Telépolis

sábado, 9 de octubre de 2010

Arte conceptual


Una de las vanguardias del siglo XX más citadas por expertos, aficionados y snobs (un término complejo al que Proust le dedica interminables reflexiones en el último volumen del tiempo perdido) es el “Arte conceptual”.
De entrada, la expresión me parece redundante o tautológica, pues todo arte es en sí mismo discursivo, aunque intervengan también en su construcción otros componentes. Autores, escuelas o vanguardias tienen siempre tras de sí un generoso sustento teórico. Es más, cuanto más simples son en apariencia los resultados, caso del fauvismo o del pop art, más abundantes brotan sus conceptos. A veces, un lienzo en blanco con tres puntos fijados al azar es la conclusión de un tratado de quinientas páginas.
Ni siquiera desde el interior del arte se ha podido prescindir de su discursividad. Es el caso de Marcel Duchamp, quien desde los comienzos rompió cualquier vínculo con los manifiestos ideológicos de las vanguardias; incluso fulminó la idea de la especificidad del arte. Pero nunca hay objeto sin pensamiento, por lo que más allá de sus ruidosas declaraciones se abría paso a golpes de cincel un nuevo espacio intelectual. O como ocurre con otro de los innovadores de la pintura contemporánea, René Magritte, cuya teoría del arte parte de la depuración de los elementos conceptuales y simbólicos como residuos perturbadores del cuadro… para descubrir finalmente (como él mismo reconoció) lo contrario: un arte basado en la noción de discursividad, es decir, en la construcción y transferencia de sentido.

El pintor puede pensar con imágenes si no se somete a los prejuicios que lo hacen considerarse un artista que expresa, representa o simboliza ideas, sentimientos o sensaciones. El pensamiento de un pintor se identifica con imágenes cuando la inspiración lo libera de esos prejuicios. Entonces ya sólo comprende los objetos aparentes que el mundo le ofrece: cielos, personas, árboles, sólidos, inscripciones... reunidos en un orden que no es indiferente. Un pensamiento así puede volverse visible gracias a la pintura y su sentido está oculto así como está oculto también el sentido el mundo. El sentido es ajeno a las interpretaciones que le damos. Mis cuadros fueron concebidos para ser signos materiales de la libertad de pensamiento. Por esta razón, son imágenes sensibles que no desmerecen del Sentido. Poder responder a la pregunta: ¿Cuál es el sentido de las imágenes?, correspondería a llevar el Sentido, lo Imposible, a un pensamiento posible.

En realidad, la discursividad es una característica inherente a la teoría de la relatividad, el materialismo histórico de Marx o las novelas de Musil. El lenguaje científico, filosófico o literario tienen una sintaxis propia, es decir, unas reglas de formación y transformación de enunciados distintas, pero lo que esencialmente comparten es la intención de construir y transferir el sentido desde del pensamiento al mundo. Se trata de una diferencia gramatical entre géneros externos (del mismo modo que para la filosofía, entre géneros internos, no es lo mismo un compendio teológico, una obra aforística, un ensayo puntual o un tratado sistemático).
La obra de arte como totalidad está formada por un conjunto de elementos estéticos que pueden ser fijados por separado. Estos componentes cardinales, de cuya presencia depende la verdad y la belleza, son, según la filosofía del arte, formales o estilísticos, simbólicos o metafóricos, discursivos o conceptuales, narrativos o rapsódicos, expresivos o sentimentales, alusivos o biográficos y contextuales o históricos. Las distintas teorías estéticas (formalistas, simbolistas, intelectualistas, expresionistas, psicoanalíticas, historicistas…) han dado prioridad a uno de estos elementos en la interpretación de la obra. En todo caso, la genuina filosofía del arte no debería especular sobre su orden jerárquico, sino mostrar su ascenso y resolución en cada creación particular. Conservamos, por ejemplo, tres grandes series del maestro de la pintura ilustrada William Hogarth (1697-1764), La carrera del libertino (seis lienzos), El matrimonio a la moda (seis lienzos) y La campaña electoral (cuatro lienzos). Cualquiera de ellas es, además de un prodigio de técnica pictórica, una narración esperpéntica de las costumbres de la época, una constelación inabarcable de símbolos, una fuente de emociones inquietantes y también una profunda reflexión sobre el materialismo como código ético, las consecuencias irreparables del matrimonio de conveniencia o la inautenticidad de las rutinas democráticas.
Es posible, por tanto, analizar tales componentes mediante la reflexión estética; y es lícito hacerlo como uno de los métodos más firmes para desvelar el contenido de la obra, penetrar el enigma que propone y manifestar la totalidad de su estructura.
Históricamente, la exclusión del arte de la discursividad es obra de la estética empirista, de la crítica de Kant y del sistema hegeliano.
Para el empirismo de Hume, la escisión insalvable entre hechos y valores lleva a que la experiencia estética no sea propiamente un asunto de la razón sino una mera inclinación emocional hacia lo bello (uno de los innumerables sentimientos que conforman, según esta teoría, la urdimbre afectiva). La pobreza del juicio estético “me gusta” (por más que en el arte nada sea simple) equivale, en el plano del conocimiento, al momento inicial de la certeza sensible. En ambos casos nunca se traspasan los límites de lo inmediato. Curiosamente, el empirismo piensa que ha llegado con su teoría emotivista al final de proceso creador, cuando sólo se trata de un comienzo vacilante. Como si los sentimientos únicos que suscita la obra de Kafka, la ausencia de esperanza por la distancia insalvable que nos separa de cualquier orilla (incluso de la más inhóspita) o el desaliento por estar perdidos en un inmenso laberinto sin clave, no fueran ante todo una visión discursiva. La estética empirista nos ha adormecido tenazmente con su canción meliflua de lo bello y su influencia balsámica. Sin embargo, el objeto de la filosofía no puede consistir en la definición de una belleza abstracta en la que nunca se sabe muy bien de que estamos hablando y que, de entrada, debería mostrar sus cartas credenciales. Como propone con admirable simplicidad Fernando Zóbel, uno de los pintores más representativos de la abstracción en pintura:

