El Festival de
la Canción de Eurovisión supera cada año sus cuotas de audiencia. Las
votaciones finales del 2022 fueron seguidas en nuestro país por casi siete
millones de espectadores. Se estima que en todo el mundo lo vieron alrededor de
500 millones. ¿Cuáles son las claves del éxito de este acontecimiento internacional
que se remonta a 1956 en Suiza (que, por cierto, ganó) y sólo ha sido
suspendido en 1920 por la pandemia?
La primera es,
por supuesto, su larga tradición. Tuvo distintos formatos hasta que se adoptó
el actual. Una curiosidad: es el programa de televisión vigente más antiguo. Desde
nuestra más tierna infancia estábamos acostumbrados a que durante la primera
quincena de mayo nuestros mayores se enchufaran a las nueve de la noche al
Festival de Eurovisión, del mismo modo que lo hacían a las nueve de la mañana del
22 de diciembre al Sorteo de la Lotería de Navidad. Delante de la humeante sopa
de Gallina Blanca engordada con un huevo escalfado, el pescado congelado en
salsa verde y el flan chino mandarín (tan antiguo como Eurovisión) seguíamos
con interés menguante la procesión de canciones de cada país hasta que le tocaba
a la nuestra. En realidad, ya la conocíamos; era igual de insulsa que las demás
y lo único que nos mantenía despiertos era el fallo clamoroso del o de la o de
los intérpretes, como el genial gallo que hizo famoso a Manel Navarro en 2017. El pico de la
ola coincidía con el politiqueo descarado de las votaciones, los amigos de los
amigos, los previsibles intercambios de puntos (L’Italie, dix points) y
el subidón aullante de los vencedores que repetían la matraca entre focos láser,
nubes multicolor y lluvia digital de serpentinas. Hasta la presente edición, la
española casi siempre terminaba en la parte baja de la tabla.
Desde sus
comienzos, la mayoría de las canciones eurovisivas han sido de encefalograma
plano. Recuerdo algunas modalidades: la andanada de fragor que te golpea de
principio a fin, la coreografía de vértigo que da cobertura a un tema monocorde
(SloMo), la rebuscada originalidad de ciertos personajes estrafalarios
salidos de un videojuego futurista y las baladas cursis, edulcoradas con una
melodía sin melodía. Es cierto que algunas podían salvarse por su esquema
musical creíble y pegadizo: Poupée de cire, poupée de son, de France
Gall (1965), Puppet on a Strin, de Sandie Shaw (1967), Eres tú,
de Mocedades (1973) o, más cercana, Merci Chérie, de Udo Jürgens (2017).
Otra razón del
éxito del Festival son las deslumbrantes tecnologías kitsch del espectáculo que
abruman al espectador con un impacto cada vez más envolvente y un aumento
sostenido de la cantidad del estímulo. Se acabaron los efectos especiales a la
vieja usanza. Los fuegos artificiales son historia. Este año, en el Pala
Alpitour de Turín, los organizadores, habían preparado para sorprendernos el sol cinético, el
centro luminoso del universo, una plataforma semicircular formada por siete
arcos concéntricos que se moverían al ritmo de cada tema, proyectarían imágenes
de Italia y del país representado y se ajustarían a la escenografía de los
intérpretes. Al final uno de los rotores se estropeó sin tiempo para repararlo
y hubo que dejarlo fijo. Chapuza a la italiana. Da la impresión de que
los fines musicales han sido sustituidos por los medios electrónicos. Es
probable que algunas canciones hayan sido compuestas mediante algoritmos informáticos.
La idea que recorre y soporta el desarrollo del Festival es lo inesperado. La canción, por supuesto. Pero todavía más el desfile de modelos exclusivos, los destapes rompedores (las piernas que no dejan ver el bosque), los peinados imposibles, los trucos de magia negra y los finales extáticos. Otro elemento imprescindible es el sentimiento nacional. Un nacionalismo inocuo (dentro de lo que cabe) de banderitas al viento y brindis al sol. Como la Liga de Campeones, Roland Garros o los Juegos Olímpicos. Los atuendos suelen incorporar detalles del folclore nacional más o menos evidentes. La canción puede aludir de pasada a rasgos musicales etnocéntricos. Chanel con traje de luces y toque de clarín. Y, sobre todo, el prestigio internacional del ganador, cuyo privilegio es organizar la siguiente edición. Patriotas por un día. Y la resaca mediática que dura una semana. Luego, el sol cinético se convierte en un agujero negro que no deja escapar ni un rayo de luz.
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