Si consultan el Breve diccionario etimológico
de la lengua castellana de Joan Coromines, se enterarán, si no lo
sabían, de que la tertulia era cierta parte del teatro donde se reunían los
espectadores más cultos, los tertulianos, porque, según una
tradición del siglo XVII, citaban con frecuencia a Tertuliano (c. 160-c. 220),
un erudito Padre de la Iglesia. Otra interpretación atribuye el término a la
expresión medieval ter Tullius o “el que vale tres veces como
Tulio”, o sea Cicerón.
Una tertulia, dicho en román paladino, es una reunión
de gente que se reúne habitualmente para discutir o conversar sobre los temas
más diversos. Hay quien opina que las primeras tertulias surgieron en la plaza
pública de la antigua Atenas, cuando Sócrates, rodeado de un buen número de
discípulos (le gustaban jóvenes), proponía, discutía y refutaba a sus
oponentes, sabios de pacotilla, con su invencible método dialéctico.
Históricamente, las primeras tertulias surgieron en el siglo XVIII para
conversar sobre asuntos literarios, artísticos, musicales o filosóficos… Con el
tiempo, por supuesto, se amplió el repertorio hasta abarcar la totalidad del
mundo real e imaginario.
Acotemos el término. No conviene confundir una
tertulia con los salones afrancesados del siglo XIX donde se reunían en la
mansión de un distinguido aristócrata o un burgués de gama alta selectos
invitados por su condición social, su popularidad o sus méritos intelectuales.
Tampoco es lo mismo una tertulia que una reunión de sobremesa con familiares y
amigos donde lo habitual es la charla informal, el chismorreo o las anécdotas. Ni
las interminables partidas de mus entre los socios de un casino de provincias
donde se pone verde al primero que se da la vuelta. O las charlas de rebotica
de las fuerzas vivas de la España profunda a las que puso música y letra José Luis Perales. Y mucho
menos la logomaquia entre canapés y copas propia de la clausura de una
convención empresarial. Quizás lo más parecido a una tertulia sean las
conversaciones crónicas (siempre se dice lo mismo a la misma hora y en el mismo
tono) de los miembros de un club de caballeros ingleses arrellanados en
confortables sillones de cuero con un cohíba y un escocés las manos.
España es el país por excelencia de las grandes tertulias.
Sería interminable citar las más célebres. Les remito a la excelente
página Cafés con tertulia (Madrid). Solían ser
nombradas o bien por el personaje ilustre que las presidia o bien por el local
donde se celebraban, normalmente cafés, cervecerías o restaurantes.
He asistido a dos tertulias menores. Una literaria,
quincenal, organizada por profesores de instituto, que se celebraba en la
trastienda de una librería de Chamberí, cerrada mucho antes de la pandemia. Se
proponía la lectura de un libro, normalmente una novela española de cualquier
época, que luego se comentaba, se leían fragmentos claves con
voz arrebatada e incluso se organizaban viajes a los lugares donde
se desarrollaba la narración. Como la mayoría eran especialistas en lengua y
literatura se hacía, en mi opinión, excesivo hincapié en los elementos
estilísticos, históricos y biográficos del texto y menos en los conceptuales.
