Mi última
conversación con el coronel Abengoa fue en el Café Gijón a petición suya. Hace
mucho, me dijo, participé en una tertulia de cierto renombre en aquellas mesas
del fondo; siento nostalgia de aquellas tardes en las que tuve el privilegio de
escuchar a ilustres académicos, catedráticos purgados, críticos con voz propia,
escritores famosos, algún Nobel de literatura. Pero ese no es el tema que nos
trae aquí. Usted me recordó ayer por teléfono una frase que le llamó la
atención durante nuestras charlas. Se la repetí: La especie humana apareció
gracias a la técnica y será la técnica la que hará que desaparezcamos de la
Tierra. Sí, asintió; pero quizás convenga comenzar desde el principio, como
en las declaraciones oficiales del sospechoso en comisaría. Obviamente,
como individuo, la muerte es el fin del mundo. Así pues, con
la muerte el mundo no cambia, sino cesa, según la proposición de Wittgenstein. Le comenté al coronel que había dedicado un artículo
aforístico al tema, Sentencias
sobre la muerte. Bien, prosiguió, pero lo que nos trae aquí no es
la desaparición del individuo sino la extinción de la especie. No
hay que confundir el fin del mundo con el fin de la humanidad. Cuando se habla,
por ejemplo, de los estragos irreversibles del cambio climático no anunciamos el
fin de la Tierra sino de la raza humana. La expresión “nos estamos
cargando el planeta” es meramente antropomórfica. La astrofísica predice que
dentro de 5.500 millones de años el Sol se convertirá en una gigante roja (fase
final de toda estrella) que se expandirá más allá de la órbita de la Tierra
para incinerar nuestra patria y morada. Si antes no hemos sido arrasados por un
meteorito de proporciones terminales.
La expresión fin
del mundo se ha usado como una mezcla sincrónica del fin de la Tierra y del
hombre. Es el tema favorito de las teorías proféticas, apocalípticas o
conspiranoides. Las diez más famosas son el milenarismo, el número de la
bestia, el diluvio germánico, el cometa Halley, la puerta del cielo, la
alineación de los astros, el efecto 2000, el colisionador de Hadrones, el
calendario Maya y el planeta X. Por no citar los delirios de Nostradamus,
Rasputín, el Evangelio de San Juan o los Testigos de Jehová. Si le aburren los
sudokus ahí tienen un pasatiempo de largo recorrido para el invierno. Pasemos
página de lo que no interesa y centrémonos en el final de la especie, le sugerí al
coronel.
Son dos las
posibles causas tecnocientíficas de la elisión total del hombre sobre la
Tierra, continuó: llamadas o no llamadas están presentes y el final es incierto.
Es evidente que la primera es la fuga accidental de un laboratorio de
biotecnología de un virus con una estructura genética capaz de mutar en
variantes cada vez más malignas, contagiosas y resistentes. La segunda es la
guerra. La mejor solución para ambas sería que la tecnología empate con la
tecnología, como si se tratara de una partida de tres en raya donde no es
posible un final ganador. ¿Es usted optimista, le espeté? Respecto a la primera
lo soy con matices. En absoluto respecto a la segunda, contestó sin vacilar.
Tenemos los lustros contados.
Recuerdo que en nuestra
primera conversación usted afirmaba, coronel, que el poder político está subordinado al poder económico, pero
ambos, en última instancia, al poder militar. Apuremos la lógica perversa de esta convicción,
sugerí. Sería, por supuesto, arguyó, una confrontación directa entre
los grandes bloques hegemónicos dotados de unos arsenales nucleares capaces de
borrar treinta veces la vida del planeta. Estoy convencido que la tercera y
definitiva guerra mundial comenzará en el ciberespacio. Creo que la frase es de Bill Gates o de algún gurú de Silicon Valley. En internet prenderá la mecha que apagará para siempre la música de Mozart. Por suerte
también arderá el ángel oscuro del mal. Se dice que Einstein comentaba que no sabía
con qué armas se lucharía en la tercera guerra mundial (por supuesto que lo
sabía) pero sí en la cuarta: palos y mazas. Ni siquiera con eso.
Las películas posnucleares del tipo Mad
Max son una mera distopía semigore.
Y añadió: por el
momento, los servicios de inteligencia se acechan, se atacan y contratacan con
mayor o menor intensidad. El último embate conocido ha sido Pegasus, un
sofisticado programa de software espía capaz de colarse por la
aspiradora de tu casa (o de la del presidente de cualquier país). No obstante,
hay un cierto status quo, aunque solo la superficie del mar está en
relativa calma. Según las más acreditadas compañías de seguridad digital, los
equipos de ciberdelincuentes se distribuyen del siguiente modo: un 49% son
financiados por Estados y países (¡ojo al parche!), un 26% son activistas que pretenden influir
en procesos sociopolíticos, un 20% se dedican exclusivamente a sacar el
máximo beneficio mediante estafas o inversiones opacas y un 5% son terroristas.
En mi opinión, el peligro de desencadenar una reacción en cadena irreversible
e irreparable proviene de estos últimos. El problema surgirá, en no más de
diez años, cuando la computación
cuántica está operativa y los sistemas de seguridad actuales sean ineficaces.
Cualquier fallo informático, accidental o intencional, cualquier agujero en los
sectores estratégicos podrá ser aprovechado por esa minoría decidida a provocar
el holocausto. El ataque equivalente a las Torres Gemelas será la detonación de
un dispositivo termonuclear sucio en una gran ciudad oriental y otro en una occidental.
Es probable que el antisemitismo que impulsó la Segunda Guerra Mundial también
lo haga en la Tercera. La única solución efectiva sería el acuerdo de las
grandes potencias para desarrollar conjuntamente unos algoritmos criptográficos
postcuánticos capaces de adelantarse y resistir cualquier posibilidad de
intrusión imparable. Es la gran posibilidad de una federación cosmopolita. Aquí
no caben desacuerdos. O todos a una o adiós mundo cruel.
¿Cabe suponer, le pregunté, que las máquinas, la inteligencia artificial, la capacidad de autoaprendizaje
de los robots controlen e incluso acaben con la humanidad? Lo niego sin fisuras,
respondió. Ahora y siempre serán fantasías narrativas o cinematográficas. Lo mismo que la
colonización de otros mundos. Miren las increíbles imágenes del Telescopio Espacial James
Webb y piensen en el mítico tema del grupo Siniestro Total: Lo que no
puede ser, no puede ser y además es imposible.
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