Cuando estudiaba
a finales de los años sesenta en un instituto de enseñanza media de una pequeña
ciudad de provincias ya existía el acoso escolar o bullying. El Jefe
de Estudios y mis padres vivían puerta con puerta, lo que me convertía en pelota
y enchufado. Publiqué, ayudado por mi abuelo, lo confieso, algún artículo
en Perfil, la revista del Centro, lo que me convertía en listillo y
pedante. Además, sacaba unas notas decentes porque por las tardes me
obligaban a estudiar y hacer los deberes, lo que me convertía en empollón y engreído. La
típica víctima del acoso escolar. Eran tiempos de hambre y, paradójicamente,
eso me salvó. Una mañana durante el recreo se me acercó un compañero de clase,
Flores, no me acuerdo del nombre, vecino del barrio de San Antón, un repetidor
de raza gitana alto y recio. Miró mi bocadillo de Nocilla y me dijo: me
puedes dar un poco, tengo mucha hambre. Se lo di entero y al día siguiente el
de foie gras La Piara. Se lo conté a mi madre que previsora me preparaba
dos bocadillos que compartía con mi colega. Un día, dos matones de la clase,
Óscar y Conejo, que me la tenían jurada desde hacía tiempo, me pararon en el
patio con aviesas intenciones. Cuando me dieron el primero empellón, apareció
Flores: si alguien se mete con mi amigo, se puede ir con un ojo a la
funerala, les dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas. No te metas
en lo que no te importa, gitano, le dijeron, pero volvieron grupas. Al
acabar las clases se me acercó Flores y propuso acompañarme hasta mi casa.
Sabía latín, pero del que se conjuga en la calle; en la primera esquina me
esperaban los del patio para ajustar las cuentas pendientes. Todo fue muy
rápido: el primero, Óscar, dio una vuelta de campana en el aire y cuando pudo
levantarse tras recibir un patadón salió al galope entre maldiciones. El segundo
recibió una bofetada de tal calibre que giró sobre sí mismo, se tambaleó, y
entre gemidos se retiró gemebundo tapándose la nariz. Nunca más volvieron a
molestarme. Flores no superó la reválida de cuarto. Amigos para siempre. Los
otros tampoco.
Durante
bastantes trienios impartí clases en un instituto de enseñanza secundaria de la
periferia de Madrid. Allí conocí algunos casos de acoso escolar. En uno de
ellos me vi envuelto. En mitad de una insufrible clase de ética en el pabellón
de alumnos de la ESO escuchamos de pronto gritos femeninos de auxilio. Se hizo
el silencio durante diez segundos. Varios profesores de la planta salimos al
pasillo. El conserje, un guardia civil retirado, subía la escalera a grandes trancos.
Los chillidos provenían de los servicios de alumnas. Nos encontramos a una adolescente
semidesnuda, llorando y a punto de sufrir un ataque de nervios. Según su relato
en el despacho del jefe de estudios, en presencia de sus padres, los testigos, la
orientadora, la tutora de grupo y un agente de la policía nacional, dos alumnos
habían abusado sexualmente de ella sin consumar la violación. Los conocía, aunque
eran de otro curso de la ESO. Los buscamos, pero se habían ido del centro en
cuanto la cosa se les fue de las manos y se dieron cuenta de que en este caso No
era No. Huyeron por la escalera opuesta a la del conserje y debieron de
saltar alguna valla porque el instituto estaba cerrado a esa hora. Al final,
como es obvio, no tuvieron más remedio que comparecer y dar su versión. La
conclusión oficial, admitida vagamente por la víctima, es que el día de
autos la chica los había incitado y excitado en los servicios hasta que se
dio cuenta de la magnitud de lo que se le venía encima, nunca mejor dicho. Sus
compañeras de curso confirmaron que era un tanto lanzada y que su
noviete, del mismo grupo que los implicados, hacía poco que la había plantado. Hubo
expulsiones de un mes a los chicos y un serio aviso de prudencia a la incauta mocita.
Sus padres no daban crédito, se aferraban a la inocencia de su hija y culpaban de
lo ocurrido a la falta de previsión de los profesores. Si cree que el
asunto va más allá de los acuerdos, ponga una denuncia en el juzgado, le
aconsejó la directora. Nunca más se supo.
Me vi metido en
otro caso de acoso escolar en un colegio concertado, ahora como viejo amigo del
padre de un estudiante de bachillerato al que un grupo de compañeros le hacían
la vida imposible dentro y fuera del centro (le quitaban los libros, le tiraban
de todo en el patio, ¡a por él, gritaban al salir de clase!). Se lo contó a mi
hijo, amigo de pandilla veraniega, que estudiaba en otro centro, pero no a sus padres
bajo presión de los acosadores. De inmediato llamé a mi amigo y a su mujer, les
puse al tanto del problema y les ofrecí mi ayuda como profesional de la
enseñanza. Desolados tras hablar con su hijo, aceptaron. Hacía poco tiempo había
colaborado como experto en algunos proyectos del Ministerio bajo la
coordinación de la Alta Inspección Educativa. Sabía a qué puertas llamar. Días
después, a última hora de la mañana, tras la cita concertada, pasamos al
despacho del director de colegio (religioso, por cierto) los padres del chico, el
inspector jefe de zona y yo mismo. Tras ponerle el inspector al tanto de los hechos,
el director, profesor de Lengua, incómodo, trató de darnos largas.
- Tengo clase
dentro de diez minutos, si me disculpan podemos continuar mañana si les parece.
- Envíe a un
profesor de guardia a su grupo, le dijo el inspector en tono educado pero
imperativo. Estaremos aquí hasta que yo lo indique y solucionemos este caso de
maltrato escolar. Ante la incipiente protesta del director, el inspector le
recordó que desde que él entraba en el centro, como debía saber, asumía legalmente
la máxima autoridad académica. Nada que añadir.
Tuvo el inspector jefe, a mi entender, el
acierto de apuntar directamente a la cúpula del colegio como responsable de ciertas conductas inadmisibles que podían comportar la apertura de expedientes
sancionadores. Dio por hecho, posiblemente con razón, que había denuncias no
atendidas. Se abrió una investigación a fondo cuyo resultado fue el trasladado
forzoso de los acosadores a otros colegios de la zona con aviso de posible pérdida
de la escolaridad en caso de reincidencia. Punto final.
Trascribo del
Diario de Mallorca la denuncia de un caso de acoso escolar a un niño de
11 años hace un mes:
Lleva cuatro años aguantando insultos, peleas y escupitajos, mientras los profesores hacen la vista gorda. Las palabras desesperadas del hermano de un menor, víctima de bullying en el colegio Es Puig, en Lloseta (Mallorca) han llegado a varias decenas de miles de personas que las han compartido y comentado en las redes sociales. Al parecer, y según explica, el niño cumplió 11 años este miércoles y para celebrarlo acudió al colegio con una tarta. Sin embargo, sus compañeros, en vez que cantarle el cumpleaños feliz, le han cantado “gordo”, “foca”. (…) El niño ha dicho que la vida es una mierda y que no quiere vivir más.
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