Por fin, tras meses
y meses de incertidumbre, han comenzado los Juegos Olímpicos 2021 de Tokio. Un
dragón multicolor de doscientos cuatro países ha desfilado en paz, una tregua
sagrada acorde con el espíritu olímpico de la Grecia clásica. Desde Barcelona
92 los avances tecnológicos han permitido que las ceremonias de inauguración y
clausura sean cada vez más espectaculares. Como el Festival de Eurovisión,
donde la ínfima calidad de las canciones es inversamente proporcional al
suntuoso despliegue escénico. En Tokio, los drones, la alta definición y la
realidad virtual han hecho maravillas con la cultura ancestral del país del sol
naciente. Los juegos han comenzado con todas las limitaciones que ha impuesto
la pandemia; lo cierto es que estamos de vuelta después de habernos tragado la Liga
de fútbol sin público, con continuos sobresaltos por los positivos de las
estrellas, las gradas rellenas de monigotes y animación falsa, así como el
deterioro económico de los clubs que no han competido dopados de petrodólares… mientras
los organismos federativos miraban a otra parte. El fair play financiero
es un oxímoron, una contradicción en los términos. Algún día se conocerán las razones de esta ceguera que se
convierte en mirada penetrante para asuntos menores. El lanzamiento de los
Juegos Olímpicos es un buen motivo para hacer algunas reflexiones sobre el lado
oscuro del deporte.
La especie
humana, como la mayoría del mundo animal, lleva grabado en su código genético
un conjunto de actitudes necesarias para que funcione el principio evolutivo de
la selección natural: la rivalidad, la competencia, el reto, la demostración,
el enfrentamiento, la dominancia y la territorialidad (léase nacionalismo en la
especie humana). Los enfrentamientos, incluso a muerte, entre los machos durante
la época de celo por la posesión de las hembras garantiza la mejora de la
descendencia y la continuidad de la especie. Son los valores reales del
deporte. Lo llevamos en la sangre. Según expertos paleoantropólogos, el paso de
la naturaleza a la cultura, de la antropogénesis a la sociogénesis, dio lugar a
ciertas manifestaciones incipientes. Al comienzo, no cabe hablar en el hombre
primitivo de deporte, sino de ejercicio físico consciente para propiciar los
resultados de la caza o mejorar las estrategias de combate. En los últimos
estadios de la prehistoria los arqueólogos han encontrado abundante material:
tableros de puntuación, dados, palos, aros metálicos, bolas de piedra,
artefactos de hueso. Tuvo que haber un primer momento en el que coexistieron dos
garrotazos: el del líder en el
círculo de fuego y el de vencedor en la arena. Después vinieron Sumeria, Creta,
Egipto, China, Persia, Grecia, Roma... La historia del deporte.
Por supuesto, el
evolucionismo social exigió la participación de la mujer en las competiciones,
pero eso fue muy posterior, en concreto a comienzos del siglo XX. Las primeras
olimpiadas con participación femenina fueron las de Sídney en al año 2000. Desde
entonces no han dejado de incorporarse nuevas modalidades. En Tokio se han
estrenado cinco: béisbol/softbol, karate, skateboarding, escalada y surf. Por
cierto: no entiendo por qué el ajedrez no es deporte olímpico y sí el monopatinaje
o skateboarding.
En realidad, el
juego limpio, el respeto al adversario, el saber perder, lo importante es
participar o el afán de superación son ideales del deporte. Lo que cuenta, como
sentenciaba Luis Aragonés, es ganar, ganar y volver a ganar. Los únicos
momentos en que se muestra lo que algunos denominan ética deportiva son la
magia del escenario, la salida de los contendientes, la presentación de los
equipos, el intercambio de saludos, los himnos nacionales, la pasión de los hinchas.
