Habla memoria: la única forma de conjurar los
fantasmas de las casas embrujadas, la mayoría. Con la pandemia surgió una nueva
acepción del término domesticidad. Durante el confinamiento y las
posteriores restricciones, la familia se recluyó en el hogar durante meses. El
remate fue Filomena. La vida doméstica se convirtió en el centro de las
actividades cotidianas. La tendencia sigue. Como decía mi abuela en las noches del
crudo invierno: ¡pobre quien no tenga un buen brasero donde arrimarse! Vida
pública y privada se confundieron entre las paredes. Tuvimos que inventar un nuevo
proyecto, un cambio de paradigma existencial, un espacio multifunción para
adaptarnos a la hostilidad del mundo externo. Extra muros nulla salus.
Después de desayunar, inflación de pantallas: la prensa digital, el teletrabajo
para los padres y la escuela virtual para los hijos. A media mañana el informe diario
sobre lo que las autoridades sanitarias y, sobre todo, políticas, se imaginaban
que pasaba. Un barullo de datos y un montón de promesas envueltas en esa jerga
de la autenticidad que tan bien maneja el presidente del gobierno. Al virólogo
oficial, el tal Simón, se lo llevaron las olas. Lo único cierto era que el
ángel de la muerte se paseaba por las calles y sólo en las casas estábamos a
salvo de su guadaña. Las actividades esenciales nos permitieron aliviar la
encerrona. Salíamos del portal con equipos de protección individual comprados
a precio de oro: doble mascarilla o visera de pantalla, hidrogel de farmacia
(no de los chinos), guantes de látex, sospechosos en cuanto tocabas el botón
del ascensor, nada de sentarse en los salientes y rebordes del barrio. Los
bancos estaban precintados. En el interior de las tiendas, incluso en las
aceras, el hombre era un lobo para el hombre. Recuerdo que el farmacéutico de
toda la vida (fui a comprar mascarillas) le dio el pésame a una de mis vecinas por
el fallecimiento de su suegro; los tres que esperaban en la cola salieron como
galgos. Al salir me explicó que no tuvo que ver con el covid. La vuelta al
castillo feudal exigía un nuevo protocolo (palabra que se puso de moda) contra
la peste: manos cauterizadas, guantes a la basura, ropas a la cesta, zapatos fumigados,
tres duchas al día y ventanas al viento. Hasta que los precios bajaron,
metíamos las FPP2 en el microondas media hora a setenta grados. Salían
retostadas y posiblemente inservibles. En
la mesa, cada cual tenía su kit culinario. Al mínimo síntoma catarral pedías
confesión. Con el tiempo se demostró que la mayoría de las medidas eran
excesivas o inútiles.
Antes de comer, videoconferencia con familiares
y allegados mientras recibías los mensajes con los últimos memes: por cierto,
siempre me he preguntado de donde procede tanto ingenio puntual; a los diez minutos
del evento te llegaban gracietas frescas. Es imposible que tengan su origen en
la libre iniciativa individual por mucho que se empeñen los liberales; estoy
convencido de que subyace una industria del humor difusa y rentable. Pronto nos
acostumbramos al pedido de la compra en línea, al clic and car, a pedir las
pizzas y el sushi por teléfono. El tiempo interminable del ocio dio lugar a
nuevas tareas. A muchos cuarentones para arriba les dio por sacar del trastero
las pesas y mancuernas, las bandas elásticas o comprar en Amazon bicicletas
estáticas plegables o mini elípticas con acción vibratoria. A la semana les empezaron
a salir goteras por los cuatro costados. Vuelta al sofá que es más sano. Las
señoras preferían bajarse tablas de ejercicios para mantenerse en forma.
Pronto el plan fue tan efímero como aprender alemán. Todo este animoso esfuerzo
se compensaba con tres horas de siesta, aperitivos chacineros con Rioja, eventuales
visitas a la nevera, meriendas improvisadas y galletas con leche antes de irse la
cama. Además, se puso de moda sin distinción de género el interés por la
repostería o las recetas exóticas del tipo cocina asiática. Ellos y
ellas engordaban a saco. Los jóvenes se pasaban cuatro horas tecleando el móvil
y otras cuatro con la PlayStation. Los mismos amigos a las mismas horas.
Proliferaron los campeonatos digitales de mus, ajedrez y bridge. También las
apuestas y las timbas. A las ocho ovación y vuelta al ruedo. Según la reina del
vermú, el gobierno Frankenstein tenía la culpa de todo. Más memes: el barrio de
Salamanca en pie de guerra; en una calle abarrotada, una señorona con sus
mejores galas agita la bandera nacional, mientras su criada con uniforme y
guantes blancos aporrea la cacerola.
Los fines de semana era el momento de poner
orden en la casa. Tirar es virtud. Lo primero fueron los papeles: contratos y garantías
del siglo pasado, instrucciones de electrodomésticos que ya no teníamos,
facturas milenarias, declaraciones de la renta prescritas. Por la noche, a
oscuras y en celada, echábamos al contenedor los libros que se rompían sólo con
abrirlos y que leídos o no, ocupaban espacio. Por cierto, he descubierto
que es imposible deshacerse de los libros que no quieres, aunque sean
enciclopedias pata negra o valiosos catálogos de antiguas exposiciones. Ni las
bibliotecas municipales ni las librerías de lance te los cogen. Al final acababas
bajándote a la calle el piano. Fue el momento estelar de las series de Netflix
y otras plataformas. En parte porque el fútbol desapareció del mapa. Maratones
de diez episodios y a cenar. Mi vecino, aficionado a la ópera ponía el equipo
de música en la última raya del volumen. Las arias de Puccini se oían en la
acera de enfrente. Su mujer me confesó que estaba harta de verle dirigir la
orquesta con una batuta improvisada. El de arriba se pasaba el día moviendo los
muebles. Confieso que me leí la serie completa Harry Potter y me encantó. Pero
las víctimas más tristes de la domesticidad han sido los niños: mi nieta de
tres años gritaba desde el suelo: ¡Quiero irme al parque! Unas encantadoras
gemelas de seis años, me contaba por teléfono su madre, se negaban a salir de
su cuarto porque la calle estaba llena de bichos malos. Tampoco podían jugar en
grupo para evitar el contacto y la cercanía de los padres. Y además no lo
comprendían.
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