A lo largo de mis
conversaciones con el coronel Abengoa, buen amigo y profesor asociado de
historia en la extensión de la UNED de… al que traté durante mis
desplazamientos profesionales a un país africano por encargo de la Agencia de Cooperación
Internacional, tuve la oportunidad de conocer sus firmes ideas sobre filosofía
de la historia. En las prolongadas tardes tropicales, después de la siesta, sentados
en los mullidos sillones de piel de la Casa de España, al amor del aire
acondicionado, me las fue desgranando al modo de la dialéctica socrática (yo
hacía el papel del sofista perdedor).
La primera era que
el poder político está subordinado al poder económico, pero ambos, en última
instancia, se sustentan en el poder militar. A pesar de tratarse de una
evidencia, de una certeza inmediata que, en el fondo todos compartimos sean
cuales sean nuestras creencias éticas, políticas, estéticas o teológicas, nos
olvidamos de su abrumadora verdad. Me comentaba el coronel que la historia no
es una ciencia en sentido riguroso (por supuesto), tampoco la filosofía y mucho
menos la filosofía de la historia. Decía que la historia era poliédrica, otra
evidencia, que tenía muchas caras puesto que, después de todo, la historia es,
a escala humana, la totalidad de lo real. Un aguerrido historicista con
galones. Tras pedir el segundo gin-tonic, me permití completar el argumento: hay una historia biográfica como la Historia de mi vida de Giacomo
Casanova, las Memorias de ultratumba de François-René de Chateaubriand o
Las Memorias de Winston Churchill; o una intrahistoria, como los Episodios
Nacionales de Benito Pérez Galdós; o la historia contada desde los grandes dirigentes
de la Humanidad, Pericles, César, Carlomagno, Napoleón, Abraham Lincoln… o
desde los grandes genios y los descubrimientos cruciales (mi preferido siempre
ha sido Alexander Fleming); o la historia desde la economía política, al modo
marxista; o desde los “hechos y las fechas”, le tópica lista de los reyes
godos, como hace la historia positivista; o una mezcla de todas que recuerda a
la miel multifloral. Pero la más convincente, según mi amigo, era la historia
militar. Llegados a este punto, dedicamos varias tardes a repasar los
principales acontecimientos bélicos que han marcado el devenir de la historia:
el probable genocidio de los neandertales a manos de las violentas hordas de cromañones,
las Guerras Médicas, las Guerras de Religión, La Revolución Francesa, el
Octubre rojo, la inagotable Segunda Guerra Mundial, el atentado contra las
Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. Nos detuvimos porque seguir
suponía pedir el tercer gin-tonic y nos gustaba plantarnos.
Al día
siguiente, cuando saqué el tema, descartó sin miramientos la pretensión
kantiana, expuesta en su obra La paz perpetua, de que “Los Ejércitos
permanentes deberán desaparecer por completo con el tiempo”, porque el
estado de guerra explícito o implícito, manifiesto o latente es una constante
en la cualquier época y civilización. Y la utopía de una confederación
planetaria bajo un mando único sólo se da en la saga de La Guerra de las
Galaxias o en Star Trek. También en la estupenda novela de ciencia ficción Dune.
Prosiguió el coronel Abengoa: La confrontación violenta es una actividad consustancial al ser humano. Sigmund Freud distinguió dos instintos básicos, Eros o instintos de vida y Tanatos o instintos de muerte. Estos últimos generan pulsiones destructivas hacia el propio sujeto o hacia el exterior. Se ha cuestionado el carácter innato de los instintos tanáticos, que serían más bien adquiridos socialmente; lo cierto es que la agresividad, invocada o no invocada, siempre comparece. Según Rousseau y Abengoa, nacemos perfectos. El único bien, lo único bueno sin condiciones en este mundo es un recién nacido. La verdad absoluta, recuerda Nietzsche, es un niño. Las primeras formas de malestar cultural que imponemos al neonato son tratar de que coma o duerma a ciertas horas. Ambas represiones constituyen el punto cero, el Big Bang, el átomo primigenio de la inexorable guerra. Fascinante.
El coronel recomendaba el libro del historiador británico Ian Morris Guerra ¿Para qué sirve? cuya tesis es que la guerra es la clave principal del progreso humano: que los saltos cualitativos hacia nuevas formas de civilización tienen siempre su origen en la guerra. Eso sin contar que el propio Internet, los avances en navegación marítima y aeronáutica, los ordenadores más potentes y otras tecnologías electrónicas, la inteligencia artificial, la investigación médica se crearon para aumentar la capacidad operativa de los ejércitos. El pacifismo, la interculturalidad o las consideraciones sobre las condiciones de una guerra justa (desde San Agustín a John Rawls) son interpretaciones idealistas, éticas, sobre cómo debería ser el mundo, no sobre cómo es realmente. Discutible, contrataqué: ¿La Guerra Civil española?
Lo cierto, dijo, es que la carrera de armamentos, la carrera por el poder político y económico, solo se ha detenido en los despachos de la diplomacia. Comisiones de burócratas bien pagados (y alimentados) firman acuerdos, resoluciones y tratados de paz que al final son papel mojado. Las grandes potencias fabrican ingenios cada vez más sofisticados: (aviones indetectables, drones de ataque, satélites omniscientes, anti, contra, recontra misiles, robots soldados) y venden los excedentes desmochados al resto del mundo. Sin olvidarnos de las armas biológicas creadas en laboratorios secretos de ingeniería genética. Algunas teorías conspirativas sugieren que la actual pandemia pudiera ser la Tercera guerra mundial. Es cierto que las armas termonucleares han evitado la única madre de todas las batallas, el holocausto y el final de la especie; pero la guerra se ha trasladado a otro escenario: La Red. Por ejemplo, los devastadores ciberataques a sectores estratégicos de un país; asimismo, las agencias nacionales monitorizan, recopilan y procesan infinitos datos para fines de inteligencia y contrainteligencia. O sea, el espionaje a todos los niveles: pero no sólo de las comunicaciones de los líderes o facciones que suponen un peligro real o imaginario para la seguridad del Estado; se ha llegado a intervenir los teléfonos de altos dirigentes de países aliados. Por no hablar del espionaje industrial y financiero. La información es poder; también la desinformación: decía un conocido sociólogo que la nube tóxica es un arma cargada de futuro. Las redes sociales mediante oscuros algoritmos (otra palabra de moda) conocen, orientan y manipulan la opinión pública con fines comerciales y políticos. Brillante.
Regreso a la historia: El único problema que preocupaba seriamente a Luis XIV, el rey absoluto por excelencia, era el control de la información; disponía de una policía secreta implacable, una red de espías que abarcaba todo el territorio, un número de asesores y consejeros desmedido, confidentes, delatores, soplones, chivatos… Aun así, reprochaba a sus ministros que nunca se enteraba de nada interesante. Un friki, como el coronel Abengoa.
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