Mis intervenciones, no demasiadas, se consideraban originales y
sugerentes pero contaminadas de sobresentidos. Fui más por
curiosidad que por interés; además no me convence la idea de leer por
obligación ni me gustan los viajes en grupo con personas a las que sólo conozco
de oídas. Al terminar el curso me despedí cordialmente. Asistí
también a una tertulia filosófica en el Ateneo de Madrid del que fui socio dos
años, más por una imagen absurda que por lo que me aportaba. Por ejemplo, su
biblioteca es espléndida, pero la de la Biblioteca Nacional es una de las
mejores del mundo y además gratis. Algo similar se puede decir de los ciclos de
conferencias y eventos culturales de ambas instituciones. La tertulia del
Ateneo, más o menos semanal, era una pura improvisación entre muy viejos
conocidos con un catedrático de ontología al frente. Con el tiempo habían
construido un lenguaje privado que más o menos conseguí descifrar. Afirmaban,
tras un laberinto de disquisiciones inextricables, que Dios es el universo
entero y que ni la autoconciencia ni la racionalidad son atributos de Dios,
aunque lo sean de ciertos pobladores del cosmos, lo cual es irrelevante a
efectos teológicos. Esto explica el problema del mal en el mundo y la presencia
y, a la vez, la no presencia de Dios en la vida humana, ambas absolutas y no
contradictorias. Las leyes naturales son el lenguaje de un Dios que no habla;
que es eterno e infinito, pero no lo sabe. Que la nada es inconcebible y, por
lo tanto, es imposible que Dios no exista. Según decían, se han descubierto
fluctuaciones cuánticas en el vacío absoluto, pero de ahí no se sigue nada
(¿Los escalofríos de Dios?). El nudo gordiano de sus embrollos era la
palabra nada, que era, en el fondo, de lo que trataba la
tertulia.
Hay otro tipo de tertulias: televisivas, radiofónicas y virtuales. Las televisivas
son más bien programas de telerrealidad. Aparecen y desaparecen en
función de los índices de audiencia que alcancen. No son propiamente una
tertulia sino una reunión de gente famosa surgida de los
rincones más insospechados del circo social que se dedican a hablar de sí
mismos en pretérito perfecto, a soltar sus ocurrencias infumables, a sacar los
trapos sucios de los ausentes o a criticarse entre sí, tras airear los suyos. Hubo incluso telerrealidades con gente anónima, de la
calle, iguales al espectador, que acababan en broncas enormes y puños fuera o
en reconciliaciones lacrimógenas. Se dijo que todo respondía a un montaje
prefabricado. En cualquier caso, el desmedido aumento de la cantidad del
estímulo dejó de funcionar porque a medio plazo a nadie le interesan las cuitas
de un prójimo sin importancia. Prácticamente han desaparecido.
Las tertulias de la radio son políticas o futboleras.
Las primeras incorporan a periodistas, politólogos y viejas glorias de la
cosa pública. Detrás de sus incontables discrepancias, matices y variaciones
sobre el mismo tema, todas tienen en común el aroma inconfundible del medio que
las mantiene. Si alguien les dice que se apunta a todas las tertulias políticas
para estar mejor informado, no se lo crean; sólo sintonizamos las emisoras que
nos dan la razón. Las tertulias futboleras son las más divertidas porque su
formato es el de gritar la opinión, pontificar sobre tu equipo o el rival,
interrumpir o no dejar hablar, meterse personalmente con los colegas y, en el
fondo ser compañeros del alma. Lo que hacen es alimentar la guerra y
el negocio del futbol. En algunas, los oyentes interactúan por teléfono
con la peña: hinchas, erasmus, seguratas, camioneros. La lógica de estos
últimos me parece especialmente valiosa. Los pondría mañana mismo al frente de
un Consejo de ministros filantrópico-tecnocrático. El éxito de las
tertulias políticas o futboleras se basa en que forman parte de nuestros
hábitos sagrados al acostarnos y levantarnos. Lo que no quita que se las vea el
plumero. Si no quieren enterarse de nada comparen las tertulias de la radio
catalana con la madrileña. Como Luis Aragonés advertía al
vestuario sobre la prensa deportiva: ellos juegan su partido y nosotros
el nuestro; ni p. caso.
Por último, las tertulias virtuales se remontan a los antiguos grupos de noticias de internet sobre los temas más insólitos y los chats abiertos o cerrados que, por lo visto, siguen activos. Pero lo que actualmente se lleva son los programas de mensajería instantánea que incluyen grupos con intereses afines. WhatsApp es el primero entre los pares. Se podría decir que las redes sociales son una enorme tertulia digital. Pero esto requiere un nuevo artículo. Continuará.
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