El resto es el drama
de la selección natural trasladado al juego: el nacionalismo montaraz, ¡A por
ellos!, el cielo y el infierno, sonrisas y lágrimas, vencedores y vencidos. La
esencia del deporte consiste en fulminar al contrario. Lo demás es pantomima y teatro.
A esto se refería Borges cuando afirmaba que "La derrota tiene una
dignidad que la ruidosa victoria no merece".
Por supuesto
(como en la contienda política), en el deporte el fin justifica los medios. Entre
otros, esa lacra imposible de erradicar de la alta competición: la medicina
deportiva. Las técnicas de control del dopaje van siempre un paso por detrás de
las futuras sustancias prohibidas. Se sospecha que se usan pociones mágicas
hasta en el golf. Según parece, el último tipo de fraude son los artilugios
mecánicos en el ciclismo. Hay antiguos videos del Tour de Francia en las que un
toque detrás del sillín daba alas a un ciclista conocido por sus prácticas ilegales.
En el último Tour, algunos bravos del pelotón se quejaban de los extraños
chasquidos que se oían en mitad de la carrera. ¿Habrá que someter a las
bicicletas a un chequeo diario? Por no hablar de tanganas, escupitajos, lesiones
graves, gritos racistas, hinchadas violentas, tenistas destrozando la raqueta
contra el suelo, atletas (especialmente mujeres) sometidas a tratos inhumanos y
degradantes…
Pero el lado
oscuro afecta a todos los niveles del deporte. Los aficionados imitan a los
profesionales también en lo malo. Lo he vivido personalmente en el fútbol y en el
tenis. En la categoría de alevines
(cuando mi hijo comenzaba la ESO), algunos padres creían que sus hijos eran los
magos del balón. Consideraban que el equipo tenía que ganar sí o sí, y si se torcía
el resultado buscaban culpables: los “malos” del equipo (niños, compañeros de
clase, a los que no dudaban en marcar delante de sus atónitos padres), el
entrenador, el árbitro y, en última instancia, la dirección del colegio. He
visto a padres encantadores, amigos míos, transformarse en Mr. Hyde cuando el
entrenador, un joven profesor de educación física, mandaba al banquillo a sus
hijos para hacer rotaciones y que todos los niños pudieran saltar al campo. Llegaron
a insultarlo, amenazarlo e incluso zarandearlo. Por supuesto, el entrenador
dimitió, muchos padres sacaron a sus hijos del equipo y otros tuvieron una
desagradable entrevista con el director del centro.
En el fútbol juvenil (cuando mi hijo terminaba
el Bachillerato) he visto entradas salvajes alentadas por un público encrespado.
Y lo que es peor, los jugadores, al final del partido, no solo le negaban la
mano al rival, sino que acababan a empujones y trompadas. El vestuario
era un polvorín. He visto llegar a una ambulancia y sacar a un chaval en
camilla, o acudir la policía nacional con luces y sirena al rescate del
árbitro, incluso una furgoneta de antidisturbios para ponerse en medio de dos
hordas de padres enfurecidas.
Recuerdo los campeonatos de tenis en el
Club de Campo de Madrid (cuando mi hijo estudiaba en la Universidad) que
organizaban los profesores del club. En las fases de clasificación, todas las
pistas estaban ocupadas por lo que, dejaban que los jugadores se arbitraran a
sí mismos. Muchos, bajo la mirada atenta de su padre, no sabían perder y
cantaban como malas, bolas buenas del contrario y al revés. Al final el
perjudicado (o su padre) se hartaban y se armaba la trifulca. El profesor
acababa aplazando el partido hasta nueva orden tras tomar nota de las tormentas
en un vaso de agua. Según la fase de la competición se repetía el partido con
árbitro o ambos quedaban descalificados, es decir, pagaban justos por pecadores.
En conclusión, creo que el deporte es una actividad en la que simplemente se gana o se pierde porque en el mundo puede ocurrir cualquier cosa en cualquier momento ¿Pero a quién le interesa esto?
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