No sé muy bien lo que es “un cuadro bello en sí”. La palabra belleza se ha vuelto muy sospechosa, y no sabemos muy bien lo que entiende la gente cuando la empleamos. Yo por lo menos la empleo poco para evitar confusiones. La frase “cuadro bello” tiene cierto sentido inconsciente a temática decimonónica: a crepúsculos y desnudos suntuosos, a nocturnos con cipreses y agonías históricas. Perversamente se piensa en el tema y no en el cuadro. Yo diría que un cuadro es bello cuando cumple claramente su intención. En ese sentido, claro que me interesa. Todo cuadro es nueva búsqueda, y cuando sale, es aportación. Cada lienzo nuevo es una aventura, aunque no se trate de ogros y dragones.

Para Kant, el juicio estético es en última instancia subjetivo, aunque implica una referencia inevitable a la facultad de los conceptos por su intención de universalidad que finalmente no puede realizar (a la aprehensión de la obra por la facultad de la imaginación, el entendimiento no puede proporcionar una demostración concluyente de su objetividad). Sin embargo, el arte no es el reino de la indeterminación ni la noche donde todos los gatos son pardos. El fundamento del juicio estético, según Kant, no es una mera exposición conceptual, sino un peculiar estado de ánimo basado en la armonía entre ambas facultades: una especie de contemplación desinteresada y placentera que es a la vez sensible e intelectual. La antinomia kantiana del gusto -si el juicio estético tiene o no su fundamento en los conceptos- se resume en la aspiración tantálica del arte a una verdad general que nunca puede alcanzar; y se resuelve en la idea de que la universalidad del juicio estético es para el entendimiento una suposición imposible de explicar, aunque pensable por la razón en el mundo de las ideas metafísicas (las que finalmente interesan a una estética genuina que no renuncia a la espiritualidad del arte ni claudica ante todo lo que suponga reticencias por cercenar su despliegue).
Para Hegel los tres momentos de comprensión y producción definitiva del espíritu absoluto (en el que finalmente se identifican pensamiento, verdad y realidad) son, por este orden, el arte, la religión, y la filosofía. Los tres saberes del espíritu no se diferencian por su conclusión, la verdad completa y acabada, sino por la presentación angular de cada uno: el arte como intuición sensible, la religión como representación simbólica y la filosofía como exposición conceptual. Esta clasificación resulta inaceptable fuera del sistema hegeliano; sin duda, las exigencias compositivas de sus momentos finales (la transición de la conciencia estética a la religiosa y de esta a la filosofía) llevaron a Hegel a suponer que el arte expresa la idea absoluta de una manera inmediata y puramente sensible, lo cual resulta inadecuado incluso para las artes plásticas a las cuales en el fondo se apunta. La espiritualidad del arte, también en las artes plasticas, va más allá de la mera apariencia o forma exterior de la belleza y, sobre todo, de la intuición no fundada como forma de conocimiento. Valga como ejemplo el admirable libro de John Ruskin (con prefacio de Marcel Proust) sobre ese inmenso laberinto de piedra y conceptos que es la catedral de Amiens.

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