Reconozco que
formo parte de los urbanitas del interior. Puedo pasar un mes de vacaciones en
la costa, pero después necesito volver y sentir con alivio la distancia del mar.
Lo contrario que una amiga, malagueña salerosa: no veo el mar desde mi casa,
dice, ni voy al atardecer al paseo marítimo, pero sé que está ahí y no
podría vivir sin saberlo.
Veraneaba hace un
montón años, cuando mis hijos eran pequeños, en las Rías Baixas, en una finca compartida
con otro matrimonio, que me alquilaba un paisano de Nigrán. Era propietario de un
piso céntrico en Vigo y conducía un mercedes seminuevo. Según decía vagamente,
trabajaba de empleado en una empresa de limpieza de cristales… pero en Galicia
las cosas son como son y pasa lo que pasa. Lo mejor es no preguntar. Los paseos
marítimos están cada vez mejor embaldosados y las farolas nuevas. Su hijo menor,
Peio, lector infatigable, estudiaba Derecho en Santiago de Compostela y los
fines de semana faenaba la sardina con su tío en un pesquero de bajura. Amaba
el mar y se ganaba la vida. También era aficionado a rimar versos que me solía
enseñar para pedirme mi opinión, siempre benévola. Todavía conservo algunos que
me regaló y que reparto con cariño por el texto.
¡Mar,
abismo, abrigo!
En
apegos de un algo me llamas
sin
saber ese algo que sea.
Y
a tu lado mi alma se inflama
de un no sé, que Dios quiera que sepa.
Buscado o no
buscado, un remedo becqueriano. Este romántico rapaz, que conocía mis discrepancias
con el mar, me dio la clave del problema. Una tarde que volvía del pantalán de
Bayona de pescar caballas, me lo encontré en la puerta de la Lonja cuando iba a
buscar a su novia.
- ¿Cuántas has
pescado, me preguntó risueño?
- Una o ninguna
le dije, y se sonrió.
Miró con
curiosidad dentro de mi menguada nasa (algo de morralla para disfrute del gato)
y me dijo antes de emprender la marcha: Tú confundes el mar con la playa
llena de gente. Y añadió unos versos que imitaban a Espronceda.
Del
mar en las playas
su
nombre sagrado
con
sordos afanes
las
olas murmuran.
El
sol ya declina
con
fuego rosado
y
oscuros celajes
tan solo fulguran.
Llevaba razón. Los
días de sol íbamos a Playa América o a la de Patos; el primer contratiempo era
aparcar el coche en un solar polvoriento y el último, al volver, diez minutos
de sofoquina en un horno con ruedas. Las playas gallegas tienen algunos
inconvenientes. Se puede pasar una semana lloviendo a modo o soplar
durante días una nortada gélida o entrar una niebla que te cala hasta los
huesos y no ves a cinco metros; hay que usar sandalias fanequeras si no quieres
acabar rabiando en el puesto de la playa con el pie rebozado en pomada; también
puedes disfrutar de un día perfecto con bandera azul, pero el agua está a
diecinueve grados o menos. Me compré un termómetro de agua en una tienda
playera, una mini boya curiosa, y las medidas eran de bañador de neopreno. Los
niños huyen en cuanto tientan el agua. Después se esfuman con sus amigos en
busca de aventuras piratas y cuando vuelven hay que hacer el recuento. ¿Dónde
se habrá metido Edu? Se oye el altavoz: se ruega a los padres del niño… El
resto es perfecto: la comida y la bebida, la dormida, la brisa de la noche, las
rías, el paisaje agreste y verde todo el año, la gente tan especial, las tradiciones
celtas, las meigas y los conjuros con aguardiente. Las bodas que duran tres
días: percebes, nécoras, camarones, almejas, navajas, vieiras, langostas,
erizos y las incomparables centollas salvajes. Sin olvidar el pulpo y los
mejillones. No soy demasiado marisquero. En cualquier caso, mi plato favorito
son las caldeiradas de rape, merluza y mero.
Algunas malas
lenguas dicen que en Galicia todo es bueno menos la temperatura del agua, al
revés que en la costa de Levante. Que allí, excepto los arroces, la comida no
es gran cosa. Dicho así, de modo faltón, no es cierto. La gran diferencia es el
turismo masivo, extranjero, ávido de secarse al sol: chiringuitos saturados,
precios disparados y cartas de media página con pollo, sepia y gambas
congeladas como estrellas del menú; de postre, helados industriales.
Si
con baja mar encallo
en
playas de mucho abrigo,
me
vuelvo tarumba, amigo,
en menos que canta un gallo.
Dos excepciones:
el zumo de naranjas recién cortadas y la horchata de chufa comprada en la fábrica.
O la exquisita gamba roja de Denia. Por supuesto, hay restaurantes de alta
cocina… pero hay que pagarlos. También es radicalmente distinto el entorno urbanístico
mediterráneo del que tanto y tan mal se ha hablado y del que nada tengo que añadir
excepto que le debemos gran parte del PIB. En las playas más concurridas había,
al menos hasta ahora, la pícara costumbre de dejar toda la noche las sombrillas
y toallas en primera línea de playa para ocupar por la mañana los mejores sitios.
Temprano, algún corredor solitario estrena la arena rastrillada y alisada por
las máquinas. A lo lejos, un abuelo madrugador se pasea con su perro suelto. Después
del desayuno empieza la gente a llegar. Las doce en el reloj. No hay mayor
sensación de soledad que estar debajo de una sombrilla en una playa abarrotada.
A intervalos regulares te cueces al sol y tienes que ir al agua con chanclas si
no quieres abrasarte los pies. Primero hay que sortear a los que van y vienen a
paso ligero por la orilla. Después procurar que una pelota de los palistas no
se incruste en tu cabeza. Cuando por fin consigues meterte en el agua, tras
salvar el escalón, una legión de bañistas, padres, hijos, abuelos y nietos se divierten
con toda suerte de canoas hinchables, escafandras de plástico, cocodrilos
flotantes y neumáticos de tractor. Como el agua está a treinta grados, los
vecinos de las urbanizaciones hacen corro y tertulia. La única salvación es
nadar mar adentro. En cualquier caso, lo que más me asombra es la gente que se
lleva la comida a la playa con nevera y tarteras. También los negros cargados
de alfombras, relojes y pareos que te acosan si los miras.
En
una tienda, señores,
de
Doña Esperanza Martos
encontré
por cuatro cuartos
mil
géneros superiores.
Allí
adquirí el tratado
de
vivir sin trabajar
y
el método de pasar
por personaje encumbrado.
Lo mejor: el baño
a última hora de la tarde, en esa hora mágica que no es día ni noche, cuando la
playa se vacía y se encienden las primeras luces de la costa.
Al
vago resplandor del viejo día
arenosas
las playas en lugar desierto,
sonoro
y apacible el mar batía
formando
un mágico concierto.
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