Telépolis

miércoles, 19 de mayo de 2021

La pandemia. Razón y fe

 

Una ocurrencia zumbó sobre mi cabeza la tarde primaveral del viernes mientras leía El día de la independencia de Richard Ford, un excelente narrador cuyo mayor defecto, en mi opinión, son las continuas digresiones sobre los sentidos, sinsentidos y sobresentidos de la vida de su personaje principal, el mismo en todas las novelas. Cuando Ford insistió por enésima vez, con letra de Frank Bascombe, en que nuestro mayor error consiste en aferrarnos al pasado, que es preciso olvidarlo por tratarse de una pasión inútil porque cualquier interpretación forma parte del presente, que, en todo caso, aprendemos del pasado de forma automática, involuntaria, sin fantasías ni disfraces y que gran parte de la desdicha humana proviene de remover aquellos lodos… pensé en llevarle la contraria (un mero juego dialéctico para matar el tiempo); es decir, que el presente es incierto, el futuro impredecible y el pasado luminoso.

Lo cierto es, por tanto, que nos bañamos infinitas veces en el mismo río; que presente y pasado son variantes de las mismas piedras del camino (algo que Ford negaría enfurecido). Hay oposiciones inmutables (Lévi-Strauss), arquetipos universales (Jung), ideas innatas (Chomsky) que lo apoyan. También la teoría nietzscheana del eterno retorno de lo idéntico o la misteriosa mente del psicoanálisis freudiano en la que el pasado está siempre presente y los sueños son la escalera entre ambos mundos.

Un ejemplo histórico, un retorno sorprendente y un salto en el vacío: el tema central que atravesó la Edad Media, la tensión secular entre la Razón, basada en la argumentación filosófica, y la Fe, basada en la revelación bíblica y los dogmas de la Iglesia, podría reproducir algunos aspectos de la pandemia que nos barre.   

La razón está representada, obviamente, por los científicos (médicos, epidemiólogos, virólogos, bioquímicos) no contaminados de ideología: sus logros en la lucha contra la muerte más cruel, la secuenciación del genoma del Covid-19, la búsqueda de su origen, sus formas de transmisión y elusión, su tratamiento (todavía en curso) y su prevención mediante las distintas vacunas (un logro temporal sin precedentes en la historia de la ciencia).

Su correlato medieval son los filósofos árabes, traductores y difusores de la filosofía y la ciencia aristotélica.

La fe, en su versión más irracional, El Credo quia absurdum (creo porque es absurdo) de Tertuliano, tiene también una abundante representación. En primer lugar, el negacionismo (sus partidarios se llaman a sí mismos “pensadores alternativos”): la “idea”, en su versión más radical, es que el coronavirus no existe, o no tiene la gravedad que se le imputa (algo que sostuvieron y aún sostienen diversos líderes mundiales), que las mascarillas no sirven para nada (o son perjudiciales), que los jóvenes no se infectan o sólo presentan síntomas leves, que la inmunidad colectiva se logra por sí misma, que las vacunas dañan nuestro ADN. Mientras, los cementerios se llenan (también de ilusos). Una modalidad de negacionismo es la de los gobiernos opacos empeñados en desmentir que en su país se hayan producido contagios o bien ofrecen cifras increíblemente inferiores a las que la trágica evidencia después confirma.

Su correlato medieval es la corriente de los Padres de la Iglesia que afirmaron que la fe es irracional y el cristianismo no puede ser racionalizado sin caer en la herejía (Taciano, San Ireneo, Tertuliano, Arnobio y el Pseudo Dionisio). En la Escolástica, San Buenaventura y la teología franciscana cuyo fideísmo místico conduce directamente al irracionalismo de Lutero.

Desfilan luego los defensores de las teorías de la conspiración que afirman que la pandemia es una farsa orquestada cuya finalidad es desequilibrar la economía mundial (unos le echan la culpa al capitalismo, otros al comunismo, los terceros a la colaboración de ambos aunados por el negocio farmacéutico); o que es un invento del fundador de Microsoft para controlar a la humanidad por medio de la red de telefonía 5G mediante chips inoculados no se sabe cómo. Otros iluminados dicen que la historia de la humanidad culmina con la tesis del Great reset (Gran reinicio), una distopía estremecedora, un nuevo mundo organizado por los poderes fácticos internacionales (económicos, políticos, científicos y tecnológicos) a partir de los efectos devastadores de la pandemia, sin concretar los principios de la nueva pestilencia, aunque se pueden adivinar a la luz de ciertos acontecimientos recientes.

Su correlato medieval son los milenaristas y los anabaptistas proféticos, ambos con su ideal supremacista de la renovatio mundi, el fin de la historia y la apoteosis de la segunda llegada de Cristo ante una minoría de elegidos. 

Viene luego el populismo, una ideología política que pretende ganarse el apoyo de los ciudadanos mediante recursos sesgados: el fuerte liderazgo de un líder carismático que sustituye los argumentos por lemas contundentes, frases manidas y clichés de fácil digestión, aunque vacíos de contenido; o la búsqueda de chivos expiatorios a los que atribuir todos los males del mundo para encubrir las propias carencias y desmanes; o la demagogia sectaria que trata de impactar emocionalmente en el incauto elector en vez de centrarse en el análisis de los problemas reales y proponer soluciones eficaces. También, las manipulaciones de la prensa mercenaria, el uso de las redes sociales para difundir todo tipo de bulos (cuanto más insidiosos más virales), imágenes trucadas, videos tendenciosos, rumores sin contrastar y falsas noticias que fortalezcan sus dictados, incluso mediante listas de difusión pagadas. Sin olvidar la crispación parlamentaria, la sustitución del diálogo por el insulto, el consenso por la partidocracia, las formas más detestables de populismo. 

La magia, la superstición, el miedo al infierno, la milagrería, los monstruos y demonios, la brujería, la propia Inquisición como formas irracionales de sometimiento son el correlato medieval del populismo.

Vienen luego los libertarios, que han considerado las medidas tomadas contra la pandemia (confinamientos, restricciones, distancias, cierres, toques de queda, etc.) como un atentado intolerable contra las libertades individuales: física, social, política, económica. En consecuencia, la única respuesta es la rebelión de las masas: viajar sin fronteras, organizar fiestas en los pisos, botellones en la calle, fomentar las concentraciones, votar a la derecha extrema, propiciar la iniciativa privada como única forma de progreso.

En la Edad Media no existía el concepto de individuo ni la vida cotidiana propiciaba la autonomía personal. No había prácticamente nada que actualmente pudiéramos identificar con el individualismo. Acaso, desde el punto de vista de la rebelión podríamos poner como correlato del pensamiento libertario a los Goliardos.

Por último, los eclécticos, los dirigentes de los países democráticos (los autoritarios son opacos) que han intentado conjugar las estrictas medidas sanitarias contra la pandemia con una apertura regulada del trabajo, la educación, los negocios, la cultura, la hostelería y los viajes. En resumen, preservar la salud sin arruinar la economía; buscar un equilibrio sostenible entre la bolsa y la vida. Todavía se desconoce el impacto preciso de estas medidas en las curvas de contagio tras las sucesivas olas.

Su correlato medieval es San Anselmo durante la primera Escolástica y sus dos célebres guías: credo ut intelligam (creo para que pueda entender) y fides quaerens intelectum (la fe en busca del entendimiento). Y sobre todo la armonía, la concordia entre razón y fe en la síntesis colosal de Tomás de Aquino entre religión cristiana y filosofía aristotélica.

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