Desde que se remodeló hace más de dos décadas somos asiduos del Teatro Real. Un generoso familiar, directivo de una fundación que colabora en su mecenazgo, nos proporciona entradas de palco con derecho a copa en el entreacto. Agradecidos. Cuando alguien me pregunta si soy aficionado a la música clásica contesto que realmente lo que me gusta es la ópera. He coleccionado los programas de mano de todas las representaciones a las que hemos asistido. Los más antiguos eran auténticos libros con doble cubierta, los nuevos parecen hojas parroquiales. A propósito, el refrigerio del descanso también ha bajado el listón: en la edad de oro circulaba en abundancia el jamón, las croquetas, los tacos de salmón y la tortilla de patatas; ahora pasan de vez en cuando bandejas remilgadas con mini cazoletas rellenas de cremas multicolor parecidas a las tarrinas plastificadas de las películas de naves espaciales en tránsito. Por las mullidas alfombras del salón VIP desfilan los personajes más famosos e influyentes del gran teatro del mundo. Hay más escoltas que invitados. He visto a políticos de primera fila en el Congreso y en el patio de butacas departiendo cordialmente con sus compañeros de partido que una semana más tarde los pondrán entre la espada y la pared. A pesar de su facundia gestual, desafinan. Se me pasa por la cabeza una ocurrencia fácil: son lo contrario de una orquesta sinfónica.
El
libreto de la ópera, su contenido narrativo, y la puesta en escena
hacen más fácil seguir sin travesías del desierto la unidad de letra música y
no perderse en cabezadas y haces de ideas en el teatro de la mente,
como diría Hume, que nada tienen que ver con la obra. Hemos
asistido en numerosas ocasiones, también por el mismo cauce, a los conciertos
que se celebran en el Auditorio
Nacional y estoy familiarizado con el escuchar desatento de los aficionados,
como yo; algo impensable en el auténtico melómano dotado de conocimientos
musicales que le permiten leer la partitura, distinguir la función de los
grupos instrumentales y captar el conjunto orquestal.
En
realidad, lo importante de la ópera no es el valor literario del libreto, en
ocasiones grandilocuente como ocurre con Wagner; otras, dramático sin mesura,
por ejemplo, en Puccini, donde muere hasta el apuntador o
demasiado insólito y simbólico, como la mozartiana flauta mágica,
por lo demás una obra maestra. Lo que hace grande a una ópera es el talento del
compositor para encontrar la armonía perfecta entre el argumento, la
puesta en escena y la musicalidad; en encontrar los
compases conmovedores, humorísticos, agónicos, arrebatadores y un conjunto
infinito de matices que modelan, envuelven y transforman el argumento en pura
sustancia musical. La industria del cine desde sus inicios sonoros comprendió
el sentido de esta mutua copertenencia entre el guion, los
planos y la banda sonora. Por cierto, la utilización conjunta del texto, el
coro, la música, la danza y la escenografía proceden del antiguo teatro
griego.
Nadie
como Mozart, ni siquiera Wagner con su teoría de la obra de arte total tomada
de la tragedia griega, ha conseguido esta perfecta transfiguración de los tres
elementos constituyentes de la ópera. Por cierto, cada vez soy más reticente a
las escenografías que se aparten en exceso de las indicaciones del libreto. Es
evidente que muchas obras de repertorio se repiten temporada tras temporada en
los grandes coliseos y que a los abonados les gustan las nuevas producciones.
No obstante, el exceso de originalidad del escenógrafo, su egotismo, pueden
devaluar, truncar e incluso arruinar la representación. Una cosa es la
creatividad y otra la extravagancia. Detesto el minimalismo extremo, donde una
sábana blanca representa la pureza, una solitaria columna, el poder y unas
cintas azules, el proceloso mar. Tampoco lo contrario: no es preciso que una
casa sea un abigarrado complejo de módulos cubistas que inundan el escenario y
giran sobre sí mismos para introducir las transiciones de la acción sin que el
espectador se aclare. Tampoco me convencen los vestuarios ahistóricos donde
los caballeros medievales parecen habitantes de otro planeta o los centuriones
romanos se disfrazan de oficiales del tercer Reich. Hace años asistí a una
representación del Don Juan de Mozart donde el ilustre
seductor era un señorito de derechas y doña Elvira una criada del barrio.
