Telépolis

jueves, 25 de febrero de 2021

Pantallazos de pandemia

 

Durante la pandemia el uso de pantallas con conexión a internet se ha multiplicado en proporción directa al número de contagios, ingresos, UCIS, etc. Gracias a su potencia virtual hemos sobrevivido al tedio del confinamiento, cercos perimetrales y encierros varios. Les cuento.

Mi radio despertador-reproductor wifi se activa a las nueve de la mañana con alguna de las arias que grabaron los tres tenores, por ejemplo, Nessun dorma interpretada por Luciano Pavarotti. En la mini pantalla puedo ver la hora, la fecha, la temperatura la humedad relativa y la presión atmosférica; hay más iconos, pero no los entiendo; el manual de instrucciones tiene 300 páginas y no puedo con él ni en el retrete (perdón, inodoro). Cuando acaba el aria, el dispositivo se conecta con el resumen de noticias de Google que escucho en este orden: el tiempo, deportes, sucesos, política y pandemia.

Estoy jubilado, por lo que no tengo que unirme a ninguna plataforma de teletrabajo que, según dicen los empleados del hogar, te obliga a echar más ladrillos a la carretilla por el mismo precio. Normal: una oficina de interacción virtual es más lenta que una presencial. Cuando operas en una plataforma de empresa siempre hay uno que te pone en cola melódica, otro se escaquea y sugiere que vuelvas mañana, otro no abre el correo o no contesta, otro se ha ido a desayunar, otro tiene la semana libre, el jefe está reunido… En términos de la teoría de la comunicación hay demasiado ruido entre emisor y receptor.

Algunos colegas que han impartido clases on line durante el confinamiento me han comentado que es una experiencia parecida al bachillerato a distancia. Libro de texto, apuntes complementarios y actividades; después consultas y correcciones. Los exámenes son trabajos tipo máster URJC. Mucha apariencia y poca sustancia. Menos de un tercio cumple (sobresalientes), la mayoría calla y escucha (notables y bienes), los demás en ignorado paradero (aprobados).

En mis últimos años de docente tuve la oportunidad de trabajar en el aula con una pizarra digital. Pantallazo. Al comienzo del curso llegó al centro sin pedirla (si la pides nunca llega) una partida de diez unidades desde la sección de equipamiento escolar de la Comunidad de Madrid. Son un complemento excelente para cualquier asignatura (obviamente para algunas -como idiomas- más que para otras). Es cierto que retrasan la programación de contenidos, pero permiten introducir esquemas propios o importados, vistosas presentaciones y todo tipo de información audiovisual: por ejemplo, abrir en YouTube La aventura del pensamiento y escuchar las explicaciones de Fernando Savater sobre Nietzsche o la única grabación con audio y video de Ortega y Gasset (tiene voz de pito).

Mientras desayuno café con leche, una tostada (antes me tomaba tres) con mantequilla y mermelada, zumo de naranja y un plátano, me observa la cámara de vigilancia de la alarma del pasillo acristalado que se conecta a internet mediante una tarjeta SIM incorporada al panel de control del sistema. Se supone que mientras no se producen incidencias la cámara está en espera. Otra pantalla: desde una aplicación de la empresa de seguridad puedo acceder desde cualquier lugar del ancho mundo al interior de mi casa para ver si algún fantasma ha cogido de mi mesilla Fortunata y Jacinta. O si puedo grabar alguna psicofonía en mi despacho. Con tantas medidas descarto que algún okupa se cuele en vacaciones.

Después me siento en el sofá del salón a leer la prensa digital en mi IPad Air. Hay que reconocer que los inventos de Apple son buenos, bonitos y caros. Estoy suscrito a un par de diarios. Me interesan sobre todo las noticias insólitas, algunas colaboraciones muy concretas, los informes de ambos bandos sobre la Guerra Civil, informática de divulgación, monedas virtuales, las majaderías de algunos políticos y la prensa futbolera. Posiblemente será por la edad, pero los espectaculares desnudos o semis de las famosas de moda, influencers y modelos me han dejado de interesar. Sexismo a tope. No acabo de entender por qué ciertas bellezas de moda se empeñan en presumir de feministas. Obviamente su cuerpo es suyo… y con algo hay que pagar el dúplex de Ibiza. De política solo me interesan las noticias que apuntan a una refundación del PP, de su fusión con Ciudadanos para formar un partido liberal de verdad, libre del pasado, que pacte con un PSOE socialdemócrata libre del lastre que lo hunde en la miseria… lo cual es más difícil de resolver que la ecuación de Fermat. Del covid poco, sólo aquellas noticias que vagamente confirman mi teoría de la conspiración: que el virus (natural o artificial) se escapó de un laboratorio tras infectar a un investigador que al acabar su turno se fue a comer fideos a los puestos callejeros de un mercado de animales y se convirtió en la primera bomba biológica. Me paso una hora más o menos mareando la perdiz.

