Leí por primera vez El guardián entre el centeno de J.D. Salinger cuando estudiaba la carrera y me gustó como a todo el mundo. Su personaje era una contrafigura existencial, no politizada, que nos permitía evadirnos del ambiente sobrecargado de ideologías de izquierdas en la universidad franquista. Desplazábamos la indignación a otro terreno. Lo he vuelto a leer y no es lo mismo. Una prueba más de que la identidad personal es un mito.
Ciertos entusiastas han presentado a Caulfied, el guardián, como un aspirante al superhombre: aristocrático, trágico, negador, creador de valores. Otros lo tienen por un continuador de los efluvios alcohólicos, los excesos sociales y la conciencia moral de la generación perdida.
Para mí, Caulfield es un niñato. Todo le parece falso, pero él representa la negación de la negación. Confunde el nihilismo con no saber lo que quiere. Su rebeldía es hastío por perder los papeles. La vida es el lugar donde se cumplen las fantasías burguesas del varón adolescente. Pero es un necio que provoca y se deja partir la cara por un compañero de habitación que ha cortejado en el asiento trasero del coche a una colegiala, Jane, de la que Caufield cree estar enamorado. La ama porque a ella no le convence su imagen. A otra joven, Sally, que lo besa sin condiciones en la noche neoyorquina la insulta. Sus amigos, jóvenes y viejos, son tipos siniestros. El centro de su mundo afectivo es su hermana menor, Phoebe, una niña precoz que no ha tenido tiempo de crecer y convertirse en una arpía. Su viaje iniciático es, en fin, una fenomenología de la inmadurez y la desidia. El mejor valor de Caufield es que lo sabe y se atormenta. Al final, su padre, tras una bronca ritual, le buscará otro colegio caro del que le volverán a echar por vago, como le ocurrió en Pencey. Los directores soportan todo menos el fracaso: con el futuro de las minorías dirigentes no se juega. Lo devuelvo a la estantería para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario