Telépolis

domingo, 15 de octubre de 2023

Politeia

 

El hispanista inglés Gerald Brenan (1894-1987) publicó en 1943 El laberinto español, una obra clave según los historiadores para entender los antecedentes de la Guerra civil española. Haría falta una segunda parte del mismo título para entender los consecuentes. Lo cierto es que se trata del mismo laberinto antes, después y ahora. Se ha convertido en un parte del inconsciente colectivo, en una mentalidad trasmitida de padres a hijos que contradice la simplista teoría orteguiana de que las generaciones sucesivas airean las creencias de las precedentes. Hay más literatura que filosofía de la historia. Es su prosa, no su sistema, lo más valioso de Don José. Los herederos de los vencedores se empeñan en olvidar, en pasar página de algo superado y los vencidos en recuperar la memoria de una confrontación grabada a sangre y fuego en sus ancestros, algunos sin enterrar. La transición a la democracia supuso un intento conciliador de síntesis y superación de los contrarios, aunque incompleto: el arquetipo de la represión de la posguerra, la sombra que cubre la geografía española, emerge con fuerza a favor o en contra de una segunda transición. El resultado es que resulta imposible alcanzar un pacto social estable. Dialogar sin ira: ni siquiera somos capaces de hacerlo en grupos reducidos, incluidos los amigos, la familia o la pareja.

En los Diálogos platónicos, tras un breve protocolo de encuentro entre Sócrates y sus interlocutores, se suscita la discusión sobre un tema de carácter humanístico, como el amor, el alma, la amistad, la virtud, la justicia o el lenguaje. Literalmente el diálogo es un viaje a través de la palabra. Razonan conjuntamente sobre una idea, y cuando, al hilo del argumento, se producen alusiones personales quedan al margen de la cosa misma. El contenido de verdad del proceso dialéctico está a salvo de insinuaciones contaminantes. Es lo contrario de las disputas sañudas entre nuestros representantes electos. Buscan ante todo el descrédito del enemigo. El problema en cuestión se sugiere vagamente al final de la bronca si es que queda algo que llevarse a la boca. Según estas reglas, el problema es el otro. 

Me considero un viejo liberal seguidor de las ideas de Stuart Mill, del cual he escrito una breve monografía (Materialismo y utilitarismo, Marx y Stuart MillMadrid, Oxford Educación, 2005). El concepto actual de libertad, se ha distanciado de los valores ético-políticos del genuino pensamiento liberal que además de defender las libertades civiles primarias de pensamiento, conciencia y expresión, sostiene la autonomía del individuo como sujeto constituyente (previa a cualquier contrato social) y la supeditación del legítimo interés individual a la utilidad general (la mejor acción es la que produce la mayor felicidad para el mayor número). Los que se denominan liberales en nuestro país, en el fondo, no son nada liberales. La lideresa populista a la que a la mínima se le cae de la boca la palabra libertad me recuerda más a Evita Perón que a Clara Campoamor. He oído con regocijo a cierto comunicador de la extrema derecha proclamarse “liberal”. También a la dama de hierro, que repunta tras las mayorías absolutas de Madrid. El fulminado partido Ciudadanos, faro del liberalismo, y su ambicioso líder merecería un artículo aparte. Todo se reduce a que el votante conservador prefiere el original a la copia.

En las democracias liberales más avanzadas de la Unión Europea, si es que aún quedan, detrás de los políticos del gobierno o de la oposición hay equipos de profesionales formados, técnicos competentes que son los que finalmente resuelven los problemas. En nuestro país detrás de una clase política mediocre en general, hay una legión de asesores, también políticos que simplemente perpetúan los despropósitos de sus jefes de filas. Es inaudito que los expertos de primera línea no advirtieran a la ministra y al presidente de los efectos indeseables de la ley del sí es sí. ¿O lo hicieron? Acreditados juristas, letrados de las Cortes y catedráticos de derecho penal llegaron a las mismas conclusiones. No obstante, la ley se aprobó primero y se parcheó después. Nadie dimitió. La vigente ley de educación (y las anteriores) es una superestructura ideológica avalado por psico-socio-pedagogos cuya finalidad es triple: enjaular al personal como sea, desterrar el fracaso escolar de las estadísticas oficiales y aparentar diversificación y atención a la pluralidad donde sólo hay café para todos. Nadie se ha parado a pensar que más de la mitad de los alumnos preferirían cursar módulos de formación profesional. Obviamente, es más barato montar un aula con una pizarra y una tiza que un taller de automoción. Y justificar el dislate con una jerga incomprensible.

Sánchez, fecundo en ardides, es un experto en los temblores de la política de circunstancias. Después de todo, la política es el arte de lo posible, frase que se atribuye a pensadores y estadistas ilustres. Su precursor y maestro es el ínclito y nunca bien ponderado Don Álvaro Figueroa y Torres, Conde de Romanones, otro político liberal que ocupó todos los cargos de la patria, quien a la pregunta de los periodistas sobre sus bandazos parlamentarios respondió: A ver si se enteran de una vez: cuando yo digo en esta cámara “Nunca jamás” me refiero siempre a la semana actual

Todos los presidentes del gobierno que en España han sido desde la transición han sido silbados, denigrados e insultados cuando se dirigían a la tribuna de autoridades el doce de Octubre, día de la Fiesta Nacional. Se trata de un triste espectáculo sea quien sea la víctima de los salivazos. Hace tiempo Alfonso Guerra sentenció, al referirse a la bronca de todos los años: hay gente que abuchea al presidente del gobierno y aplaude a una cabra

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