En
el sistema educativo español si un licenciado consigue por concurso-oposición
una plaza de profesor en la enseñanza pública o firma un contrato laboral en un
centro privado o concertado tiene que acreditar unos cursos de formación
docente para ejercer su profesión. A lo largo de mi carrera he conocido tres
modelos para futuros profesores: los cursos del ICE (el antiguo Instituto de
Ciencias de la Educación), el CAP (Certificado de Aptitud Pedagógica) y el vigente
Máster Universitario en Formación del Profesorado. Este último habilita, según
el decreto ley, para el ejercicio de las profesiones de Profesor de
Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato, Formación Profesional y
Enseñanzas de Idiomas. El Máster requiere la realización de 60
créditos ECTS (Sistema Europeo de Transferencia de Créditos). Si
tenemos en cuenta que 1 crédito ECTS se desarrolla en 25 horas de trabajo, el
Título de Máster supone un total de 1.500 horas. Además de abrumador es esotérico
(les remito a la información de una prolija página web de referencia). Si echas una hojeada a los índices del
curso puedes hacerte una idea de las recetas que se cocinan. En el fondo es más
de lo mismo: didáctica, pedagogía, psico-socio-apología.
Recuerda:
nada de lo que allí te cuenten te va a servir para tu práctica diaria en
el aula. Se trata de una preparación preventiva, terapéutica, para que
confirmes en menos de una semana lo que te espera cuando entres por primera vez
en una clase de verdad: un encierro con cuarenta alumnos, una mesa, una
pizarra, una tiza y ahora qué. Ni siquiera se trata propiamente de un grupo
porque todavía no se ha formado. Con el tiempo despuntarán los líderes, los que
simplemente quieren pasar curso, los acosadores y las víctimas, los amores y
desamores, los amigos y enemigos, los que miran a la universidad y los que están
calentando la silla, los que te aprecian y los que te desprecian. Déjate guiar
por tu intuición de observador atento, olvídate del fárrago sobre dinámica de
grupos y otras tecnologías de la conducta. Es el momento de que prescindas de
la jerga metafísica del curso de formación y pienses con tu propia cabeza: cómo
organizar los contenidos de la asignatura, qué actividades de análisis y
aplicación serían más útiles, qué sistemas de evaluación más eficaces y cuáles
las referencias más directas al entorno social, etc.
No
es cierto que enseñar debe resultar entretenido, divertido para el
alumno. El esfuerzo que requiere estudiar es incompatible con una visión
lúdica, incluso frívola del aprendizaje que convierte a la clase en un grupo
ingobernable cuya función es recluir a los alumnos entre cuatro paredes
mientras sus padres trabajan. El profesor se transforma en un animador
cultural. A la mayoría de los alumnos nada que les suene a estudiar, hagas lo
que hagas, incluso si apareces vestido de torero, les divierte más de
diez minutos. Al revés, si te desgañitas indignado con voz tonante para
controlar el orden público, los mantienes en un silencio expectante más o menos
el mismo tiempo. Adolescentes y jóvenes están acostumbrados a soportar sin inmutarse
el aumento de la cantidad del estímulo. Eso en la enseñanza pública. En la
privada, donde los alumnos pertenecen a la clase alta, el profesor es tratado como un
empleado más del servicio doméstico. Y no protestes porque el cliente siempre
lleva la razón.
Tampoco
es cierto el dogma de que se debe enseñar para la vida. La enseñanza
reglada debe tener una finalidad académica. Además, la expresión enseñar
para la vida no significa nada porque el aprendizaje escolar siempre tiene
una proyección personal y una función colectiva. Siempre enseñamos para la
vida. La división social y técnica del trabajo se basa en la distribución de las
titulaciones académicas desde la escuela primaria hasta los estudios
superiores. No existe otro procedimiento. Enseñar para la vida es una
tautología, una repetición, una redundancia.
También
niego el objetivo de que la enseñanza debe trasmitir valores. Desconfío
de los denominados temas trasversales (educación vial, sexual, ambiental, para
el consumo, para la paz, para la igualdad de género) que imparten algunos expertos,
aunque sean voluntarias, complementarias, fuera del horario escolar y no tengan
influencia en la evaluación del alumno. En la mayoría de los casos tienen una
marcada intención ideológica. Además, hay una asignatura obligatoria en la ESO,
Educación en valores cívicos y éticos, a cargo del Departamento de
Filosofía que debería englobar los contenidos de los temas trasversales. Debo
añadir que mi relación con la antigua asignatura de Ética en Cuarto de
la ESO siempre fue conflictiva, hasta el punto de que prefería dar clases de cultura
clásica o historia de las civilizaciones. Mi planteamiento de la Ética siempre
fue descriptivo. Con un ejemplo se entiende. Si el programa oficial incluía el
tema de la interrupción artificial del embarazo, el aborto, explicaba a los
alumnos el concepto, la legislación española e internacional, los
procedimientos clínicos y los centros autorizados, la enumeración de los
argumentos de partidarios y detractores, así como el derecho de los médicos a
la objeción de conciencia. Suscitaba luego un debate en el que sólo participaba
como moderador y nunca expresaba mi opinión al respecto. En otros temas de
ética cívica me limitaba a interpretarlos de la forma más neutral posible en el
marco general de los derechos humanos.
Enseñar
es instruir, transmitir contenidos, conocimientos científicos, no
valores explícitos que corresponden a otros agentes socializadores, en primer
lugar, a los padres. En un sistema educativo como el francés (posiblemente el
mejor de Europa) o el alemán, los principios de los cursos de formación citados
son considerados una jerga inservible y trasnochada propia de pedagogos,
psicólogos y sociólogos de la educación que nunca han pisado un aula. Se trata
de una ideología burocrática cuya función es blanquear las deficiencias de un
sistema educativo no diversificado mediante criterios rigurosos de rendimiento
y maquillar las cifras del temido fracaso escolar. Si no apruebas a granel se
te echan encima los padres, los alumnos, el tutor, el jefe de estudios, el
director, la inspección y la opinión pública en general. El deterioro en las
aulas es cada vez mayor. Una enseñanza no selectiva, igualitaria por lo
bajo en sentido académico, es una contradicción en los términos. Siempre
ganan los malos. Pregunten a los profesores universitarios lo que les
llega. Afortunadamente la inteligencia siempre se abre paso.
Les
cuento mi experiencia en los cursos de formación de aquella época. Cuando acabé
la carrera a mediados de los setenta en la Universidad Autónoma de Madrid era
obligatorio hacer un curso en el ICE de la propia Universidad. No recuerdo el
número de horas, aunque se me hicieron interminables porque eran por la tarde,
después de las clases. Rancho en el comedor de alumnos y cabezada en un sofá
del pasillo. En la primera sesión un profesor y una profesora
realizaron una puesta en escena conjunta con preguntas y respuestas mutuas (un
peu ridicule) sobre el significado de conceptos pedagógicos que han pasado
de un modelo a otro sin más repercusión en la labor docente que la generación
de montañas de papel, reuniones interminables y trabajos forzados. Entre
otros, diseño curricular, competencias básicas, tormenta de ideas, estrategias metacognitivas, temporización de contenidos, programaciones adaptadas, animación a la lectura… El único aliciente fue el
reencuentro con una antigua compañera de segundo (nos sentábamos siempre
juntos) a la que me declaré por obligación, me dio calabazas y ahora me hacía
ojitos. Volvió a ser mi compañera de sitio en la última fila, pero esta vez no
tropecé dos veces en la misma piedra porque un amigo fiel que asistía al curso
me contó que tenía novio sólido, un macho alfa con moto, y el resto era
coqueteo, postureo y ganas de ganeta. El eterno femenino nos arrastra, le dije,
tras darle las gracias por el chivatazo. Sólo nos permitimos miradas tiernas,
manitas furtivas y besos robados para matar el tedio. Sobre todo, hablábamos
por los codos como antaño y no nos enterábamos de la película. Además, yo salía
con una chica, un obstáculo menor en todo caso. Copiamos el trabajo final de
unos alumnos del curso anterior y nos consideraron aptos. El curso de formación
no me aportó gran cosa, en realidad, nada, pero avancé un trecho en mi
educación sentimental.
Luego
había que hacer las prácticas en un centro público que tenías que buscarte por
tu cuenta. Las hice en un conocido instituto de Madrid gracias a un gran
maestro y amigo al que siempre echaré de menos. El catedrático de Filosofía me
invitó a dar una clase en su presencia sobre Pascal a un grupo del COU, que me
preparé con el Abbagnano, una excelente Historia de la Filosofía. Todavía los
alumnos te miraban con curiosidad. Algunos incluso te escuchaban por los
comentarios que hicieron al acabar la exposición. Posible peloteo. Entonces,
los estudios de letras tenían cierto barniz ilustrado. No eran el destino
del pelotón de los torpes, como ahora. Después me encargó corregir
un montón de sus exámenes y me despidió a las dos semanas, posiblemente harto
de verme, con el visto bueno de la firma. Un final feliz.
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