La obra De senectute,
literalmente acerca de la vejez, en versión libre El arte de envejecer,
escrita por Cicerón en el 44 a.C. es un elogio de la vejez así como una
invitación a un envejecimiento activo y fecundo. Un clásico de la ética
personal. Lo primero que habría que hacer es definir el concepto mismo de
vejez: mientras que Cicerón (106-43 a.C.) moría con 63 años, una edad avanzada
para entonces, hoy día la mayoría de la gente ni siquiera se ha jubilado. Sin
entrar en números, es preferible considerar a la vejez como un “estado de
ánimo”, saber intuitivamente a qué nos referimos con la tercera, incluso cuarta
edad y no complicarnos la vida con disquisiciones geriátricas. Siento
curiosidad por saber qué es la vejez, dice el optimista jubilado. Bien
dicho.
El envejecimiento pasivo y muermo, un mal
rollo, me trae recuerdos de las viñetas del inolvidable Forges: la plaza de un
pueblo perdido en la llanura y tres ancianos desdentados bastón en mano,
sentados en un banco, dos perros tirados en el suelo, el sol en el horizonte y
un elemento perturbador que rompe la monotonía de la jornada y dispara el humor
del dibujante. El “abuelo cebolleta” (no confundir con “la memoria
histórica”) que da la murga a sus nietos de primaria con batallitas de la
guerra civil es un estereotipo a extinguir. En cuanto comienza el relato (palabra
estúpida cuando se usa en las tertulias radiofónicas) los nietos desconectan si
son educados y cambian de tercio si son normales: abuelo cuéntanos cómo
era tu novia en el cole. Resulta patética la visión de un solitario
jubilado en el parque echando de comer a las palomas que le rodean mientras
medita sobre la vanitas. Lo cierto es que actualmente se ha quedado
en desuso hasta la petanca. Es un juego tan pacífico, tan aburrido que es
imposible cabrear al que pierde o hacer trampas divertidas. Son demasiado
provincianos los “hogares del jubilado” donde los viejos se hacen más viejos, y
tope pueblerinos los baretos donde los viejos se pasan la tarde anestesiados
jugando al dominó en mesas de mármol gastado por los siglos. En todo caso, lo
más ancestral es el abuelo madrileño sentado en la mesa camilla con brasero y
televisión en blanco y negro perpetrando el enésimo solitario mientras la
abuela hace ganchillo y reza el rosario entre dientes. Si me apuran se ha
quedado obsoleto hasta el INSERSO: a los jubiletas cada vez les apetece menos
que los lleven al trote detrás de una azafata con bandera blanca por Toledo o
pasarse una semana de invierno en una playa perdida de la costa. O el viaje
organizado en autobús: fiu, fiu, ya hemos visto París. De las residencias de
ancianos ni hablo. Como en casita no se está en ninguna parte.
Algunos llevan muy mal la transición de
rol de la segunda a la tercera edad. El paso de la madurez a la vejez recuerda
ciertas paradojas de la cantidad: ¿Qué número
exacto de pelos, como mínimo, ha de tener una persona para que no se le
considere calvo? O a la inversa: Si
vamos quitando granos a un montón de arena, ¿en qué momento deja de ser un
montón de arena? Aplíquese a la edad y el problema de cuándo somos
viejos es el mismo. Recuerdo que la suegra de un primo hermano se quitaba años,
hasta el punto que su propia hija le llegó a decir en uno de sus
“cumpleaños”: madre dentro de muy poco vas a tener menos años que yo… Otro
pariente mío se cabrea cuanto sus nietos le llaman abuelo. ¡Os he dicho
que no me llaméis abuelo, llamadme Jaime! Pobres chavales.
También se da el caso del octogenario que
reivindica el paraíso perdido: internet se ha cargado las cartas manuscritas,
las redes sociales han pervertido el placer de la conversación: cuantos más
amigos tienes en tu perfil más solo estás. Las voces e imágenes de las redes
sociales son las sombras narcisistas que se proyectan en la caverna de Platón.
Para empoderarse (¡horror de palabro!), las chicas dicen más tacos que los
chicos y adquieren vicios masculinos, lo que multiplica el machismo. Nadie
quiere entender que la mentira de la amistad digital, afirman, es otra más de
las falsas noticias que están convirtiendo en tóxico el mundo de la
comunicación. Piensa por un momento: ¿Con cuántos de tus amigos de Facebook
quedarías para tomar unas cañas? Fuera los teclados y las jergas. Hay que
volver a la pluma estilográfica con capuchón de plata, el cargador de émbolo y
plumín dorado. Y a la prensa crujiente de papel o al uso breve del teléfono
sólo cuando es realmente necesario.
Pasamos página. Vamos a cocinar una
versión potente de la vejez recuperada.
Lorenzo Aguado es un jubilado de 65 años.
Está divorciado pero es amigo con derecho a roce de una viuda cuarentona. Ella trabaja
de administrativa en la universidad. Cada uno en su casa y Dios en la de todos.
Cuando hacen el amor, siempre en casa de Lorenzo (el fantasma del marido,
quizás) corre la viagra para conjurar el fantasma del gatillazo. Lorenzo se levanta a las
nueve. Oye las noticias en la radio mientras desayuna su café con leche,
tostada regada con aceite virgen extra picual, copos de avena y zumo de
naranja. Se sienta después en el salón y enciende el móvil y el Ipad donde sin
prisas ojea la prensa digital. Luego pone un whatsapp a su amiga
con flores y emoticones y lee la cadena de chorradas y videos que le
llegan. Muchos son para partirse. Los políticos de izquierdas y los catalanes
dan mucho juego. También los viejos.
La salud es lo primero: martes y jueves
al fitness. Se refiere a la cuarentona jamona como “su chica”. El monitor creía
al principio que hablaba de su hija menor, hasta que un día su chica vino a
buscarlo con falda corta y medias de malla. La picarona miraba al joven macizo
y tatuado con ojos golositos que a su vez miraba al infinito. Viajan mucho, en
la agencia del barrio (recomendada por su hermano, amigo del dueño) les ponen
orquesta y alfombra cuando llegan. Nada de Florencia, Roma o París, ya
estuvieron cuando aún no se conocían, de jóvenes, además acabas empachado de
museos, de cuadros de santos, palacios iguales y antiguallas que no entiendes.
Lo que interesa es Tailandia, Japón, Colombia, Varadero o las Islas Galápagos…
Ya irán a alguna exposición estrella en el Prado o la Thyssen cuando vuelvan de
las doradas playas del Caribe; más que nada porque después han reservado mesa
en tal o cual sitio donde te dan un sushi exquisito o un rabo de toro digno de
pedirle un autógrafo al chef. Cuando comen, comen; silencio y buen vino, nada
de distracciones morales, políticas o deportivas. Ya nadie habla de religión.
Leen con avidez a Jöel Dicker y a Michel Houellebecq, los escritores franceses
de moda y les chiflan las series de Netflix. Los conciertos les aburren. Van al cine cuando sus amigos les recomiendan una película por mayoría simple. Al teatro por mayoría absoluta. Algún
sábado van a una discoteca. Lorenzo baila con ardor tras sacar fuerzas de sus
reservas del gimnasio. Cuando vuelve sudoroso y exangüe a la mesa, le dice a su
amiga: ¡Estoy hecho un chaval! Ella, haciendo gala de perspicacia femenina, le advierte divertida: ninguno de los jóvenes
que ves por aquí diría eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario