Basado en hechos
reales. Hace un montón de años, todavía profesor interino, impartía clases
en el instituto más antiguo de Cuenca (dónde, por cierto, había cursado el
bachillerato). Los profesores lo llamaban “Harvard”. Quizás porque era
primerizo en el aula, me gané la confianza (o más bien al revés) de tres
alumnos pocos aficionados a los apuntes y a los libros de texto, aunque lectores
voraces de ciertos temas más turbios. Aunque me parecieron más inteligentes de
lo normal, eran repetidores. Una mañana, después de inventarse un pretexto para
ir a mi departamento, su interés por la metafísica, terminaron por
contarme que habían saltado en varias ocasiones, a oscuras y en celada, la
tapia del cementerio municipal Cristo del Perdón mientras dormía el
cuidador y habían colocado un magnetófono cerca de una tumba en la parte nueva para
grabar psicofonías, sin darme más detalles pese a mi insistencia. Una semana
después los invité a mi casa para escuchar en el equipo de alta fidelidad una psicofonía,
la última me dijeron, de una hora aproximadamente: en efecto, a intervalos
irregulares se oía un sonido muy lejano, rítmico, denso, desconocido que me
produjo escalofríos. Encendí la luz. Mensaje recibido, sonrieron tres rostros lívidos.
Ante mis dudas razonables, me juraron que sería estúpido engañarme y que nunca
más volverían a saltar la tapia y menos, acercarse a esa tumba, incluso
de día. No volvieron a sacar el tema ni me dieron más explicaciones. Empezaron
a faltar a las clases. Tampoco se presentaron a los exámenes finales.
Al cabo de un
mes, en vacaciones de verano, al oscurecer la tarde, cuando sacaba a pasear al
perro de mi padre por el Parque de los Moralejos, se me acercó una joven delgada,
con vestido largo y un sombrero de ala ancha que le tapaba parcialmente el rostro. Me identificó
y me preguntó si estaba preparado para unirme al antiguo grupo de Madrid. ¿A
quiénes, le pregunté sorprendido? Lo sabes de sobra me dijo. Le contesté que ignoraba
de que estaba hablando y que seguramente me había confundido con otro y, sobre
todo (un relámpago iluminó mi memoria) que no me buscara más. Se dio media
vuelta y desapareció entre las sombras. Llamé a mis tres alumnos y les conté lo
ocurrido: se miraron confusos, guardaron un elocuente silencio y con más prisa
de lo normal se marcharon. Estaba claro que sabían algo, pero nadie quería abrir
la puerta. Ni preguntas ni respuestas. Poco a poco nuestra relación se fue diluyendo.
Antes de las vacaciones
de Pascua, Germán el mayor de los tres alumnos, falleció al caer desde una cornisa
rocosa de la Hoz del Júcar. Un paseante madrugador se tropezó con su cuerpo al
amanecer, de lo que se deduce que se despeñó entrada la noche porque de lo
contrario lo hubieran descubierto antes al tratarse de un camino bastante transitado.
Nunca se aclararon las circunstancias. El cadáver del muchacho se encontraba en
un paraje junto al río Júcar donde se practica la escalada que, según sus amigos
y allegados, no solía frecuentar. ¿Alguien le citó? ¿Iba solo o acompañado?
¿Fue hasta allí o lo llevaron? La autopsia reveló que murió a causa de la
caída. Fue un desgraciado accidente, les dijeron a sus familiares. La prensa
local se limitó a repetir el comunicado.
Asistí al
entierro en la parte nueva del camposanto, pero sus dos amigos no
comparecieron. La curiosidad me pudo y me informé en la Secretaría del centro
del nombre y domicilio de sus padres. Los chicos vivían en Cuenca en el piso de
un tío de Germán al que no pude localizar por encontrarse de viaje. Ya
se habían ido de vacaciones. Sus padres eran vecinos de Tragacete, un pueblo de
la Serranía Alta. En la ficha no constaba ningún teléfono. Me desplacé con mi
padre al pueblo, a unos setenta quilómetros de la capital. La dirección que me
dieron en el instituto no correspondía a ninguna calle y nadie conocía a los
padres ni sus nombres constaban en el padrón. Al volver a Cuenca me fui
directamente a la policía y les puse al tanto de mi relación con Germán. Tras
varias entrevistas con los mismos inspectores, se olvidaron de mí y yo de
ellos. Pasado algún tiempo coincidí en la cafetería del Hotel Torremangana con
un antiguo compañero del bachillerato de letras que ahora era comisario de policía. Tras los cumplidos de rigor, me atreví a preguntarle por el “caso
Germán”. Lo recordaba. Me dijo que levantó un considerable revuelo interno, que
había pasado a otras instancias de la policía judicial y que la investigación
iba más allá de la provincia de Cuenca. ¿Madrid, le dije? De entrada, es
posible, me susurró, y no pude sacarle más.
Al comenzar el curso, como era de esperar, los otros dos no se matricularon y no los volví a ver en una ciudad de treinta y tantos mil habitantes. No obstante, no omito ciertas extrañas circunstancias que me sucedieron mientras estudiaba la carrera en la Universidad Autónoma de Madrid. Una en el metro, otra en una librería céntrica, la última en la boda de un amigo. La misma cara, los mismos gestos, la misma mirada hipnótica y penetrante… Tengo la total certeza de que era la joven que me abordó en el parque. O ciertas reuniones en el Café Comercial con varios compañeros de la Facultad que comenzaron con diatribas políticas y derivaron pronto hacia terrenos morbosos e inquietantes. Les dije que no me interesaban y que no iba asistir más. Estoy seguro de que al menos en una de las reuniones estaba ella. A veces es mejor dejar las cosas como están y no completar los huecos que faltan. Les he contado lo que me pasó. Quizás nada.
Inquietante
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