Telépolis

domingo, 19 de diciembre de 2021

Mis experiencias en Cataluña

 

Recuerdo que, hace mil años, allá por el 2003, participé en una comisión del Ministerio de Educación y Ciencia para la elaboración de los curricula de mínimos de las asignaturas de Filosofía e Historia de la Filosofía. Una vez aprobados, los representantes del Ministerio y los directores de las comisiones del MEC se reunieron con sus homólogos de las Comunidades Autónomas para consensuarlos. Ardua labor, voto a tal. Lo cierto es que, salvo matices de poca monta, no hubo nada que objetar, ¡especialmente las delegaciones del País Vasco y Cataluña! (decía asombrado nuestro director). La conclusión era evidente. Cuando, al cabo de unos meses, comparamos los decretos de mínimos vasco y catalán con el nuestro, el estatal, lo único que pudimos detectar era un cierto aire de familia… El resto de los decretos autonómicos eran vagamente parecidos. Y a ver quién le pone el cascabel al gato. El actual problema de la cuota del 25% de castellano en las aulas catalanas, ratificado por el Tribunal Supremo, es básicamente lo mismo: como implementar medidas que permitan aplicar la ley. Misión imposible. La aplicación de un 155 permanente es una ocurrencia absurda. En realidad, es lo que desean los sectores más radicales del independentismo. Esperan que las democracias europeas, por más que conozcan el laberinto español, se harten de soluciones contundentes y acaben por darles la razón.   

Según parece, dicen los sociólogos y las urnas lo confirman, la mitad o más de los catalanes no son independentistas. Pueden ser españolistas, nacionalistas, cosmopolitas o nada… pero el catalán es su lengua materna y el castellano su segunda opción; tienen, por tanto, el privilegio cultural de ser bilingües. En mi opinión, no se puede poner puertas al campo. La enseñanza pública y concertada se impartirán antes o después en catalán. Y los que quieran que sus hijos aprendan en castellano tendrán que adaptarse al principio de realidad por mucha razón que lleven y un montón de sentencias los avalen. Alegan los españolistas contumaces que el catalán no tiene proyección internacional; lo cierto es que el castellano tampoco, al menos en la Unión Europea. Además, los catalanes lo hablan tan bien como el que más.  

Yo he vivido un año en Cataluña. Fue mi primera plaza como funcionario de carrera en la Enseñanza Media, agregado de instituto; saqué una plaza en el último tercio de la lista provisional y gracias. Me destinaron a Huesca, pero en la lista definitiva me desplazaron a Sabadell en pleno auge de la transición y del nacionalismo emergente. Me sentí más extranjero que en Lisboa (literal). Ser madrileño empeoró las cosas. Uno de los conversos de tercera generación (los más agresivos), sus abuelos eran de Almería, me preguntó de sopetón en la cafetería del centro delante de sus colegas si era de la brigada política social. Entonces yo era alto, rubio y de ojos azules; le respondí si tenía huevos para decírmelo en la calle, pero solos, sin la guardia pretoriana. Yo había dado clases de defensa personal durante dos años en una escuela de Madrid por mero deporte místico. Le mostré mi homologación de grado (que llevaba por primera vez en la cartera) para evitar partirle la cara y por ese lado se acabó el acoso. Se quejó a la junta directiva de que lo había amenazado en el centro, pero como lo tenían muy visto y, en el fondo, lo miraban como un charnego reciclado, ni siquiera me preguntaron por mi versión de los hechos.

Teníamos horario partido por lo que me apunté a comer con un grupo de compañeros, algunos foráneos, en el restaurante al que solían ir. Lo malo no es que hablaran exclusivamente en catalán, lo cual era lógico hasta cierto punto, sino que nos hacían un vacío cósmico. Dejé de molestarles con mi no presencia. Observé también, los pocos días que estuve, que un profesor de historia, catalán de pura cepa, respetado en el centro, les contestaba siempre en castellano cervantino (¡viva el pluralismo!). Les indignaba a todas luces, pero se callaban. La última celada que sufrí quedó en intentona tras una excursión de profesores organizada por el instituto a un bello pueblo del Alto Ampurdán cuyo nombre no recuerdo. Después de la comida se organizó una partida de póquer tapado con cuatro profesores a la que me dejé arrastrar por complacer a los nativos; no me gusta el juego y además suelo perder. Lo raro es que les gané una pasta gansa con la que pagué el alquiler de la casa. Pasó una semana plana y un martes, al acabar las clases de la tarde, uno de los componentes de la timba, lo reconocí al punto, un profesor de educación física calvo como una bola de billar y la principal fuente de mis ganancias, me dijo que los viernes solían echar unas manos de póquer en casa de J. otro de los perdigones, por si quería apuntarme. Sin tener que afinar mucho, me olí la tostada de los conjurados y el pelat. No sé qué excusa puse, pero el tentador se dio cuenta de que yo me daba cuenta y ahí acabó la cosa, deportivamente.

