Telépolis

jueves, 20 de enero de 2022

Tertulias. Primera parte

 

Si consultan el Breve diccionario etimológico de la lengua castellana de Joan Coromines, se enterarán, si no lo sabían, de que la tertulia era cierta parte del teatro donde se reunían los espectadores más cultos, los tertulianos, porque, según una tradición del siglo XVII, citaban con frecuencia a Tertuliano (c. 160-c. 220), un erudito Padre de la Iglesia. Otra interpretación atribuye el término a la expresión medieval ter Tullius o “el que vale tres veces como Tulio”, o sea Cicerón.  

Una tertulia, dicho en román paladino, es una reunión de gente que se reúne habitualmente para discutir o conversar sobre los temas más diversos. Hay quien opina que las primeras tertulias surgieron en la plaza pública de la antigua Atenas, cuando Sócrates, rodeado de un buen número de discípulos (le gustaban jóvenes), proponía, discutía y refutaba a sus oponentes, sabios de pacotilla, con su invencible método dialéctico. Históricamente, las primeras tertulias surgieron en el siglo XVIII para conversar sobre asuntos literarios, artísticos, musicales o filosóficos… Con el tiempo, por supuesto, se amplió el repertorio hasta abarcar la totalidad del mundo real e imaginario.  

Acotemos el término. No conviene confundir una tertulia con los salones afrancesados del siglo XIX donde se reunían en la mansión de un distinguido aristócrata o un burgués de gama alta selectos invitados por su condición social, su popularidad o sus méritos intelectuales. Tampoco es lo mismo una tertulia que una reunión de sobremesa con familiares y amigos donde lo habitual es la charla informal, el chismorreo o las anécdotas. Ni las interminables partidas de mus entre los socios de un casino de provincias donde se pone verde al primero que se da la vuelta. O las charlas de rebotica de las fuerzas vivas de la España profunda a las que puso música y letra José Luis Perales. Y mucho menos la logomaquia entre canapés y copas propia de la clausura de una convención empresarial. Quizás lo más parecido a una tertulia sean las conversaciones crónicas (siempre se dice lo mismo a la misma hora y en el mismo tono) de los miembros de un club de caballeros ingleses arrellanados en confortables sillones de cuero con un cohíba y un escocés las manos.  

España es el país por excelencia de las grandes tertulias. Sería interminable citar las más célebres. Les remito a la excelente página Cafés con tertulia (Madrid). Solían ser nombradas o bien por el personaje ilustre que las presidia o bien por el local donde se celebraban, normalmente cafés, cervecerías o restaurantes.

He asistido a dos tertulias menores. Una literaria, quincenal, organizada por profesores de instituto, que se celebraba en la trastienda de una librería de Chamberí, cerrada mucho antes de la pandemia. Se proponía la lectura de un libro, normalmente una novela española de cualquier época, que luego se comentaba, se leían fragmentos claves con voz arrebatada e incluso se organizaban viajes a los lugares donde se desarrollaba la narración. Como la mayoría eran especialistas en lengua y literatura se hacía, en mi opinión, excesivo hincapié en los elementos estilísticos, históricos y biográficos del texto y menos en los conceptuales. Mis intervenciones, no demasiadas, se consideraban originales y sugerentes pero contaminadas de sobresentidos. Fui más por curiosidad que por interés; además no me convence la idea de leer por obligación ni me gustan los viajes en grupo con personas a las que sólo conozco de oídas. Al terminar el curso me despedí cordialmente. Asistí también a una tertulia filosófica en el Ateneo de Madrid del que fui socio dos años, más por una imagen absurda que por lo que me aportaba. Por ejemplo, su biblioteca es espléndida, pero la de la Biblioteca Nacional es una de las mejores del mundo y además gratis. Algo similar se puede decir de los ciclos de conferencias y eventos culturales de ambas instituciones. La tertulia del Ateneo, más o menos semanal, era una pura improvisación entre muy viejos conocidos con un catedrático de ontología al frente. Con el tiempo habían construido un lenguaje privado que más o menos conseguí descifrar. Afirmaban, tras un laberinto de disquisiciones inextricables, que Dios es el universo entero y que ni la autoconciencia ni la racionalidad son atributos de Dios, aunque lo sean de ciertos pobladores del cosmos, lo cual es irrelevante a efectos teológicos. Esto explica el problema del mal en el mundo y la presencia y, a la vez, la no presencia de Dios en la vida humana, ambas absolutas y no contradictorias. Las leyes naturales son el lenguaje de un Dios que no habla; que es eterno e infinito, pero no lo sabe. Que la nada es inconcebible y, por lo tanto, es imposible que Dios no exista. Según decían, se han descubierto fluctuaciones cuánticas en el vacío absoluto, pero de ahí no se sigue nada (¿Los escalofríos de Dios?). El nudo gordiano de sus embrollos era la palabra nada, que era, en el fondo, de lo que trataba la tertulia.

Hay otro tipo de tertulias: televisivas, radiofónicas y virtuales. Las televisivas son más bien programas de telerrealidad. Aparecen y desaparecen en función de los índices de audiencia que alcancen. No son propiamente una tertulia sino una reunión de gente famosa surgida de los rincones más insospechados del circo social que se dedican a hablar de sí mismos en pretérito perfecto, a soltar sus ocurrencias infumables, a sacar los trapos sucios de los ausentes o a criticarse entre sí, tras airear los suyos. Hubo incluso telerrealidades con gente anónima, de la calle, iguales al espectador, que acababan en broncas enormes y puños fuera o en reconciliaciones lacrimógenas. Se dijo que todo respondía a un montaje prefabricado. En cualquier caso, el desmedido aumento de la cantidad del estímulo dejó de funcionar porque a medio plazo a nadie le interesan las cuitas de un prójimo sin importancia. Prácticamente han desaparecido.

Las tertulias de la radio son políticas o futboleras. Las primeras incorporan a periodistas, politólogos y viejas glorias de la cosa pública. Detrás de sus incontables discrepancias, matices y variaciones sobre el mismo tema, todas tienen en común el aroma inconfundible del medio que las mantiene. Si alguien les dice que se apunta a todas las tertulias políticas para estar mejor informado, no se lo crean; sólo sintonizamos las emisoras que nos dan la razón. Las tertulias futboleras son las más divertidas porque su formato es el de gritar la opinión, pontificar sobre tu equipo o el rival, interrumpir o no dejar hablar, meterse personalmente con los colegas y, en el fondo ser compañeros del alma. Lo que hacen es alimentar la guerra y el negocio del futbol. En algunas, los oyentes interactúan por teléfono con la peña: hinchas, erasmus, seguratas, camioneros. La lógica de estos últimos me parece especialmente valiosa. Los pondría mañana mismo al frente de un Consejo de ministros filantrópico-tecnocrático. El éxito de las tertulias políticas o futboleras se basa en que forman parte de nuestros hábitos sagrados al acostarnos y levantarnos. Lo que no quita que se las vea el plumero. Si no quieren enterarse de nada comparen las tertulias de la radio catalana con la madrileña. Como Luis Aragonés advertía al vestuario sobre la prensa deportiva: ellos juegan su partido y nosotros el nuestro; ni p. caso.

Por último, las tertulias virtuales se remontan a los antiguos grupos de noticias de internet sobre los temas más insólitos y los chats abiertos o cerrados que, por lo visto, siguen activos. Pero lo que actualmente se lleva son los programas de mensajería instantánea que incluyen grupos con intereses afines. WhatsApp es el primero entre los pares. Se podría decir que las redes sociales son una enorme tertulia digital. Pero esto requiere un nuevo artículo. Continuará. 

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