Telépolis

viernes, 19 de febrero de 2021

Defensa del sentido común

 

El sentido común es la cosa mejor repartida del mundo, como creía Descartes; pero lo utilizamos de forma discontinua y eso nos pierde. En realidad, es el mejor remedio para casi todas las quimeras que nos envuelven. No es fácil de explicar: utilizamos el sentido común en la mayoría de las circunstancias. Normalmente nos guiamos por el principio de identidad, contradicción y tercero excluido. Consideramos que una cosa es la misma y no otra, que no es posible a la vez una cosa y la contraria o que no se puede afirmar que una cosa es verdadera y también la contraria. La realidad se ordena cómodamente si los respetamos.

Pero en un momento determinado el sentido común comienza a parecernos aburrido (y más en tiempos de encerrona), insuficiente (la verdad gusta de ocultarse) o poco fiable (las apariencias engañan) por lo que decidimos cambiar de lógica y apartarnos de sus saludables principios. Ese es el momento en que, al revés de lo que pensamos, nos convertimos en personas vulnerables, en víctimas de la insensatez del populismo político, de la crispación y el ventilador, de los delirios de profetas tóxicos, de las ocurrencias virtuales de los señores de la red (influencersyoutubers, memeros), de la recurrencia de tertulianos falsarios, del auge de famosos insustanciales, de los mistificadores de las ciencias y las letras y todo un elenco de famosos del deporte, de la gente guapa y del desnudo mercenario. Al final caemos en la trampa y acabamos participando de la impostura. 

Sus relatos (otra palabra de moda) no son tan complejos, no hace falta recurrir a la filosofía ni al método científico para desmontarlos. Basta con observar atentamente para descubrir el truco.

Mi teoría es que estas desviaciones del sano sentido común, es decir, de los hechos, se deben a que vivimos en una sociedad inundada de imágenes narcisistas, de constelaciones construidas por aquellos que en vez de mirar a las cosas mismas se miran al ombligo: son las sombras proyectadas en la pared que contemplan los prisioneros encadenados de la Caverna de Platón. Al final, nos convertimos en partícipes de la impostura. ¿Hace falta poner ejemplos? Nuestra mente funciona en clave narcisista: perdemos la identidad personal y nos convertimos en un montón de etiquetas autoimpuestas. Según el disfraz, aceptamos mensajes incompatibles (de una contradicción se sigue cualquier cosa); admitimos que las certezas de hoy son contrarias a las de mañana. Nos convertimos en actores de un inmenso teatro de máscaras. Al final los raros son las personas normales.   

Tres frases radicalmente opuestas al imaginario narcisista: Yo soy el que soy de la Biblia, conócete a ti mismo de Sócrates, La educación, misión imposible de Sigmund Freud.

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