Desde pequeño me
ha interesado el ajedrez. Hace años escribí una entrada
sobre mi temprana afición al juego de los escaques. Su origen es todavía un
misterio; circulan diversas leyendas, aunque la versión más fiable es que
proviene de Oriente, probablemente de Persia hacia el siglo III a.C. Lo
considero una de las diez maravillas del mundo. Es una síntesis perfecta de las
mejores tradiciones culturales de todos los tiempos: la competición, la ciencia
y el arte.
Hace océanos de
tiempo compraba libros y reproducía las partidas en el precioso ajedrez Staunton
que me regaló mi abuelo (y todavía conservo a salvo de mis nietos). Suelo
seguir sin grandes pretensiones las partidas que comenta Leontxo García en El
País digital en su sección El rincón de los inmortales. También procuro
asistir e incluso participar en las sesiones de partidas simultáneas que
organiza en el Club de Campo el gran maestro Pablo San Segundo. Este año nos ha visitado El
Rey Enigma, un curioso personaje disfrazado de tablero blanquiazul que
viaja por doquier para organizar partidas con los aficionados que quieran retarlo.
Ninguno de las veinticinco oponentes de todas las edades conseguimos siquiera
unas míseras tablas, por lo que el premio de 300 euros quedó desierto.
En todos los
deportes profesionales se practica el juego sucio. También en ajedrez. Las malas
prácticas dentro y fuera del tablero vienen de lejos. La más sencilla es
dejarse ganar. Imagino que lo más prudente era no darle jaque mate al rey persa
Ciro el Grande si no querías caer en desgracia o algo peor. Otra es hacer burdas
trampas. Recuerdo que jugaba de niño con un tío soltero que venía con
frecuencia a casa de mis padres. Era un aceptable ajedrecista de casino. En
cuanto se daba media vuelta uno de sus caballos negros volaba del tablero. No
se inmutaba. Cuando repetía el invento y le quitaba un alfil, me decía
tranquilamente: creo que me has comido el alfil de casillas blancas sin darte
cuenta… Al final, cuando con dos piezas menos me tenía acorralado, se levantaba, sacaba la petaca, liaba un cigarro y concluía:
lo más justo son las tablas; has mejorado mucho desde la última vez (será como tramposo, pensaba yo).
Es conocida la
infiltración de analistas espías en el equipo de aspirantes al torneo de
candidatos al título mundial. Arturo Pérez Reverte lo narra en su divertida
novela El tango de la guardia vieja. En este caso se trata de una joven
gran maestra con pretensiones, novia del aspirante, que pasa información a los
rusos.
En la final por
el título mundial celebrada en Reikiavik (Islandia) en 1972, entre el
norteamericano Bobby Fischer y el ruso Boris Spasski, defensor del título, pasó
de todo. Para empezar, se celebró en plena Guerra Fría entre la Unión Soviética
y los Estados Unidos, con el consiguiente traslado de la tensión política a la
deportiva. La URSS extrapolaba su supremacía en el tablero a su hegemonía
mundial en un alarde de simbolismo socialista. Parte de los problemas se
debieron al carácter conflictivo y ególatra del aspirante. Sus caprichos,
desplantes y constantes condiciones descolocaron a Spasski a pesar del séquito
de veinte personas que lo asesoraban. Bobby rechazó la
habitación de su hotel y exigió trasladarse a un lugar fuera de la ciudad,
exigió cambiar la iluminación de la sala de juego y protestó por lo poco
espaciosa que era (después se quejaría de que había mucha gente), también por
la mala calidad del mobiliario; les recriminó a los organizadores la cercanía
del público; reclamó que se prohibiera entrar a menores de 10 años, pidió que se
examinara al público y se requisaran las golosinas envueltas en papel de
celofán porque hacían ruido al desenvolverse, despotricó por los incómodos relojes
de la mesa y el orden de ingreso en la sala de jugadores. Lo que no le impidió
llegar siete minutos tarde a la primera partida. A la segunda no se presentó
por la presencia de la televisión. Insufrible. Spasski cedió en todo y se
comportó como un caballero. Al final perdió el título ante el inmenso talento
del gran maestro norteamericano, primus inter pares, posiblemente el más
grande entre los grandes, incluido José Raúl Capablanca. Después renunció a defender
el título y desapareció en la nada.