El Departamento de Lengua Catalana, que hacía entre otras las funciones de comisariado político, me citó por escrito a una reunión oficial. Lo dirigía la inefable Montse, entre cuyas hazañas se contaba el haber pedido en catalán chuletas de cordero en una carnicería del Mercado Maravillas de la calle Bravo Murillo distrito de Chamberí, Madrid. Ante su brava insistencia, el personal castizo se cabreó y se libró por muy poco de salir en bragas a la calle… Lo primero que me espetaron las chicas (se había corrido la voz de que era un matasiete) fue si era consciente de que le estaba quitando la plaza a un profesor catalán. Sí, dije escuetamente, lo lamento. Me preguntaron si pensaba quedarme mucho tiempo en Cataluña porque si era así debía apuntarme desde ya a las clases de catalán para “castellanos parlantes”. Les conté la verdad de mi rebote en la lista, que pensaba irme cuanto antes y que mi familia materna era catalana (mi segundo apellido es Isern, en realidad mallorquín, pero coló); que una parte vivía en Barcelona, lo cual era cierto, les di la dirección y estoy seguro de que lo comprobaron. Desde entonces me llamaban siempre “Isern” y me invitaron por activa y por pasiva a renunciar a mi turbio pasado madrileño. En otra reunión me hablaron largo y tendido, como algo nuevo para mí, del sentimiento catalán (o sea, antiespañol); de la represión lingüística y cultural durante el fascismo, de la aspiración irrenunciable de Cataluña a separarse del Estado y tal y cual. Sí, lo comprendo, les dije, reprimiendo un bostezo.

Me dieron un horario sobrecargado, pero era el último por número de registro y tuve que aguantarme (no había turno rotatorio). Por supuesto, los claustros eran en catalán con breves incursiones en castellano para dejar claro a los monolingües ciertos aspectos cruciales que se podían malentender. Deambulaba por la sala de profesores como burro sin amo. Por lo demás, la junta directiva del centro era pasota y tolerante. Al terminar las vacaciones de Semana Santa somaticé una extraña fiebre rebelde y me demoré, certificado médico en mano, una semana en volver a Sabadell. Nadie me pidió explicaciones; era como si no hubiera pasado.

Curiosamente, con quien mejor relación tuve fue con los alumnos, la parte contratante de la primera parte. Antes de pasar lista en todos los cursos, les aclaré por qué había recalado allí y nadie dijo nada ofensivo ni defensivo. Cuando pronuncié chapuceramente apellidos como Fortuny me corrigieron con humor. Me disculpé por mi torpeza. Algunos me preguntaron, con la mejor intención creo, si podían escribir los exámenes en catalán. Les respondí que podían hacerlo en la lengua que quisieran, pero si lo hacían en catalán, por culpa de mis carencias quizás no podría valorar en su justa medida lo que sabían, lo que podía perjudicarles en mi valoración de la nota. Por supuesto, el viejo truco. Nadie, en el año que estuve, me redactó jamás un examen en su lengua materna. Antes de dar las notas, generosas, les di las gracias por su colaboración en el proceso de aprendizaje y bla, bla, bla. Lo que sí puedo asegurar categóricamente es que escribían en castellano exactamente igual de bien y mal que los alumnos de otros centros públicos españoles en los que impartí mis clases. Además de los alumnos, lo dejo para el final, mi mayor satisfacción fue tener el privilegio de encontrar en Sabadell a uno de mis mejores amigos de siempre, Alfonso Giral. Las circunstancias de la vida nos separaron, pero siempre llevaré conmigo su mejor recuerdo. Va por ti, Alfonso.

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