempos de pandemia


Los primeros perjudicados (aunque no los más) por la pandemia han sido los hinchas, esos fieles laicos que acuden al estadio con fe renovada por los últimos reveses. Cuando iba con mi hijo al Calderón (conocí el antiguo Metropolitano, pero no el nuevo) me di cuenta de que vivir un partido en el campo no tiene nada que ver con el rito mullido del sofá. Es una experiencia todavía más distante que ver una película en el cine o en la tele. Ahora mismo el mundo del sillón-ball se divide en dos: los que ven el partido con un discreto atrezzo de espectadores virtuales, ambiente copiado del FIFA Play, diseños versallescos del césped, vistas cenitales, drones y cámaras aéreas, proyecciones en tiempo real… y los que ven el partido sin trucos, en su cruda realidad, un gélido cruce entre 22 protagonistas: ¡humano, demasiado humano!

Por cierto, muchos socios y aficionados se han quejado de que se permitan actividades deportivas con público, como el tenis, culturales (cine, teatro, conciertos) o de ocio (bares y restaurantes) y se olviden del fútbol. ¿Por qué no pueden estar seguras tres mil personas en un recinto con una capacidad de sesenta mil? El primer problema es la abigarrada recepción del autobús oficial en los aledaños del Estadio con banderas, bengalas y cubrebocas de papel. Cuando la policía aparta a empujones a los más recalcitrantes para que no vuelquen el autobús se monta la trifulca, lluvia de botellas y manifestación antifascista. El segundo, son las carreras, gritos y abrazos en las gradas. Por no hablar del servicio de “caballeros”. Recuerdo los del Calderón en el descanso: un canalillo en el suelo sin separaciones; si el de al lado se la sacudía más de la cuenta volvías a tu asiento jurando en remojo. El tercero, la salida, cuando los aficionados, para celebrar el triunfo o suavizar la derrota, se hacinan en los bares colindantes y el virus se une al sentir de la afición. O se van a la nave de un colega para montar un fiestón hasta las tantas. Vuelven a casa bien cargados.

El único remedio paliativo para la soledad sonora de las gradas es la proliferación de entrevistas telefónicas a los aficionados del ancho mundo en los programas futboleros de la noche (esos programas que oímos con deleite antes de dormirnos a salvo del virus): camioneros en route, erasmus catalanes en Finlandia, malagueños que van con el Bilbao, jubilados insomnes, currantes nocturnos, toda una fauna dickensiana que compite en propuestas y predicciones con Maldini, Valdano, Segurola o Manolo Lama (los padres de la iglesia). ¿Por qué no aplican la razón a la política? Por cierto, no entiendo cómo nos gustan tanto las tertulias y sanedrines de la radio. Se han convertido de un tiempo a esta parte en una trifulca de faltones donde nadie deja hablar a nadie. Los insultos y malos modos son el argumento de cualquier debate (normalmente sobre la guerra entre el Madrid o el Barça). En el fondo, adoramos el patadón dentro y fuera del campo. Quizás sean un reflujo de la crispación política o de la agresividad ansiógena que genera la pandemia.

Aviso a los amantes de la estadística: La empresa MBD Analytics ha hecho un estudio sobre cómo ha influido en los resultados la falta de público, tras comparar las cinco últimas temporadas. También mide el número total de disparos, de goles, incluso de faltas (hay gente para todo): Según el estudio, la ausencia de público ha disparado las victorias visitantes, aunque tan solo en un 6,1%. Antes, los que jugaban en casa ganaban un 45,7% de los partidos. Desde que la pandemia cambió las variables del juego, solo lo hacen en un 40,6% de las ocasiones. Es llamativo, especialmente, el escaso cambio en los empates. Cuando había afición en los estadios, se empataban el 24,3% de los duelos. Desde marzo, el 23,3%. Así pues, la estadística que verdaderamente ha presentado una evolución notable es la de los triunfos fuera del feudo habitual. Nada especialmente llamativo. Tezanos debería tomar nota de que la verdad estadística suele ser insulsa. 

Tampoco los jugadores pagados onerosamente parecen cuidarse del covid. Cuanto mayor es el presupuesto más contagios se producen. De burbujas profesionales nada. Mas bien, videos traidores en las redes del cumpleaños del lateral izquierdo con varias figuras del plantel rodeados de curvas mareantes y copas de champán. Después, asintomáticos dos semanas en un casoplón de Mallorca. Cuando vuelven ya no son, como aquella mujer de la vida, ni sombra de lo que eran. Eso sin contar el rastro de contactos que dejan y las facturas de las PCR hechas tres veces a todo el que les ha dicho buenos días. En la mayoría de los casos, sólo me interesan las figuras como magos del balón no como personas. Abunda el ego desmedido, el nuevo rico y el rebuzno nacional. Pero no todo han sido alegrías para los cuerpos gloriosos: el confinamiento de los jugadores en el gimnasio de su casa, incompatible con el alto rendimiento; la ausencia de una pretemporada planificada para alcanzar el punto óptimo de forma, la sobrecarga de partidos en dos o más competiciones para cumplir el calendario y los contratos televisivos, el estrés de grupo y los continuos controles médicos… han tenido como consecuencia un alud imparable de lesiones; las plantillas se han quedado en los huesos y la competición devaluada.

Además de un deporte, el fútbol de las grandes ligas europeas es, sobre todo, un negocio. Recuerdo a un jugador de segunda fila acudir a los entrenamientos a bordo de un flamante Rolls Royce. Este año con la pandemia pintan bastos. Recomiendo un excelente artículo de El País Economía: en resumen, la pandemia pincha la burbuja del fútbol; los clubes sufren una notable caída de ingresos, congelan los grandes fichajes, reducen la masa salarial y asumen menores derechos televisivos. Solo los estadios vacíos han tenido un impacto de 848 millones en los clubes de la Liga. La propuesta de una Superliga europea con doce equipos fundadores ha sido una respuesta desesperada a los negros nubarrones que se ciernen sobre los balances. Un pura sangre de los negocios como Florentino ha actuado más como empresario que como presidente del Real Madrid. El futuro dirá en qué concluye este proyecto de globalización milmillonaria (que nadie lo de por muerto).

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