El
enfrentamiento en 1978 por el título mundial en Baguio (Filipinas) entre Anatoli
Karpov, representante oficial del Estado soviético, y Viktor Korchnoi, la
antítesis de los valores del partido y el primer gran maestro soviético que
desertó en 1976 fue un circo. Primero la guerra de las banderas. Pronto, la
delegación de Korchnoi se quejó de un yogur de arándanos que se entregó a Karpov durante la primera
partida porque podía contener información en clave. Korchnoi se calaba unas
gafas de sol reflectantes mientras le tocaba jugar a su rival. Se analizaron
las sillas de ambos contendientes con rayos X. No se daban la mano. El equipo
de Karpov fue más allá al incluir un "parapsicólogo", el Dr. Zukhar,
presente en la sala de juego para hipnotizar a Korchnoi e interferir en sus decisiones.
Korchnoi aceptó “la ayuda” de una secta llamada Ananda Marga que creía en las influencias
telepáticas: se presentaron en la sala varios extraños personajes con túnicas
de color azafrán y miradas penetrantes. El enfrentamiento concluyó con la
ajustada victoria de Anatoly Karpov y fue descrito como "una experiencia
surrealista" por el Gran Maestro inglés Michael Stean, primer analista de
Korchnoi.
Hace doscientos
cincuenta años un autómata llamado El Turco construido por Wolfgang
von Kempelen en 1769, era capaz de vencer a adversarios de todos los niveles.
La máquina asombró a las capitales de toda Europa y el inventor del ingenio se
hizo de rico y famoso.
Tenía la forma de una cabina de madera
de 1.20 cm × 60 cm × 90 cm, con un maniquí vestido con
túnica y turbante sentado. La cabina tenía puertas que una vez abiertas
mostraban un mecanismo de relojería y cuando se hallaba activado era capaz de jugar una
partida de ajedrez contra cualquier rival a un alto nivel. En realidad, la
cabina era una ilusión óptica bien planteada que permitía a un maestro del ajedrez de baja
estatura esconderse en su interior y operar el maniquí gracias a que sus ojos enviaban al maestro del ajedrez las posiciones de las piezas del
tablero por medio de espejos.
Fulminó en una
célebre partida al mismísimo Napoleón Bonaparte en 24 movimientos con el
consiguiente manotazo imperial a las piezas. Pero hubo que esperar hasta 1997
para que la supercomputadora Deep Blue diseñada por IBM para jugar al
ajedrez derrotase al entonces campeón del mundo Gary Kaspárov, aunque el
jugador ruso planteó ciertas dudas sobre la posible intervención humana en el
desarrollo de las partidas para que la máquina jugara mejor de lo que sería
capaz de hacerlo por sí sola. Las dudas nunca quedaron resueltas. Kaparov exigió la publicación de los
registros de los procesos de Deep
Blue. IBM se comprometió a hacerlo, pero nunca los
entregó. En el fondo es lo mismo que El Turco.
La capacidad de las máquinas para procesar información, los cálculos a prueba de errores, el almacenaje ilimitado de información en su memoria y la ausencia de emociones hacen que nuestros amigos inhumanos, como dice Leontxo García, sean prácticamente imbatibles. En consecuencia, el fraude en el ajedrez actual consiste es utilizar a los inhumanos como medios infalibles para fines inconfesables. El escándalo estalló hace unos meses cuando Magnus Carlsen, campeón del mundo cinco veces consecutivas y el jugador con mayor ELO de la historia decidió retirarse de la Sinquefield Cup de San Luis tras perder con el americano Hans Niemann y acusarle de hacer trampas durante la partida… sin aportar pruebas concretas. Surgieron entonces las hipótesis más pintorescas; la más sonada es que Niemann llevaba insertadas unas bolas anales vibratorias de fabricación china, indetectables para los controles habituales de los torneos. Su cómplice computarizado le transmitía mediante pulsos las jugadas precisas. Niemann reconoció que cuando tenía doce años había hecho trampas en partidas on line; los expertos del principal portal ajedrecístico, Chess.com, han analizado las partidas de Niemann y han constatado en un informe de 72 páginas que sus movimientos serían en demasiados casos los mismos que haría una computadora. Se afirma que probablemente recibió ayuda ilegal en más de 100 partidas on line hasta 2020. Por otra parte, su irresistible ascensión en poco tiempo (se convirtió en gran maestro a la edad de 17 años) es un caso bastante raro por no decir sospechoso. Por supuesto, el presunto tramposo lo niega todo y sigue ganando partidas en el arranque del Campeonato de Estados Unidos 2022 donde participa junto a otros 13 ajedrecistas. La Federación Internacional de Ajedrez tiene un buen marrón entre manos. Por este caso y porque los tramposos suelen ir por delante de los sistemas de vigilancia y control.
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