En el artículo anterior nos hemos centrado en la segunda parte
del concepto de cosmopolitismo: la Politeia, las distintas versiones del
hombre como ciudadano del mundo. Si nos centramos literalmente en la primera parte, el Cosmos en
su acepción más amplia, el concepto se transforma para hacernos ver, en un
sentido abrumador, más allá de la historia de las ideas, incluso de la historia
de las civilizaciones, que somos visitantes accidentales del Cosmos, invitados fugaces
a la fiesta de la vida, un instante puntual entre dos eternidades como
individuos y como especie.
El Cosmos es todo lo que es, todo lo que fue o lo
que será alguna vez. Del Cosmos forma parte el universo conocido, acaso una cáscara de
nuez en el océano del ser porque solo el ser es pensable y el no ser no es y
ni siquiera es pensable (Parménides de Elea). Los científicos calculan que el
universo conocido tiene una antigüedad de catorce mil millones de años. La
Tierra se formó hace aproximadamente cuatro mil quinientos millones de años, gira
alrededor de una estrella de tamaño medio, el Sol, situada en el borde de una
galaxia entre miles de millones, La Vía Láctea, perdida en la inmensidad del espacio-tiempo. La Vía Láctea forma parte del Grupo Local de Galaxias
situado en el Super Cúmulo de Virgo en Laniakea, a su vez ubicada en la llamada
Corona Boreal en los confines del universo observable.
La Tierra no es un lugar normal. Ningún planeta estrella o galaxia puede ser un lugar normal, porque en la mayor parte del Universo hay menos de un átomo por metro cúbico, mientras en nuestro entorno terrestre hay quintillones de átomos en el mismo volumen. El único lugar normal es el vacío cósmico cuyos límites son un misterio para el cerebro humano. La noche helada y perpetua del espacio intergaláctico es un lugar tan desolado que en comparación suya los planetas, las estrellas y las galaxias son algo dolorosamente raro y precioso.
Si nos soltaran al azar dentro del Cosmos la
probabilidad de que nos encontráramos sobre un planeta o cerca de él sería inferior
a una parte entre mil millones de billones (10 elevado a 33, uno seguido de
treinta y tres ceros). En la vida diaria una probabilidad así se considera
nula. Los mundos son algo precioso.
Las primeras formas de
vida sobre la Tierra, unicelulares, datan de hace tres mil seiscientos millones
de años. Aunque nada se sabe a ciencia cierta, la vida como realidad emergente
tuvo su origen en la existencia de una primitiva atmósfera terrestre sin oxígeno en la que se formaron unos compuestos
orgánicos muy simples. Estos compuestos estaban presentes en el agua primordial
de los grandes océanos, donde, gracias a la energía proporcionada por el calor,
los rayos ultravioletas y la electricidad ambiental, surgieron estructuras
orgánicas más complejas que hicieron posible la formación de una atmósfera rica
en oxígeno y el posterior desarrollo de todas las especies vivas. Fueron las
bacterias los primeros pobladores del planeta y serán los últimos en dejarla
cuando dentro de cuatro mil millones de años el fuego del Sol al morir consuma
definitivamente la Tierra, nuestra única patria y morada. Somos polvo de
estrellas, materia hecha consciencia en la que confluyen todos los niveles de
realidad: fisicoquímico, biológico, neurológico, psicológico, cognitivo,
cultural y virtual. Pienso, luego existe el Cosmos.
La existencia del hombre, el homo sapiens el hombre de Cromañón, la única consciencia capaz de preguntarse algo tan insólito como ¿Por qué el ser y no la nada? data de unos cuarenta mil años hacia atrás. Si convertimos la edad del Universo a escala de veinticuatro horas, el hombre lleva sobre la Tierra apenas unos segundos. Unos segundos tan valiosos que nos permiten considerarnos ciudadanos del Cosmos. Posiblemente los únicos. Stephen Hawking dejó escrito en su libro (póstumo) "Breves respuestas a las grandes preguntas": Tal vez la probabilidad de que la vida aparezca espontáneamente es tan baja que la Tierra es el único planeta en la galaxia — o en el universo observable— en el cual sucedió.
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