Decía Claude
Zidi director cinematográfico y guionista de sus compatriotas: “Ah! Los
franceses, son pésimos viajeros, les ocurre lo mismo que al camembert”. Las airadas
protestas de dos turistas galos, marido y mujer, delante de los restos
esparcidos de un templo griego ilustran la opinión de Zidi.
- Nos podrían haber dicho en la agencia de
viajes que la mayoría de los monumentos estaban en ruinas.
- No hubiéramos hecho un camino tan largo para
ver esto.
En mayor o menor
grado, según la antigüedad y conservación de los monumentos, a todos no ocurre
algo similar. Por supuesto, no es lo mismo visitar los templos egipcios de
Karnak y Luxor, las pirámides mayas, Persépolis, Santa Sofía, el Palacio de Versalles, el Taj Mahal, la cripta de una catedral románica, los
bosques de piedra de una catedral gótica o el acueducto de Segovia. Los ejemplos son interminables. Lo cierto es que no podemos contemplar estas obras con los ojos de los hombres
de su época. Me refiero exclusivamente a la percepción puesto que
tenían los mismos sentidos que nosotros. Otro tema sería lo que pensaban al
mirarlos. Los historiadores tratan de reconstruir el significado preciso de una
conciencia colectiva que en muchos casos es irrecuperable.
Somos viajeros perdidos en la galaxia monumental,
aunque lo compensemos sobradamente con el placer de la buena compañía, las fantasías del pasado aunque sean un disparate ¿y qué?, o la perspectiva de una buena pitanza
regional al terminar la visita. En el fondo, las quejas del matrimonio francés
van por ahí. Y tienen su parte de razón.
No todos los que visitan, Egipto, Grecia, Irán o Italia son expertos en arte o
urbanismo y por mucho que nos informemos en Wikipedia nos gustaría ver esos
tesoros tal y como eran originalmente. Además, muchas veces el caudal enciclopédico
nos desborda. Cuando empezamos a leerlo en voz alta delante del mihrab de la mezquita,
nuestros amigos salen pitando. Algunos se preparan resúmenes antes del viaje
con el mismo resultado.
Una parte de la
legión de turistas que fotografían compulsivamente los monumentos, además de la
sana intención de tener un recuerdo personal
(el libro que venden en la tienda a la salida tiene mejores imágenes y además
explicadas), utilizan la cámara como contrapartida de lo que
no tenemos interés en comprender a fondo. ¡Un viaje de fin de semana no es un máster sobre románico! Además hay que
amortizar la entrada. La mayoría nos contentamos con un recuerdo agradable y un cierto barniz cultural (por demás muy personal). De ahí que las video guías puedan resultar soporíferas
por su exceso de erudición o bien distraídas por ir al grano de forma inteligente.
Lo mismo les ocurre a los cicerones
en las visitas guiadas. He visitado dos veces el claustro del Monasterio de
Silos, en la hora de vísperas con Gregoriano incluido. La primera vez, un monje
sesentón, bajito y barrigudo nos abrumó con todos los detalles artísticos del
claustro. Al cabo de un rato empezaron a verse pinganillos y gente que se abría
con disimulo. Otros interrumpían el fárrago (y alargaban la visita) con preguntas anodinas. Los niños
exasperaban al fraile corriendo y chillando como demonios. Al contrario, la segunda vez un
monje joven, andaluz y con cierta veta mística se detuvo en los aspectos
centrales del claustro y el resto fue una detallada descripción de la vida
monástica y sus ideales religiosos, una auténtica gozada. Nadie se movió. Algunos
le felicitamos por su exposición a lo que nos respondía uno tras otro: les ruego que recen por mí para que no se malogre mi vocación.
Tampoco me
convence el viajero incansable del “duermo una noche y me piro”, macho alfa del
grupo, que tras pedir en la recepción del hotel un mapa de los lugares más
señalados de la ciudad nos impone poner la chincheta a todos. Al final, acabas
agotado, mal comido y con un batiburrillo de iglesias en la cabeza que al coger
la cama parece que llevas un mes fuera de casa. Pero volvamos al tema central: la frustración del matrimonio francés. Estoy de acuerdo con la propuesta de que cerca de los monumentos, también en los museos, se habiliten
cómodos espacios cerrados en las que se muestren, con sucintas explicaciones,
imágenes y videos, cómo fueron originalmente esos monumentos, cómo los
vieron los ojos de la gente de su época. Tales imágenes y videos tendrán que
ser preparados minuciosamente por equipos de estudiosos y especialistas para conseguir, por supuesto, ser lo más fieles posibles al original. Existen en Internet
innumerables reconstrucciones virtuales de muchas obras de arte, desde
miniaturas, esculturas, pirámides, templos, catedrales e incluso ciudades.
Parece razonable institucionalizar
esas reconstrucciones sin caer en el kistch ni en el fraude estético. Los
actuales programas informáticos diseñados para crear películas y animaciones en
tres dimensiones, así como las nuevas tecnologías informáticas que permiten imprimir
en 3D (por ejemplo maquetas a escala del interior y exterior de un templo
budista) serían instrumentos de un valor incalculable. Algunos han criticado
este proyecto institucional con el argumento que si aceptamos el tópico de que "el medio es el mensaje", los visitantes harían cola en el salón de la exposición
virtual y se olvidarían del monumento real. En mi opinión, se trataría de una simbiosis provechosa. Nadie se desplaza hasta la ciudad de Petra en
Jordania o a la Muralla china para ver una película en 3D por muy buena que
sea. Resumiendo, se trata, dos ejemplos, de disfrutar y comprender mejor los
restos megalíticos del conjunto de Stonehenge o el templo dórico del Partenón cuando
se construyó entre los
años 447 y 432 a. C. en
la Acrópolis de Atenas.
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