Tras no hallar en mi último intento una aproximación convincente al
significado actual del “cosmopolitismo”, de pronto intuí, sentado en la terraza
del Parador de Salamanca, en que lo más afín no es el interculturalismo,
ni el multiculturalismo, ni la globalización, sino la fiebre viajera
que nos consume. La ocurrencia surgió mientras ojeaba la prensa a la
hora del vermú. Después de la pandemia, afirmaba la noticia tras un repertorio
exhaustivo de datos, se ha producido una imparable expansión a
escala planetaria del turismo de masas en sus múltiples variantes.
Jóvenes por estrenar, parejas de ocasión, matrimonios
treintañeros, jubilados añejos y ancianos del último viaje recorren los
lugares más recónditos y exóticos. Las causas hay que buscarlas en las
facilidades de contratación que permiten viajar a los confines de
la tierra desde tu móvil, en la proliferación de medios de transporte (trenes,
barcos y aviones) de bajo coste o en las tentadoras ofertas de los turoperadores
de hoteles, pisos y apartamentos en los destinos más remotos del planeta.
También en la proliferación en las plataformas digitales de documentales
dedicados a mostrarnos con voces expertas las maravillas naturales y culturales
del ancho mundo, nuestra única patria y morada según ellos. Cansados de los
libros y las pantallas hemos decidido fotografiarlas en persona. Se ha impuesto
el impulso cosmopolita de ensanchar geográficamente las fronteras de la vida; en
el fondo un proyecto imposible porque cada cultura es para los nuevos
viajeros, cual las mónadas de Leibniz, un espacio único, cerrado, sin ventanas al
exterior, inextricable en lo esencial y en los matices. Dentro de un mes tengo
previsto viajar a Sicilia con la humilde certeza de que ni la naturaleza ni la
sociedad imitan al arte.
Antes hablaba del COVID. Me atrevo a afirmar que la historia se repite: la pandemia de Peste Negra que asoló Europa entre 1347-1400 provocando la muerte de la mitad de la población contribuyó al giro radical de la visión colectiva de la vida y de la muerte que barrería la antropología medieval la cual consideraba al ser humano un mero componente homogéneo de una organización universal, la Cristiandad y de unos estamentos inmutables. El fin de la peste bubónica fue una de las múltiples puertas al sentido vitalista del Renacimiento, a la afirmación del valor supremo del individuo, único e irrepetible, y a la entrega al gozo terrenal como un fin en sí mismo. La literatura de la época recoge el tránsito hacia esa nueva mentalidad antropocéntrica y hedonista: El Decamerón, Los cuentos de Canterbury, El libro del buen amor…
En versión prosaica: el dinero es para gastarlo, polvo somos y no tiene sentido ser el muerto más rico del cementerio. Carretera y manta. No obstante, la avalancha de turistas, a pesar del río de oro, tiene también sus conflictos e inconvenientes. Me refiero a nuestro país, dependiente de la sobreexplotación del sector. Sigo con la prensa en la terraza: en Galicia los paisanos empiezan a hartarse de los turistas madrileños a los que llaman los “tontos” de la Meseta. Algunos locales han cerrado ante el comportamiento de foráneos etnocéntricos que toman las mesas al asalto y consumen poco, exigen servicios con aires de superioridad e incluso insultan al personal no español. Otro dislate que perturba la vida de los vecindarios es el alquiler de pisos por días: fiestones nocturnos, escandaleras a las tantas y rock duro a la hora de la siesta. Parece que va a regularse. Mención aparte merecen los aeropuertos: colas interminables, cancelaciones técnicas, retrasos de horas, maletas extraviadas y cánticos regionales a bordo. En otro lugar expresé mi alergia por las playas, un entorno hostil. Según parece las autoridades locales han prohibido a los listillos colocar toallas a las siete de la mañana en primera línea para bajar a las doce con la familia extensa. Algo es algo. En fin, no quiero aguar las vacaciones a nadie con mis alusiones pesimistas al turismo de borrachera con vociferio callejero, acoso a las nativas y salto desde el balcón a la piscina; o las delicias de la pizza de reparto fría o el pollo a l’ast del chiringuito nadando en su jugo.
Pago a una amable camarera, me levanto y pido en la recepción un
taxi para comer en una terraza de la Plaza Mayor, abarrotada sin duda, con unos
viejos amigos. Lo reconozco, he vuelto a fracasar en mi acercamiento al
resbaladizo término en cuestión. La única definición posible de cosmopolita
es la de un hombre culto que le gusta viajar, por ejemplo, Pierre Loti.
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