Telépolis

viernes, 18 de noviembre de 2016

La mili


El servicio militar obligatorio fue suspendido en nuestro país por Real Decreto el 31 de Diciembre de 2001. Decía literalmente:
El Consejo de Ministros ha aprobado un Real Decreto por el que se adelanta al próximo 31 de diciembre la suspensión de la prestación del Servicio Militar, con lo que se hace efectiva la voluntad del Presidente del Gobierno de adelantar el fin del servicio militar, tal y como anunció en su discurso de investidura ante el Pleno del Congreso. El Ministro de Defensa ya había anticipado en su comparecencia ante la Comisión de Defensa que el Servicio Militar finalizaría el 31 de diciembre de 2001. En consecuencia, desde el 1 de enero de 2002 todos los soldados y marineros serán profesionales.
Suponía el final de la famosa “mili”, de los sorteos de quintas, de la milicia universitaria y las prórrogas por estudios. Cuando los varones cumplían 21 años, fuera el uno de enero o el 31 de diciembre, se entraba en quintas. Por cierto, ¿saben de donde proviene el nombre de quintos? Es curioso. Infórmense en Google, la versión digital del espíritu absoluto de Hegel.
Para la mayoría de los jóvenes el servicio militar era una lamentable pérdida de tiempo y el deber, el "honor" más bien, de contribuir a la defensa de la patria durante dieciocho meses les sonaba a música celestial. No obstante, para muchos mozos de las zonas rurales profundas era la oportunidad de salir de los surcos del terruño y conocer nuevas gentes y nuevas tierras. Muchos eran analfabetos. También de buscar otra forma de ganarse la vida que no fuera el arado.  
Batallitas de la mili las hay de todos los colores y tamaños, cada cual tiene la suya. La mía es breve porque me libré de hacerla. Pero tiene su miga y me apetece contarla como a todo el mundo.
Primero te llegaba una carta o cédula de citación recordándote tus obligaciones militares y en letra pequeña lo que te podía pasar si no las cumplías (años más tarde se admitió la objeción de conciencia que era peor que hacer la mili). Tenías que presentarte el día fijado en la caja de reclutas (“la zona” la llamaban en Cuenca, al lado del Parque de San Julián). Había un largo pasillo flanqueado por bancos de madera y algunas puertas sin cartel de aspecto burocrático; al fondo, estaba el despacho del Capitán Sanmartín donde se cumplimentaban los trámites de alistamiento y sorteo. Los bancos estaban llenos de mozos, algunos de pie y muchos sentados en el suelo a la espera de que un sorche los llamara por orden de lista para entrar en el despacho. De pronto cruzó el pasillo una rubia despampanante, Paula, antes Pablo (en las capitales pequeñas todo el mundo se conoce). Por supuesto se armó la de San Quintín y la cosa comenzaba a desmadrarse si no hubiera salido por una de las puertas un sargento de los de antes que puso orden con cuatro bocinazos. Miró con asombro a la rubia, le hizo en voz baja un par de preguntas y le dijo con aprensión: Acompáñeme al despacho del capitán. Silbidos y protestas, ¡ese tío se cuela, que no se la cuele sargento, nuestra cola va antes!
Cuando me tocó el turno, el capitán me saludó por mi nombre. Era amigo de mi padre. Muchos fines de semana salían de caza juntos. Me dio los papeles para la exención y los formularios. Los últimos no tenía que rellenarlos pero me señaló un ejemplar que le pedí (me miró con sorna). Te hacían preguntas sobre si eras o no creyente y de qué religión, si te interesaba la política, en tal caso qué ideas tenías, qué era para ti la democracia, tus valores morales sobre la familia o la homosexualidad, tu adhesión al movimiento nacional, etc. Al menor desliz la pifiabas, imaginé.
Al cabo de un mes me llegó una carta del Ayuntamiento para que me presentara en el Hospital Militar Gómez Ulla de Carabanchel tal día a las ocho de la tarde. ¿Qué hora tan rara pensé? Allí acudí con toda clase de certificados médicos y pensé que a las once como muy tarde estaría de vuelta en casa de mis abuelos. Pero no, tras las debidas comprobaciones, el oficial de guardia me dio un pijama gris y una chapa numerada y me dijo que después de la cena a las nueve pasaría la noche en la sala de enfermos, heridos o dados de baja, como todos los que alegaban exención del servicio militar.
