Hace tiempo sostuve unas conversaciones intermitentes
con mi buen amigo el coronel Carlos Abengoa, hombre solitario, soltero profesional,
misántropo sin malicia y militar ilustrado hasta donde alcanzo, pues es poco
dado a confidencias personales y mi trato con él se reduce a unas breves
estancias periódicas en un país de África Ecuatorial al que fui por razones
profesionales. Nos presentaron durante una cena de cortesía que ofreció el
embajador español en su residencia oficial al equipo de la Agencia de
Cooperación Internacional (del que yo formaba parte) junto a otros miembros de
la comunidad educativa; entre ellos, el coronel Abengoa,
profesor titular de historia contemporánea en la extensión de la UNED de… Nuestra misión era asesorar a nuestros
colegas africanos sobre el diseño curricular de las asignaturas de Bachillerato
y la elaboración de los correspondientes libros de texto. Durante la cena el
embajador se sintió obligado a disertar sobre las diferencias entre los
rasgos culturales del país africano y el nuestro adobadas con anécdotas
diplomáticas de perfil plano. En lugar de prestar atención y desconectar, algunos pelotaris avivaron con sus preguntas la hoguera de las vanidades. Un bostezo mal reprimido por mi parte, cuando un
impecable mayordomo autóctono con uniforme de gala y guantes blancos retiró el
segundo plato, fue la señal de nuestra futura amistad. Tras la cena nos
dispersamos por la amplia residencia en grupos heterogéneos mientras el
anfitrión seguía dando la matraca al representante de la Alta Inspección y al Agregado
Cultural de la embajada. Algo achispados esa misma noche discutimos sobre la
existencia de leyes históricas según el marxismo y otras teorías escatológicas.
Siguiendo instrucciones muy precisas de las autoridades educativas españolas
evitamos cualquier alusión crítica al país que solicitaba nuestra colaboración. Sobre todo, políticas. Sólo un detalle. La primera reunión oficial con las autoridades educativas fue
peculiar. En la mesa presidencial estaba el gobierno al completo, incluido
algún general con sable y colección de medallas. Durante los obligados
discursos no dejaron de sonar los móviles de los profesores nativos sin que
nadie se inmutara. Un rasgo cultural que el embajador, según parece, se olvidó
de comentar. Luego me explicaron que era un símbolo de estatus y con algo más
de malicia que era muy probable que se llamaran entre ellos. Quedamos Abengoa y yo con frecuencia en la Casa de España al
amor del aire acondicionado y al buen trato del jefe de camareros, un simpático
gaditano con buena mano para los cocteles étnicos. En nuestras charlas buscamos
un terreno común lo que me dio la oportunidad de conocer sus ideas sobre
filosofía de la historia. La primera era que el poder político está subordinado
al poder económico, pero ambos, en última instancia, se sustentan
en el poder militar. Resumí sus argumentos en una entrada de mi blog titulada
C’est
la guerre!
Ahora, jubilado, el
coronel, nacido en Mondragón, ha vuelto del continente africano a su tierra de adopción,
Madrid, donde tuvimos oportunidad de reanudar nuestras charlas sobre ochenta
y tres diversas cuestiones, como reza (nunca mejor dicho) el título del
opúsculo de San Agustín, casi todas, en la cafetería del Ateneo de Madrid. Un
sitio que, por alguna razón, le inspira especialmente. Fui socio antes de mi
aventura ecuatorial, ahora me he reenganchado, sentenció sin más. Entre todas, por su continuidad con la tesis
antes expuesta, me resultó especialmente lúcida su nueva versión del motor de
la historia. Voy a tratar de recordarla lo más fielmente posible.
El
término “técnica”, comenzó Don Carlos tras apurar el primer sorbo del gin-tonic,
procede, como es sabido del griego tékhne, que significa arte u
oficio, industria o habilidad para hacer algo. La especie humana apareció gracias
a la técnica y será la técnica la que hará que desaparezcamos de la Tierra, no
lo dude (siempre nos tratamos de usted, una de las pocas formas de preservar la
amistad entre adultos). Como sabe, el
conocimiento técnico es el más antiguo en la evolución biológica y cultural del
ser humano. Sin la técnica, sin la utilización, primero, y la posterior
fabricación de instrumentos y herramientas no hubieran sido posible los procesos de
hominización y humanización. La gran ventaja de la técnica frente a otros
estadios iniciales del conocimiento como el mito, la magia, la religión o el
arte cavernario fue que se trataba de un saber de control y dominio real de la
naturaleza y la sociedad (no imaginario, simbólico, ornamental o
propiciatorio). Era un saber efectivo, reglado, público, especializado,
predictivo, revisable. La gran revolución neolítica hace nueve mil años fue
posible por la implementación de nuevas técnicas aplicadas a la agricultura y
la ganadería. Asimismo, el descubrimiento de nuevos materiales hizo posible el
paso de la prehistoria a la historia con el surgimiento de las primeras
civilizaciones: Asiria, Mesopotamia, Egipto y Persia.
Lo
segundo, prosiguió, el final de la especie humana, un problema especulativo,
distópico pero fundado, tiene su punto de partida en la gran Revolución
científica del Renacimiento que culmina con la obra de Newton a finales del
siglo XVIII cuando la antigua técnica basada en reglas de tanteo y eficacia se
transforma en tecnología, es decir, en un saber con soporte científico: la
tecnociencia. Se puede afirmar que el resto de las instituciones que configuran
el desarrollo de las civilizaciones, la economía, la política, las fuerzas
armadas, la familia, el sistema educativo, la moral, la religión, la medicina e
incluso el deporte dependen directamente de la tecnociencia como el factor
subyacente del proceso histórico. No se trata, prosiguió Abengoa, de un
planteamiento reduccionista sino transversal. Podemos afirmar que la
tecnociencia atraviesa y da sentido al resto de los factores de la historia.
Sería interesante explicar la relación de dependencia de cada una de las
instituciones con el factor central que las transforma. Le invito a intentarlo
con cualquiera de ellas, por ejemplo, la familia, la economía, las fuerzas
armadas o el deporte. En cualquier caso, esta idea surge con la famosa Encyclopédie,
ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers (“Enciclopedia,
o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios”) editada
entre los años 1751 y 1772 en Francia bajo la dirección de Denis
Diderot y Jean le Rond d'Alembert. Su adquisición por la Real
Academia Española de la Lengua ha sido admirablemente novelada por
Arturo Pérez Reverte en su obra Hombres buenos. Se la recomiendo
(la conozco le dije). Por cierto, y lo digo como elogio Don
Carlos, me recuerda usted mucho al personaje central de la novela, el almirante don
Pedro Zárate. Prosiguió sin inmutarse: la tecnociencia como factor central
sobre el cual pivotan el resto de los pilares de la evolución histórica puede
ser entendida a partes iguales como esperanza de futuro y amenaza de extinción.
Como propone el consabido tópico, la tecnología no es en sí misma buena o mala,
todo depende del uso que hagamos de ella. Me gustaría que nos fijáramos ahora
en la segunda acepción, justamente la contraria al espíritu de la Enciclopedia y
a la idea ilustrada de progreso. En tal caso podemos intentar un breve esbozo
de la presencia negativa de la tecnociencia en algunas de las instituciones
citadas. Es decir, del mal uso y sus consecuencias.
(Continuará)
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