Telépolis

sábado, 26 de enero de 2019

Las personas mayores


La obra De senectute, literalmente acerca de la vejez, en versión libre El arte de envejecer, escrita por Cicerón en el 44 a.C. es un elogio de la vejez así como una invitación a un envejecimiento activo y fecundo. Un clásico de la ética personal. Lo primero que habría que hacer es definir el concepto mismo de vejez: mientras que Cicerón (106-43 a.C.) moría con 63 años, una edad avanzada para entonces, hoy día la mayoría de la gente ni siquiera se ha jubilado. Sin entrar en números, es preferible considerar a la vejez como un “estado de ánimo”, saber intuitivamente a qué nos referimos con la tercera, incluso cuarta edad y no complicarnos la vida con disquisiciones geriátricas. Siento curiosidad por saber qué es la vejez, dice el optimista jubilado. Bien dicho.
El envejecimiento pasivo y muermo, un mal rollo, me trae recuerdos de las viñetas del inolvidable Forges: la plaza de un pueblo perdido en la llanura y tres ancianos desdentados bastón en mano, sentados en un banco, dos perros tirados en el suelo, el sol en el horizonte y un elemento perturbador que rompe la monotonía de la jornada y dispara el humor del dibujante. El “abuelo cebolleta” (no confundir con “la memoria histórica”) que da la murga a sus nietos de primaria con batallitas de la guerra civil es un estereotipo a extinguir. En cuanto comienza el relato (palabra estúpida cuando se usa en las tertulias radiofónicas) los nietos desconectan si son educados y cambian de tercio si son normales: abuelo cuéntanos cómo era tu novia en el cole. Resulta patética la visión de un solitario jubilado en el parque echando de comer a las palomas que le rodean mientras medita sobre la vanitas. Lo cierto es que actualmente se ha quedado en desuso hasta la petanca. Es un juego tan pacífico, tan aburrido que es imposible cabrear al que pierde o hacer trampas divertidas. Son demasiado provincianos los “hogares del jubilado” donde los viejos se hacen más viejos, y tope pueblerinos los baretos donde los viejos se pasan la tarde anestesiados jugando al dominó en mesas de mármol gastado por los siglos. En todo caso, lo más ancestral es el abuelo madrileño sentado en la mesa camilla con brasero y televisión en blanco y negro perpetrando el enésimo solitario mientras la abuela hace ganchillo y reza el rosario entre dientes. Si me apuran se ha quedado obsoleto hasta el INSERSO: a los jubiletas cada vez les apetece menos que los lleven al trote detrás de una azafata con bandera blanca por Toledo o pasarse una semana de invierno en una playa perdida de la costa. O el viaje organizado en autobús: fiu, fiu, ya hemos visto París. De las residencias de ancianos ni hablo. Como en casita no se está en ninguna parte.
Algunos llevan muy mal la transición de rol de la segunda a la tercera edad. El paso de la madurez a la vejez recuerda ciertas paradojas de la cantidad: ¿Qué número exacto de pelos, como mínimo, ha de tener una persona para que no se le considere calvo? O a la inversa: Si vamos quitando granos a un montón de arena, ¿en qué momento deja de ser un montón de arena? Aplíquese a la edad y el problema de cuándo somos viejos es el mismo. Recuerdo que la suegra de un primo hermano se quitaba años, hasta el punto que su propia hija le llegó a decir en uno de sus “cumpleaños”: madre dentro de muy poco vas a tener menos años que yo… Otro pariente mío se cabrea cuanto sus nietos le llaman abuelo. ¡Os he dicho que no me llaméis abuelo, llamadme Jaime! Pobres chavales.
También se da el caso del octogenario que reivindica el paraíso perdido: internet se ha cargado las cartas manuscritas, las redes sociales han pervertido el placer de la conversación: cuantos más amigos tienes en tu perfil más solo estás. Las voces e imágenes de las redes sociales son las sombras narcisistas que se proyectan en la caverna de Platón. Para empoderarse (¡horror de palabro!), las chicas dicen más tacos que los chicos y adquieren vicios masculinos, lo que multiplica el machismo. Nadie quiere entender que la mentira de la amistad digital, afirman, es otra más de las falsas noticias que están convirtiendo en tóxico el mundo de la comunicación. Piensa por un momento: ¿Con cuántos de tus amigos de Facebook quedarías para tomar unas cañas? Fuera los teclados y las jergas. Hay que volver a la pluma estilográfica con capuchón de plata, el cargador de émbolo y plumín dorado. Y a la prensa crujiente de papel o al uso breve del teléfono sólo cuando es realmente necesario.  
Pasamos página. Vamos a cocinar una versión potente de la vejez recuperada.
Lorenzo Aguado es un jubilado de 65 años. Está divorciado pero es amigo con derecho a roce de una viuda cuarentona. Ella trabaja de administrativa en la universidad. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. Cuando hacen el amor, siempre en casa de Lorenzo (el fantasma del marido, quizás) corre la viagra para conjurar el fantasma del gatillazo. Lorenzo se levanta a las nueve. Oye las noticias en la radio mientras desayuna su café con leche, tostada regada con aceite virgen extra picual, copos de avena y zumo de naranja. Se sienta después en el salón y enciende el móvil y el Ipad donde sin prisas ojea la prensa digitalLuego pone un whatsapp a su amiga con flores y emoticones y lee la cadena de chorradas y videos que le llegan. Muchos son para partirse. Los políticos de izquierdas y los catalanes dan mucho juego. También los viejos. 
La salud es lo primero: martes y jueves al fitness. Se refiere a la cuarentona jamona como “su chica”. El monitor creía al principio que hablaba de su hija menor, hasta que un día su chica vino a buscarlo con falda corta y medias de malla. La picarona miraba al joven macizo y tatuado con ojos golositos que a su vez miraba al infinito. Viajan mucho, en la agencia del barrio (recomendada por su hermano, amigo del dueño) les ponen orquesta y alfombra cuando llegan. Nada de Florencia, Roma o París, ya estuvieron cuando aún no se conocían, de jóvenes, además acabas empachado de museos, de cuadros de santos, palacios iguales y antiguallas que no entiendes. Lo que interesa es Tailandia, Japón, Colombia, Varadero o las Islas Galápagos… Ya irán a alguna exposición estrella en el Prado o la Thyssen cuando vuelvan de las doradas playas del Caribe; más que nada porque después han reservado mesa en tal o cual sitio donde te dan un sushi exquisito o un rabo de toro digno de pedirle un autógrafo al chef. Cuando comen, comen; silencio y buen vino, nada de distracciones morales, políticas o deportivas. Ya nadie habla de religión. Leen con avidez a Jöel Dicker y a Michel Houellebecq, los escritores franceses de moda y les chiflan las series de Netflix. Los conciertos les aburren. Van al cine cuando sus amigos les recomiendan una película por mayoría simple. Al teatro por mayoría absoluta. Algún sábado van a una discoteca. Lorenzo baila con ardor tras sacar fuerzas de sus reservas del gimnasio. Cuando vuelve sudoroso y exangüe a la mesa, le dice a su amiga: ¡Estoy hecho un chaval! Ella, haciendo gala de perspicacia femenina, le advierte divertida: ninguno de los jóvenes que ves por aquí diría eso

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