Telépolis

sábado, 10 de diciembre de 2022

La estética masculina

Desde que cerraron hace lustros la peluquería del barrio en que vivíamos siempre me he cortado el pelo en la franquicia de El Corte Inglés. Es más caro, pero no sufres las desagradables sorpresas del aprendiz mal pagado que se inicia en el gremio con trasquilones en cabeza ajena, la bronca posterior de la señora y las pullas del resto de las estructuras elementales del parentesco. Detesto incluso las sorpresas agradables, cuando, el artista de turno decide sin preguntar, mientras dormitas o lees el Marca en la silla hidráulica, que tu cabeza se presta a sus fantasías futuristas. Cuando vuelves horrorizado a tu casa en taxi con la capucha bajada (el taxista te mira intrigado por el retrovisor) te vas directamente a la ducha para escaldar el florero y desfacer el entuerto. Durante las largas tardes sin pisar la calle añoras el rapado al tazón de un monje benedictino. Detesto al esquilador chapucero y al creador hortera. Afortunadamente cada vez tengo menos pelo. Hace muchos años que renuncié a dejarme seducir por los cantos de sirena de las lociones mágicas. Ahora están de moda los probióticos crecepelo. Mis sospechas se convirtieron en certeza racional el día que, en plena crisis de los cuarenta, acuciado por la alopecia pisé la mullida alfombra de la consulta privada de una eminencia de la dermatología en el Barrio de Salamanca. Sus honorarios eran equivalentes a los de un embalsamador de la nobleza egipcia. Una enfermera con uniforme, medias y cofia de un blanco impoluto me condujo a un despacho de cuarenta metros cuadrados con vistas al jardín de una embajada. Se podía percibir en casi todo el toque impersonal del interiorista. Me senté en una silla inestable de diseño Bauhaus Walter Gropius. Cuando le conté al doctor lo que me pasaba, bajó el cuello y señaló con el dedo índice de la mano derecha una cabeza más lisa que una bola de billar. Le puedo recetar complicados análisis hormonales de los que no se sigue nada, tratamientos largos y costosos con efectos secundarios, pastillas que te dejan impotente, dietética budista y al final los cabellos se le seguirán cayendo como gotas de lluvia en el mar. No se lo aconsejo. Olvídese de los bisoñés, son ridículos. Cómprense un sombrero de fieltro con una cinta elegante para el invierno y un Panamá para el verano. Siga el ejemplo de James Spader, el protagonista de la excelente serie de Netflix The Blacklist. Después charlamos un rato de golf (era socio de la Moraleja) para justificar el pago en negro. No me creí que fuera hándicap 9 ni sus recetas para mejorar el juego corto. Los calvos somos tendencia, concluyó. Se levantó, me dio la mano, me pasé por caja y la enfermera me regaló su mejor sonrisa tras desplumarme. No di por ruinosa la inversión.

Mientras devoraba durante la pandemia los dos tomos de las memorias de Casanova, una de las cosas que más me llamaron la atención fue el tiempo que los nobles y caballeros dedicaban al arreglo personal: pelucas, afeites, pomadas, perfumes. En parte servían para ocultar la falta de higiene. En la actualidad hay un retorno a la cosmética, al aderezo y al atuendo masculino. El varón de los países desarrollados se ha convertido en protagonista activo del aspecto que transmite a los demás. Algunas feministas templadas lo interpretan como un signo del triunfo de la igualdad de género. Los machistas impenitentes lo consideran más bien como una masiva salida del armario de la extensa lista de los no heteros (según parece hay 32 identidades sexuales). Falso en ambos casos. Se trata más bien del culto actual a la imagen y a las últimas tendencias en todo aquello que suponga mejorar la fachada.

Por supuesto hay una guapeza adolescente y juvenil: peinados altos, piercings y tatuajes. Pero aquí me refiero a los narcisos de treinta en adelante: a la estética masculina del llamado metrosexual, término acuñado por el escritor británico Mark Simpson a finales del siglo XX, que define a un varón mayoritariamente heterosexual que se ocupa en extremo de su aspecto físico al que dedica tiempo y dinero. En función de la percha y la edad los recursos son muy variados. Los cincuentones buscan ante todo tratamientos destinados a retrasar los efectos devastadores del tiempo. El número de hombres que acuden a clínicas privadas para eliminar el abdomen cervecero, los michelines colgantes, el modelado del cuello, la eliminación de las arrugas faciales mediante liposucción aumenta cada año según datos proporcionados por los mismos centros de cirugía estética, aunque también puede ser una invitación encubierta a pedir cita cuanto antes. El corte de pelo del metrosexual incluye complementos en salones exclusivos: manicura, teñido de las canas, esculpido de cejas, estirado de pestañas. Otro elixir de la eterna juventud es el implante capilar mediante micro injertos, un procedimiento quirúrgico costoso y prolongado. Todavía quedan dos pactos fáusticos con el demonio de la seducción: el gimnasio o fitness con monitor para conseguir un buen estado físico (si lo haces por tu cuenta corres el riesgo de crujirte en seco) y la consulta al estilista, un profesional que te asesora sobre peluquería, maquillaje y vestimenta acordes con las preferencias de la parte contratante con el fin de reunir "el buen gusto y la personalidad". Las apariencias no engañan es el lema de los nuevos árbitros de la elegancia. Ser es ser percibido, según la célebre sentencia del filósofo empirista George Berkeley. El problema es que el metrosexual se percibe como un atractivo hombre de mundo, pero puede ser percibido de infinitas formas, entre otra la del cretino que ha convertido la vida social en una feria de las vanidades.

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