La cena fue un aviso. Mesas de seis en el amplio comedor. Servían los platos los reclutas de cocina. El que nos tocó tenía el pelo grasiento y las uñas negras. Me imaginé las perolas y cazuelas. Cuando mis compañeros vieron que no me comía el puré amarillo con tropezones y las albóndigas en salsa me comentaron que aquello era un banquete comparado con el rancho del campamento. Unas vacaciones pagadas. Tras lo cual se repartieron mi cena con justicia distributiva. A las diez en la cama estés. El dormitorio era una sala enorme de 30x15 metros repleta de camas de hospital en batería. Barrotes blancos, manivelas y poleas. El pijama me quedaba enorme. Los que estaban a cada lado ni me saludaron. No tenía sueño y hablar estaba rigurosamente prohibido una vez que a las diez y cuarto se apagaban las luces. Eso no impedía los gritos obscenos de rigor (¡imaginaria, tengo línea con la península, imaginaria me han recetado un polvo, imaginaria ya me viene!) seguidos de una sinfonía de pedos y risotadas. Tras las amenazas de rutina, se hacía el silencio y sólo flotaban en el ambiente los lamentos y quejidos de los enfermos. ¡Después de mucho andar y caminar repetía uno! Hasta que le taparon la boca con un calcetín, deduje. Al día siguiente me enteré que había perdido una pierna en unas maniobras militares.
A las siete, arriba los que podían. Desayuno espartano en el comedor. Antes, una monja alférez dirigía el rezo de un misterio del rosario. Al cabo de varios padrenuestros se dirigió a mí.
- Usted no reza.
- Claro, pero en silencio, para mí mismo, es más espiritual…
- Déjese de cuentos o se queda en ayunas. Quiero oírle alto y claro (la amenaza era más bien un incentivo).
A las nueve, comenzaban las consultas. El primer día no me atendieron. Plantón en la sala de espera. Allí comencé a leer El Conde de Montecristo que me había prestado mi abuelo. ¡Bendito libro!
- ¿De qué va? Reconocí a mi compañero de cama de la izquierda, un pelirrojo flacucho que se sentó a mi lado. Estas aquí para librarte de la mili, añadió.
- De aventuras, dije vagamente. Y tú por qué estás.
- Por la sífilis, lo barato sale caro.
Di un respingo y me aparté medio metro. El otro se rió de buena gana.
- No te asustes, esta noche no pienso meterme en tu cama…
El segundo día, agua. El pelirrojo consiguió entrar y salió con cara de cabreo. Vuelvo al cuartel, me dijo sobre la marcha. ¡Cuidado con las señoras que te complican y se enamoran! (como en la canción) le aconsejé. Se volvió y me hizo una peineta. El libro de Dumas iba en buenas. Al acostarme imaginaba como evadirme del Hospital, igual que Edmond Dantès del Castillo de If. Era la mejor forma de dormirme pronto.
A la tercera fue la vencida. Entendí por qué todo iba tan lento. Media hora de exploraciones y papeleo. Dos médicos se ausentaron durante diez minutos y hasta que volvieron todo quedó parado. Lo único que me dijeron durante el tiempo que estuve en la consulta es que ya podía vestirme y que me llegaría una certificación en el plazo que marcaba la ley.
- ¿Puedo irme a mi casa, pregunté tímidamente?  
- Enseñe este parte de alta en el puesto de salida (me dijo la monja).
Al cabo de tres meses recibí una llamada del Capitán Sanmartín para que me pasara por la zona a recoger mi certificado de exención. Se había ocupado de pedirlo personalmente. Al final no pude reprimir  la indiscreción de preguntarle por el recluta Paula. ¿También había tenido que pasar por el Gómez Ulla?
- Se ha librado de la mili me contestó. Los psiquiatras lo han declarado incompatible con el ejército. Lo mejor. Imagínate el lío. Vive en Barcelona, según consta en su expediente aunque está empadronado aquí. Conozco a su familia. Vaya usted a saber…
Le di las gracias y me despedí cordialmente. Seguro que mi padre conocía mas detalles del asunto...

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