El sentido común es la cosa mejor
repartida del mundo, como creía Descartes; pero lo utilizamos de forma
discontinua y eso nos pierde. En realidad, es el mejor remedio para casi todas
las quimeras que nos envuelven. No es fácil de explicar: utilizamos el sentido
común en la mayoría de las circunstancias. Normalmente nos guiamos por el
principio de identidad, contradicción y tercero excluido. Consideramos que una
cosa es la misma y no otra, que no es posible a la vez una cosa y la contraria
o que no se puede afirmar que una cosa es verdadera y también la contraria. La
realidad se ordena cómodamente si los respetamos.
Pero en un momento determinado el
sentido común comienza a parecernos aburrido (y más en tiempos de encerrona),
insuficiente (la verdad gusta de ocultarse) o poco fiable (las apariencias
engañan) por lo que decidimos cambiar de lógica y apartarnos de sus saludables principios.
Ese es el momento en que, al revés de lo que pensamos, nos convertimos en
personas vulnerables, en víctimas de la insensatez del populismo político, de
la crispación y el ventilador, de los delirios de
profetas tóxicos, de las ocurrencias virtuales de los señores de la red (influencers, youtubers, memeros), de
la recurrencia de tertulianos falsarios, del auge de famosos insustanciales, de
los mistificadores de las ciencias y las letras y todo un elenco de famosos del
deporte, de la gente guapa y del desnudo mercenario. Al final caemos en la
trampa y acabamos participando de la impostura.
Sus relatos (otra palabra de
moda) no son tan complejos, no hace falta recurrir a la filosofía ni al método
científico para desmontarlos. Basta con observar atentamente para descubrir el
truco.
Mi teoría es que estas
desviaciones del sano sentido común, es decir, de los hechos, se deben a que
vivimos en una sociedad inundada de imágenes narcisistas, de constelaciones
construidas por aquellos que en vez de mirar a las cosas mismas se
miran al ombligo: son las sombras proyectadas en la pared que contemplan
los prisioneros encadenados de la Caverna de Platón. Al final, nos convertimos
en partícipes de la impostura. ¿Hace falta poner ejemplos? Nuestra mente
funciona en clave narcisista: perdemos la identidad personal y nos convertimos
en un montón de etiquetas autoimpuestas. Según el disfraz, aceptamos mensajes
incompatibles (de una contradicción se sigue cualquier cosa); admitimos que las
certezas de hoy son contrarias a las de mañana. Nos convertimos en actores de
un inmenso teatro de máscaras. Al final los raros son las personas normales.
Tres frases radicalmente opuestas
al imaginario narcisista: Yo soy el que soy de la
Biblia, conócete a ti mismo de Sócrates, La educación,
misión imposible de Sigmund Freud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario