El único
patriotismo no contaminado, sin mezcla de mal alguno, sin adherencias patológicas,
dentro de las limitaciones morales de la especie, es el que suscitan los Juegos
Olímpicos organizados por el Comité Olímpico Internacional (COI) y la
Copa Mundial de Fútbol de la FIFA. Ambos acontecimientos se celebran cada
cuatro años. En el primero participan (divisa de los perdedores) más de
doscientas naciones mientras que en el segundo sólo treinta y dos equipos
disputan la fase final, esta vez en Catar 2022. Sin embargo, la temperatura patriótica
sube muchos grados durante El Mundial. Es evidente que las masas nos volcamos más
en el deporte rey que en la natación, el salto de altura o los cien metros
vallas. Excepto los estadunidenses que se inclinan por una versión brutal del
fútbol (el soccer o fútbol americano) a medias entre el rugby y la lucha
libre. No conozco a nadie que conozca sus reglas.
No voy a comentar las circunstancias extradeportivas del Mundial, habladas, escritas y vistas por los cuatro costados: desde el irresistible empeño de la FIFA para que Catar fuera la sede hasta la túnica honorífica que el jeque del emirato colocó sobre los hombros de Messi como señal de respeto por el guerrero victorioso que, dicho sea de paso, es, junto con Kylian Mbappé, la estrella binaria del Paris Saint Germain, propiedad del emir de Catar. En la final ganaba siempre. Se puede resumir en la sobada frase l’argent fait tout, el dinero lo puede todo y los famosos versos de Quevedo. El resto es evidente. Ya comienzan a iluminarse ciertos rincones oscuros y lo que te rondaré, morena. Esperemos que al final no nos corten la calefacción.
Rindamos ante
todo homenaje a la entrega incondicional de la gran afición. A los seguidores que
se han endeudado hasta el juicio final, arruinado el fondo de pensiones,
malvendido el adosado de la playa con tal de viajar a los confines del desierto para
dar la vida por su selección. Ondean en las gradas las viejas banderas, los colores
nacionales pueblan el estadio, resuenan los cantos de batalla y el sonido vibrante
de los himnos. Con el pitido inicial comienza la eterna agonía de los
contrarios desde el primer toque del balón hasta el último penalti. ¿Qué
mejor manera de morir puede tener un hombre que la de enfrentarse a su terrible
destino, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?
Pasemos de la poética
a la retórica y comencemos por el papel de la selección española en Catar. El
término tiki-taka, inventado por el genial comunicador Andrés
Montes, que tristemente nos dejó en 2009, está recogido en el diccionario Oxford:
Estilo de juego consistente en asegurar pases cortos y en enfatizar la
retención de la posesión del balón. Entrenadores tan ilustres como Johan
Cruyff, Luis Aragonés, Giuseppe Guardiola (que odiaba la expresión) o Vicente
del Bosque lo adoptaron y perfeccionaron hasta el punto de considerarlo el estilo
propio del Barça del sextete y de la selección española, campeona de Europa en
2008 y 2012 y del mundo en Sudáfrica 2010. En Catar, Luis Enrique ha optado por
dar continuidad al legado de sus mayores. Con trazo grueso, es lo contrario de
la defensa numantina y el contrataque relámpago, por ejemplo, de la selección
de Marruecos que nos descabalgó en octavos con todo merecimiento. En realidad,
superamos la fase de grupos de rebote. El tedio de los mil pases y la falta de
puntería anunciaban lo peor. Después de su eliminación, cuando la prensa deportiva
española le preguntó a Mario Kempes, el argentino del guante en la zurda,
ganador del Mundial 1978 que se celebró en su país en plena dictadura militar,
contestó diplomáticamente, pero con guindilla: cualquier sistema es bueno; el
problema del tiki-taka es que hace falta una plantilla con mucha calidad
para que funcione. Se podría decir, en términos eróticos, que la selección
española acaricia una y otra vez el cuerpo del amor, la pelota. Pero no
encuentra las zonas erógenas que la llevan en volandas al orgasmo universal, es
decir, al gol.
En mi opinión es, además, una forma superada de entender el fútbol. De 62 partidos sólo 23 con posesión se ganaron. El estilo actual debe ser polimorfo y perverso, es decir, recurrir a una multiplicidad de cambios tácticos sin una estrategia rígida y, a la vez, explotar al máximo los errores del contrario. La optimización de resultados exige cambios de marcha polivalentes no esquemas de pizarra fijos. De ahí la discontinuidad en las fases de los mejores partidos. Ha sido el Mundial de la presión en todo el campo hasta que el cuerpo aguante, de ahí la importancia de acertar con las sustituciones, la vuelta a los marcajes individuales y el papel secundario de los dogmas del entrenador, convertido ahora en gestor de recursos humanos sobre la marcha. También la exigencia de cohesión psicológica en torno a un líder: Achraf, Neymar, Modrić, Kane, Mbappé, Messi… El máximo exponente fue la impresionante final asimétrica, imprevisible, entre Francia y Argentina. El triunfo de la voluntad de poder. El fútbol de un Mundial no tiene nada que ver con los planteamientos homogéneos, identitarios, de las ligas nacionales e internacionales.
La victoria de la selección argentina ha reavivado la respuesta imposible, como los
problemas matemáticos que no tienen solución, de quién es el mejor jugador de
la historia. Di Stéfano, Cruyff, Pelé, Maradona o Messi. Los que realmente
interesa es comparar a los dos últimos. El único parámetro objetivo es el
palmarés. En cuestión de números, Messi es el ganador. Pero la
ley del corazón nos dice que nadie ha tenido el talento de Diego Armando. Messi
es humano, Maradona leyenda. Es imposible dar un paso más para dirimir la
cuestión. Personalmente me inclino por el mito.
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