También se han puesto de moda las proyecciones en tres dimensiones y los
hologramas con alusiones crípticas y mensajes ocultos. Aunque se trate de una
ópera de Verdi, popular y diáfana, hay que asistir a la conferencia previa al
estreno del director musical o del director de escena (o escuchar su grabación
en video) para que se nos muestren los arcanos del enigma revelado.
Además
del argumento, la puesta en escena y la musicalidad, el
cuarto elemento de la ópera es, por supuesto, el reparto y la
dirección musical. Por eso hablamos de grabaciones de referencia. Dos
impresiones a propósito de estas últimas, antiguas o modernas, grabadas en
vinilo, Cd o video: en absoluto es comparable el sonido de una orquesta en vivo
a la alta fidelidad, si bien es cierto que la calidad vocal de los intérpretes
y el equilibrio sonoro entre las voces y el foso es mejor en las grabaciones.
Por lo demás, hay más distancia estética entre una opera en el teatro y la
misma grabada que entre una película en el cine y en la televisión por muchas
pulgadas que tenga. Por eso si antes de asistir a una representación escuchamos
una grabación de referencia, al salir del teatro tenemos la sensación de haber
escuchado dos óperas distintas. Es una experiencia
curiosa.
El
único efecto beneficioso que ha tenido la pandemia sobre la ópera ha sido el
uso obligatorio de las mascarillas, algunas a juego con los modelos de las
damas, que ha fulminado las tormentas de toses. Es conocida la reacción hace
años del gran pianista Maurizio Pollini en el Auditorio de Madrid ante el
catarro coral del público: detuvo la interpretación de un nocturno de Chopin,
se levantó y se retiró al camerino. Tras un cuarto de hora volvió, terminó el
resto del programa de forma rutinaria y salió a saludar al público una sola
vez. Durante la apertura del teatro tras la llamada nueva normalidad,
un mero carraspeo suponía que tres filas de butacas mirasen horrorizadas al
presunto transmisor de la carga viral.
Las cumbres del género, muy por encima del siguiente escalón, son las tres grandes óperas que Mozart compuso en colaboración con el libretista italiano Lorenzo da Ponte: Le nozze di Figaro, Don Giovanni y Così fan tutte. Esta semana será la tercera vez que asistiré a una representación de Las bodas de Fígaro en el Teatro Real, mi preferida. Recuerdo la carátula de la primera grabación en vinilo de Daniel Barenboim en 1977 en la que unos ángeles muestran la partitura de Las bodas a un grupo de músicos que tocan sus instrumentos. Amadeus. Un amigo mío, flautista de una orquesta de cámara catalana, me comentaba que incluso las hojas de Las bodas, los pentagramas, son de una hermosa plasticidad. La primera vez fue en la temporada 2008-9 dirigida por Jesús López Cobos, fallecido en 2018, cuya salida del Real no fue todo lo digna que merecía, la segunda en la temporada 2010-2011 bajo la batuta de Víctor Pablo Pérez y esta última bajo la dirección musical de Ivon Bolton en una producción de Canadian Opera Company procedente del Festival de Salzburgo. He visto el video promocional y leído las opiniones de la crítica especializada. La obra está ambientada en la actualidad. Fígaro parece el empleado de una oficina de seguros y la trasposición del mensaje original gira en torno al significado del amor, un tema que sólo Platón se atrevió a tratar de forma directa, del erotismo (¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?), del acoso sexual desde una posición dominante y sus ambigüedades, del machismo celoso y de cómo el eterno femenino nos arrastra, esto sí típicamente mozartiano. En fin, para mí no son los mejores augurios de una ópera bufa cuya divertida trama se desarrolla en el palacio sevillano del Conde de Almaviva en la segunda mitad del siglo XVIII.
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