Telépolis

viernes, 22 de febrero de 2019

Diálogo


Nunca más que ahora ha estado de moda el término “diálogo”, sobre todo en la vida pública. Junto con “relato” y “poner en valor” es la palabra (o expresión) más utilizada por los políticos.
El término “diálogo” como casi todo nuestro bagaje cultural procede de la antigua Grecia. Diálogo procede del verbo dialegw. El “Diccionario griego-español” de J.M. Pabón incorpora los siguientes significados: conversar, platicar, hablar, discutir, disputar, tratar (algo con alguien), discurrir, razonar… El significado, en versión libre, de la unión entre la preposición (dia) y el verbo (legw) sería algo así como “un viaje a través de la palabra”. Como criterio epistemológico podríamos denominar al diálogo “la verdad como resultado de un proceso”.
El término pasa literalmente al latín clásico como conversación o plática entre dos o más personas (dialogus) mientras que el sentido de discusión o razonamiento lo recogen mejor los términos quaestio: indagación, cuestión, disputa o disputatio: disputa, controversia (según “El diccionario latino-español etimológico” de Raimundo de Miguel). El diccionario de “Expresiones y frases latinas” de Víctor-José Herrero Llorente, amplia el significado histórico de ambos términos. Quaestiones: Nombre que se daba en la Edad Media a grandes repertorios de problemas discutidos, acompañados de sus autoridades, argumentos y soluciones. Disputationes: “Discusiones”, “Controversias”. Nombre que se daba en la Edad Media a ciertos ejercicios escolásticos en los que se debatían cuestiones importantes y que servían para ejercitar a los participantes en la argumentación y demostración. Por su parte, el “Diccionario etimológico de la lengua castellana” de Joan Corominas incluye entre los derivados del verbo griego los de dialéctica a mediados del siglo XIII y dialéctico hacia 1440.
Por último, el “Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua” subraya tanto la etimología latina como la griega y recoge tres acepciones del vocablo:
1.  Plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos.
2.  Obra literaria, en prosa o en verso, en que se finge una plática o controversia entre dos o más personajes.
3.  Discusión o trato en busca de avenencia. 
El diálogo como disputa o dialéctica  es el método de la filosofía socrática y del propio Platón. La estructura de los Diálogos platónicos es siempre la misma: aparece un personaje fijo y principal, Sócrates, el maestro de Platón, en torno al cual se reúnen un conjunto de personajes secundarios, normalmente figuras conocidas de la Atenas de entonces. Tras un breve protocolo de encuentro, se suscita la discusión sobre un tema determinado, normalmente de carácter antropológico o humanístico, como el amor, el alma, la amistad, la virtud, la justicia, la república o las leyes. Tras un elaborado proceso de discusión, Sócrates tiene siempre la última palabra sobre la solución más convincente. Es una forma de dialogar con truco, con red, porque siempre gana Sócrates. En realidad cuando leemos los diálogos platónicos se nos ocurre una y otra vez que sus opositores dialécticos hacen demasiadas concesiones y dicen amén a sus razonamientos con excesiva premura (sin duda, ciertamente, en efecto, no podría ser de otro modo); se lo ponen demasiado fácil sin plantear las serias objeciones que nosotros le haríamos al hilo de la lectura. Si jugamos a la ucronía y uno de los diálogos platónicos se hubiera titulado Puigdemont o la independencia, la solución socrática hubiera sido, sin truco, sin red y sin contrarios, la creación de una ciudad Estado independiente o polis debido al fuerte sentimiento nacionalista de los griegos en el siglo V a.C. Atenas era Atenas y Esparta era Esparta y así todas las polis. Sólo la guerra contra el extranjero pudo confederarlas. La idea de Grecia como una sola nación integradora de todas las ciudades Estado bajo una misma ley era todavía impensable. Eso vino después, como sabemos.
Inversamente, si Cicerón hubiera escrito un diálogo titulado De Republica indivisa, las famosas catilinarias del filósofo romano hubieran sido un amable consejo comparado con el furibundo alegato contra el malvado partidario de la partición del Imperio. Si alguna de las provincias del Imperio Romano, por ejemplo Hispania, Lusitania, Judea o Egipto tras la muerte de Cleopatra (por abarcar distintas etapas históricas) hubiera osado independizarse de Roma, los generales más renombrados al mando de las legiones más belicosas partirían al punto hacia la el territorio sedicioso y pondrían en orden los límites del imperio a sangre y fuego… Dura lex, sed lex. Excepto para aquella aldea de irreductibles galos que nunca se sometieron al dominio del invasor gracias a los efectos de una poción mágica.

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