Luego, abro mi portátil HP Pavilion. Me conecto por cable al puerto Ethernet que va del descodificador al router. Necesito una velocidad de descarga alta para bajarme un montón de videos e imágenes desde la nube al ordenador. Después borro la carpeta de origen porque cualquier día me bloquean mi espacio por exceso de datos o intentan que pague para ampliarlo. Cuando termino, me distraigo escribiendo de todo un poco, para el blog (sobre la tecnocracia, por ejemplo), para mí (poesía mística), para mi nieta (cuentos de pastorcillos). Entro finalmente en mi muro de Facebook para enterarme de qué se cuece entre amigos, conocidos y antiguos alumnos. Mi participación es totalmente pasiva. Soy bastante asocial en las redes y lo siento. ¿Por cierto, cuántas pantallas van ya?

A la una me voy a pasear una hora por el barrio y aledaños con mascarilla, gel, gafas empañadas y gorra. Es el momento de mi reloj inteligente con tecnología de red. Sólo lo uso para que me muestre en pantalla la distancia que recorro y el mapa del trayecto. Muy útil para buscar una calle o para jugar a no entrar o salir de las zonas perimetradas. Cuando juegas al golf, mide la distancia desde donde reposa la bola hasta la bandera del hoyo. Soy tan malo que sólo lo miro por curiosidad (¿Qué haría aquí Jon Rahm?).

Luego la nada. No veo los telediarios, prefiero oír las noticias por la radio. Comida y siesta. En pandemia las tardes a las tardes son iguales. Dedico una hora a repasar mis libros y apuntes de la Alliance Française donde estuve matriculado cinco cursos. Lo completo con una nueva pantalla: el libro electrónico. Lo uso exclusivamente para leer novelas en francés. Adoro a mi viejo Sony, descatalogado, pero con las mismas prestaciones que los actuales, conexión a internet incluida para comprar o bajarte libros; incorpora un diccionario de idiomas (los actuales sólo incorporan un diccionario de la RAE). Tiene la ventaja impagable de que cuando quieres saber el significado de una palabra solo tienes que marcarla con el dedo y a pie de página te aparece su significado con un enlace a sus usos y expresiones más frecuentes. Ahora estoy leyendo La Peste de Camus. Es demasiado actual. Lo disfrutas, pero lo sufres.

Sobre las seis de la tarde me voy con mi mujer (más bien su marido) al Club de Campo a dar una vuelta rodeados de aire puro y de árboles. Filomena ha hecho estragos. Al llegar, me fijo en el cuadro de mandos de mi coche: una pantalla multicolor con un montón de comandos y funciones (la mayoría no las uso o las desconozco); tiene una conexión wifi, un navegador GPS y un receptor Bluetooth para utilizar tu móvil en manos libres.    

A eso de las ocho, cuando volvemos del paseo vespertino, mi mujer decide a veces hacer un bizcocho. Con su flamante Thermomix último modelo con pantalla web incorporada, se conecta a la página Cookidoo TM6 de recetas donde puede elegir el bizcocho de su vida y seguir las instrucciones de pesos y medidas con precisión matemática.

Del smartphone ni hablo (además ya he hablado). Lo miramos cada cinco minutos. Sugiero título para que el Seminario de Lengua y Literatura de un centro público, concertado o privado organice un concurso de redacción: un día sin móvil, diario de un náufrago.

Por último, la madre de todas las pantallas, la televisión. Tarde de series y fútbol. Por la noche, después de cenar, película. Y poco más. A no ser que conserves un telesaurio, todas tienen conexión de internet a las principales plataformas de streaming. En las televisiones de última generación ultra HD, 4-8K se ve la realidad mejor que la realidad (o sea, nos presentan un mundo que no existe). Cuando entran en un museo, destrozan. En las próximas generaciones, los primeros planos van a ser tan perfectos que va a desaparecer el color. Absurdo y kitsch.

Si fuera un experto en inteligencia artificial seguramente podría llenar un tomo con todo tipo de pantallas. Como no es el caso, me planto.

(En mis frecuentes horas de insomnio pienso que la pantalla en todas sus variantes es el soporte material de la primera fase de la triada del espíritu absoluto sin Hegel: internet, los visitantes de las estrellas y el reencuentro con Dios).

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