Una ocurrencia zumbó sobre mi cabeza la tarde primaveral
del viernes mientras leía El día de la independencia de Richard Ford, un
excelente narrador cuyo mayor defecto, en mi opinión, son las continuas digresiones
sobre los sentidos, sinsentidos y sobresentidos de la vida de su personaje
principal, el mismo en todas las novelas. Cuando Ford insistió por enésima vez,
con letra de Frank Bascombe, en que nuestro mayor error consiste en aferrarnos
al pasado, que es preciso olvidarlo por tratarse de una pasión inútil porque
cualquier interpretación forma parte del presente, que, en todo caso,
aprendemos del pasado de forma automática, involuntaria, sin fantasías ni disfraces
y que gran parte de la desdicha humana proviene de remover aquellos lodos… pensé
en llevarle la contraria (un mero juego dialéctico para matar el tiempo);
es decir, que el presente es incierto, el futuro impredecible y el pasado luminoso.
Lo cierto es, por tanto, que nos bañamos infinitas
veces en el mismo río; que presente y pasado son variantes de las mismas
piedras del camino (algo que Ford negaría enfurecido). Hay oposiciones inmutables
(Lévi-Strauss), arquetipos universales (Jung), ideas innatas (Chomsky) que lo
apoyan. También la teoría nietzscheana del eterno retorno de lo idéntico
o la misteriosa mente del psicoanálisis freudiano en la que el pasado está
siempre presente y los sueños son la escalera entre ambos mundos.
Un ejemplo histórico, un retorno sorprendente y un
salto en el vacío: el tema central que atravesó la Edad Media, la tensión
secular entre la Razón, basada en la argumentación filosófica, y la Fe,
basada en la revelación bíblica y los dogmas de la Iglesia, podría reproducir
algunos aspectos de la pandemia que nos barre.
La razón está
representada, obviamente, por los científicos (médicos, epidemiólogos,
virólogos, bioquímicos) no contaminados de ideología: sus logros en la lucha
contra la muerte más cruel, la secuenciación del genoma del Covid-19, la búsqueda
de su origen, sus formas de transmisión y elusión, su tratamiento (todavía en
curso) y su prevención mediante las distintas vacunas (un logro temporal
sin precedentes en la historia de la ciencia).
Su correlato
medieval son los filósofos árabes, traductores y difusores de la filosofía y la
ciencia aristotélica.
La fe, en su
versión más irracional, El Credo quia absurdum (creo porque es absurdo)
de Tertuliano, tiene también una abundante representación. En primer lugar, el
negacionismo (sus partidarios se llaman a sí mismos “pensadores
alternativos”): la “idea”, en su versión más radical, es que el coronavirus no
existe, o no tiene la gravedad que se le imputa (algo que sostuvieron y aún sostienen
diversos líderes mundiales), que las mascarillas no sirven para nada (o son
perjudiciales), que los jóvenes no se infectan o sólo presentan síntomas leves,
que la inmunidad colectiva se logra por sí misma, que las vacunas dañan nuestro
ADN. Mientras, los cementerios se llenan (también de ilusos). Una modalidad de
negacionismo es la de los gobiernos opacos empeñados en desmentir que en su
país se hayan producido contagios o bien ofrecen cifras increíblemente inferiores
a las que la trágica evidencia después confirma.
Su correlato
medieval es la corriente de los Padres de la Iglesia que afirmaron que la fe
es irracional y el cristianismo no puede ser racionalizado sin caer en la
herejía (Taciano, San Ireneo, Tertuliano, Arnobio y el Pseudo Dionisio). En la
Escolástica, San Buenaventura y la teología franciscana cuyo fideísmo místico
conduce directamente al irracionalismo de Lutero.
Desfilan luego los
defensores de las teorías de la conspiración que afirman que la pandemia
es una farsa orquestada cuya finalidad es desequilibrar la economía mundial (unos
le echan la culpa al capitalismo, otros al comunismo, los terceros a la colaboración
de ambos aunados por el negocio farmacéutico); o que es un invento del fundador
de Microsoft para controlar a la humanidad por medio de la red de
telefonía 5G mediante chips inoculados no se sabe cómo. Otros iluminados dicen
que la historia de la humanidad culmina con la tesis del Great reset (Gran
reinicio), una distopía estremecedora, un nuevo mundo organizado por los
poderes fácticos internacionales (económicos, políticos, científicos y
tecnológicos) a partir de los efectos devastadores de la pandemia, sin concretar los principios de la nueva
pestilencia, aunque se pueden adivinar a la luz de ciertos acontecimientos
recientes.
Su correlato medieval son los milenaristas y los anabaptistas proféticos, ambos con su ideal supremacista de la renovatio mundi, el fin de la historia y la apoteosis de la segunda llegada de Cristo ante una minoría de elegidos.
Viene luego el populismo, una ideología política que pretende ganarse el apoyo de los ciudadanos mediante recursos sesgados: el fuerte liderazgo de un líder carismático que sustituye los argumentos por lemas contundentes, frases manidas y clichés de fácil digestión, aunque vacíos de contenido; o la búsqueda de chivos expiatorios a los que atribuir todos los males del mundo para encubrir las propias carencias y desmanes; o la demagogia sectaria que trata de impactar emocionalmente en el incauto elector en vez de centrarse en el análisis de los problemas reales y proponer soluciones eficaces. También, las manipulaciones de la prensa mercenaria, el uso de las redes sociales para difundir todo tipo de bulos (cuanto más insidiosos más virales), imágenes trucadas, videos tendenciosos, rumores sin contrastar y falsas noticias que fortalezcan sus dictados, incluso mediante listas de difusión pagadas. Sin olvidar la crispación parlamentaria, la sustitución del diálogo por el insulto, el consenso por la partidocracia, las formas más detestables de populismo.
La magia, la
superstición, el miedo al infierno, la milagrería, los monstruos y demonios, la
brujería, la propia Inquisición como formas irracionales de sometimiento son el
correlato medieval del populismo.
Vienen luego los
libertarios, que han considerado las medidas tomadas contra la pandemia
(confinamientos, restricciones, distancias, cierres, toques de queda, etc.) como
un atentado intolerable contra las libertades individuales: física, social, política,
económica. En consecuencia, la única respuesta es la rebelión de las masas: viajar sin fronteras, organizar fiestas en los pisos, botellones en la calle,
fomentar las concentraciones, votar a la derecha extrema, propiciar la
iniciativa privada como única forma de progreso.
En la Edad
Media no existía el concepto de individuo ni la vida cotidiana propiciaba la
autonomía personal. No había prácticamente nada que actualmente pudiéramos
identificar con el individualismo. Acaso, desde el punto de vista de la
rebelión podríamos poner como correlato del pensamiento libertario a los
Goliardos.
Por último, los eclécticos,
los dirigentes de los países democráticos (los autoritarios son opacos) que han
intentado conjugar las estrictas medidas sanitarias contra la pandemia con una
apertura regulada del trabajo, la educación, los negocios, la cultura, la
hostelería y los viajes. En resumen, preservar la salud sin arruinar la
economía; buscar un equilibrio sostenible entre la bolsa y la vida. Todavía se desconoce
el impacto preciso de estas medidas en las curvas de contagio tras las
sucesivas olas.
Su correlato medieval es San Anselmo durante la primera Escolástica y sus dos célebres guías: credo ut intelligam (creo para que pueda entender) y fides quaerens intelectum (la fe en busca del entendimiento). Y sobre todo la armonía, la concordia entre razón y fe en la síntesis colosal de Tomás de Aquino entre religión cristiana y filosofía aristotélica.
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